¿Cómo no tener expectativa ante un nuevo disco del Indio Solari? ¿Qué importa la hojarasca alrededor, el peso de la historia, las páginas de policiales, cuando se trata de encontrarse con la faceta que es el origen del todo, el Solari músico? La espera, además, venía recargada: desde que inició su carrera solista, en 2004 con El tesoro de los inocentes, el cantante reapareció en las bateas puntualmente cada tres años. Pero pasaron cinco desde Pajaritos, bravos muchachitos, y en el medio todas las presunciones sobre su salud y la lamentable noche de Olavarría. 

Entonces llegan las canciones, que hacen más que tapar el silencio. Con cinco discos en la mochila, ya es ocioso comparar la obra del Indio con su antecedente grupal. Cante lo que cante la monada, la idea de una reunión de los Redondos entra en el terreno de la utopía, y la obra tanto de Skay como del Indio transita hace rato carriles propios. Las canciones de Solari no se ciñen al manual de estilo redondista sino al propio, aunque las guitarras de Baltasar Comotto y Gaspar Benegas aporten un componente que vincula ambos mundos. Como ya ha hecho costumbre, en El Ruiseñor, el Amor y la Muerte “Protoplasman” experimenta, expande su propia paleta, busca otros universos, con la tranquilidad y la libertad que otorga trabajar en su propio estudio, el Luzbola donde se grabó, mezcló y masterizó el disco. Por eso el disfrute no de buscar las marcas de identidad de lo conocido, lo ricotero, sino más bien lo contrario, la exploración de un artista que dijo ser menos que su reputación, pero en rigor hoy está más allá de ella. Dicho de modo menos elegante: el Indio hace lo que se le canta, bienvenido sea.

Los amantes del entrelíneas –o no tan entre líneas– encontrarán en las letras de El ruiseñor... más de una referencia a sucesos recientes, incluso con una literalidad no tan frecuente (“Los muertos sin alma me quieren juzgar a mí / la moda les sopla qué cosa penar, son así”, en “La moda no es vanguardia”). La recurrencia de la temática de la mortalidad realimentará también las cuestiones sobre su estado de salud. Pero quedarse en eso no le hace justicia a un disco que invita a otras apreciaciones, búsquedas menos evidentes. Es por demás interesante el juego que plantea “El callejón de los milagros”: el tipo lógicamente asociado con los encuentros multitudinarios y la magnética presencia al centro del escenario consigue recrear en el estudio la atmósfera de aquellos pubs primigenios, y por añadidura monta su voz a la de un coro que la anonimiza, un colectivo contagioso que canta la letra de principio a fin y donde la impronta de Solari solo aparece en cosas como la frase “Lo que te huele con su hocico negro / es el pichicho de la ley”.

Si en algún momento se le criticó al Indio parecer enfocado más en la búsqueda de texturas sonoras que en el alma de la canción, el quinto disco tiene más de lo segundo que de lo primero. Buena prueba es la que da título al álbum, donde la base de la batería de Martín Carrizo y Fernando Nalé suena a batería y bajo humanos, y las guitarras proporcionan el tapiz para que el cantor confiese que “Ya no puedo bailar el ritual simple y gris de un soñador” y recomiende “Buscá tu cura y no la ingenua salvación”. En un álbum que no elude la manipulación de ceros y unos ni el brote energético rockero, hay sin embargo un sólido anclaje en el formato canción. Y en ese rubro, varios momentos muy disfrutables: vale prestar atención a los punteos de viola en la midtempo “El martillo de las brujas (malleus maleficarum)”, la delicada “La moda no es vanguardia”, el clima oriental de “Canción para un terrorista bosnio” o “El tío Alberto en el día de la bicicleta”, donde la voz del Indio aparece en un tono reposado casi desconocido en él. Y entre ellas, sobre todo, el luminoso contrapunto entre piano y voz de “Ostende Hotel”, uno de los puntos más altos del disco.

Para encender los corazones rockeros, en tanto, El ruiseñor... ofrece pasajes de alto octanaje, en la apertura de “Pinturas de guerra” y el cierre de “El que la seca la llena”, pasando por la demoledora “Strangerdanger” o “A bailar que no hay infierno”, ahora sí con el espíritu de Patricio Rey desde el título, la fibra rockera... y el saxo de Sergio Colombo a la Dawi. Presentada junto a un libro con fotos de aquellos que alimentaron culturalmente al protagonista –de Dylan, Bergman y Burroughs a Floreal Ruiz, Tom Petty y Evita, y sus propios padres en tapa–, esta nueva colección del Indio apela sin embargo a la inspiración propia antes que al mero cóctel de influencias. Y entonces se puede dar por terminada la espera. Con una sonrisa satisfecha.