-- Cuidado, no sea cosa que se le queme el alma -- me advirtió José Rubén Lo Fiego (foto), el principal torturador de compañeras y compañeros revolucionarios de los años setenta, imputado de 69 homicidios, en la primera entrevista que tuvimos a fines de 1996. “Desaparecidos, desocupados”, fue nuestro libro, fruto de haber leído los entonces 49 cuerpos de la causa 47.913, la denominada “Causa Feced”, cuyos resultados publicamos por primera vez en Rosario/12, en el número que coincidió con los veinte años del inicio del terrorismo de estado. Lo Fiego no solamente estaba en libertad sino que había ascendido y era responsable, entre otras cosas, de darle seguridad a las hinchadas de Central y Ñuls durante los clásicos. Era entonces el subjefe de operaciones y tenía su oficina en diagonal al Auschwitz rosarino que lo tuvo como protagonista. Su lugar en la entonces jefatura de policía era el subsuelo de la esquina de Santa Fe y Moreno, justo en el otro extremo del servicio de informaciones donde torturaba, pegaba y luego se enjuagaba la sangre de sus manos y redactaba los partes que por cuadruplicado iban al Segundo Cuerpo de Ejército. Ese lugar de carne quemada por la picana era la ochava de San Lorenzo y Dorrego. No había celulares, así que concerté la entrevista por teléfono. Tenía que ir, crudo, solo, a su encuentro. Uno de mis mejores amigos me esperaba en la esquina de Santa Fe y Dorrego. Era la única seguridad que tenía. Hubo dos encuentros más. Quería saber dos cosas básicas: destino de los chicos secuestrados y de los cuerpos de las desaparecidas y los desaparecidos. Él estaba convencido de lo que hizo. Pero sostenía que faltaban otras imputaciones, no solamente fueron policías los que torturaron, mataron y violaron. Había militares e integrantes de fuerzas federales que muchos años después comenzaron a desfilar por los juicios, ganados por la formidable tarea de todas y cada una de las organizaciones de derechos humanos, de todas y todos y de cada una y cada uno de los sobrevivientes.

Horacio Verbitsky había hablado con Scilingo y explicaba que lo hacía por una cuestión pedagógica: hay que saber por qué torturaban, hay que saber por qué hicieron lo que hicieron. Sentía eso. Pero no solamente eso. Durante noches enteras no pude dormir. Vomitaba y cada vez que llegaba a la radio o a casa era como si emergiera de un túnel oscuro, lejos de la realidad. Alguna vez, cuando nació mi segunda hija, recibí una amenaza por correo electrónico que parecía tener la perversión de la mente de Lo Fiego. Nunca lo pude comprobar.

Ahora que leo la entrevista publicada ayer por este diario a Claudio Lo Fiego (ver nota relacionada abajo), la necesaria construcción del sentido sobre la cabeza de esta gente, comprendo el fenomenal valor de las declaraciones del hermano de Lo Fiego y su necesidad de decir que él no le dijo una sola palabra sobre los nazis.

Lo Fiego no fue uno más: “yo no era un vulgar matasiete”, me dijo recordando frases de “El Matadero”, de Esteban Echeverría. No solamente por su ferocidad y sadismo con la picana y manos, sino porque era la “racionalidad” de Feced, como bien describió una sobreviviente que todavía sigue militando por una Argentina con igualdad.

Pasan los años y sigo buscando la palabra de estos asesinos y sus familiares. Ellos tienen claves que todavía no aparecen en los juicios y son vitales para saber quiénes le pagaban sobresueldo, a quiénes les siguieron haciendo favores dentro de las fábricas y cómo jugaban los nichos corruptos y asesinos de las fuerzas armadas y de seguridad hasta muy crecida la democracia. Hasta caminé entre tumbas en tierras indagando por el presunto cadáver de Feced.

Por eso es imprescindible cuidar a los trabajadores de prensa, son los que siempre preguntarán y encontrarán respuestas que, de alguna forma, completarán el sentido del presente.

 

* Periodista, escritor, investigador y actual diputado provincial por el Frente Social y Popular.