“La locura es solo una manera de enfermar”, escribe Alejandra Slutzky en el epílogo de Ana alumbrada. Militancia, amor y locura en los 60 (Deixis), un libro excepcional con el que cuestiona el estigma de la locura que padeció su madre Ana Svensson, militante política que se entrenó en Cuba en 1967, adonde viajó junto con su pareja Samuel “Samy” Slutzky y sus dos hijos: Alejandra y Mariano. Ana, una mujer que vivía con plena libertad su sexualidad –“era una suerte de hippie avant la lettre”–, fue juzgada por sus propios compañeros durante la experiencia cubana por haber tenido un affaire con “Humberto, el cordobés”. Hubo, incluso, quienes propusieron el fusilamiento de los dos. Ana, humillada y expulsada del grupo, se separó de su marido y viajó a México con sus hijos chiquitos. Cuando volvió al país, sufrió los primeros episodios de paranoia y fue internada en un psiquiátrico, donde comenzaron a tratarla con electroshocks. El escritor Julio Cortázar fue el único y más fiel amigo de Ana. Le escribió cartas, le envió tarjetas, paquetes de libros y realizó transferencias de dinero, a partir de 1976, que permitieron trasladarla del Moyano a una clínica privada.
Sacar de las sombras del olvido a su madre –una búsqueda tan íntima como política– implicó para Alejandra iluminar la historia de otros militantes que fueron internados en hospitales neuropsiquiátricos durante la dictadura cívico-militar. Ana alumbrada, el libro que se viene presentando en múltiples espacios (ver aparte), es “la historia de una mujer militante, apasionada, declarada loca y enloquecida en los psiquiátricos durante la dictadura argentina por ser diferente”, como lo plantea la autora. Slutzky, exiliada desde 1977 en Holanda, publicó en 2003 De Stilte (El Silencio), en la editorial holandesa Meulenhoff. El libro es un recorrido por la historia de su familia paterna, que salió con los progroms en Rusia, pasando por su padre Samuel, detenido-desaparecido desde el 21 de junio de 1977, hasta que ella se exilia junto con su hermano en Holanda. “El libro se llama así por el silencio que hubo sobre todo la noche que secuestraron a mi papá. Había un silencio horroroso en toda la calle. Ni los perros ladraban. Y había tanto para decir, había tantos gritos y tantos llantos y tantas palabras que se deberían haber dicho y no se dijeron… Mi papá estuvo en La Cacha; ahora no hay nada ahí”, cuenta Alejandra en la entrevista con PáginaI12.
–En la búsqueda que hace para rescatar a su madre del olvido, quizá la pregunta por lo que pasó en Cuba ayuda a responder en parte qué pasó con Ana, ¿no?
–Yo creo que tiene que ver con la perseverancia de querer encontrar porque hacía años que le preguntaba a compañeros que habían estado en Cuba qué había pasado, porque había un antes y un después de Cuba. Antes tenía la idea de que estaba sana, que estaba todo bien. Después ella salió mal. Hacía mucho tiempo que preguntaba lo que había pasado y nadie sabía. Hasta que casi de casualidad me encontré en París con Laura Alcoba, porque había leído Los pasajeros del Anna C y me parecía muy similar a lo que había vivido. Como no tengo recuerdo en imágenes de Cuba –tenía tres años y medio cuando llegué– pero sí sensaciones en el cuerpo, reconocía cosas de la historia que escribió. Me encontré con Laura para hablar del libro y ella me empezó a contar sobre su papá y ahí me di cuenta de que los padres de Laura estuvieron al mismo tiempo que los míos en Cuba. Que Laura nació allá cuando yo estaba acompañando a mis padres. Laura me conectó con su papá Daniel y con otro compañero, Ricardo Rodrigo, y me contaron toda la historia de lo que había pasado. Yo trato de contextualizar en el libro la vida de Ana; era una época en la que ocurrían un montón de cosas en muy poco tiempo en el mundo. En Cuba en ese momento había compañeros de distintos países que iban a entrenarse para responder al llamado de reforzar la lucha del Che en Bolivia. Mi papá fue con su célula, con su responsable y con mi mamá; él fue con los varones a Pinar del Río a entrenarse en el monte y a mi mamá la pusieron en tareas de cuidado. Pero ella no iba para eso, no iba para cocinar o trabajar como enfermera en un hospital. Ella quería ir al monte junto con mi papá. No sólo ella, todas las compañeras querían ir al monte. En algún momento, el affaire que tuvo mi madre saltó y eso lo tomaron para silenciar el debate sobre si las mujeres debían ir o no al monte. Le hicieron un juicio entre los compañeros; decidieron separarla del grupo –no sabían que ella tenía a los niñitos, a nosotros, mi hermano y yo– y con esa decisión terminaron el debate sobre si las mujeres debían ir al monte.
–¿Por qué un grupo de militantes que se entrenaba en Cuba para cambiar la sociedad terminó cayendo en la trampa de la moral burguesa?
–Yo creo que tenemos que tener cuidado de juzgar ahora los hechos de entonces. Revolucionar una sociedad política y socialmente es muy difícil; pero más difícil aun es cambiar la cultura. La revolución cultural es mucho más lenta, necesita más tiempo, porque se trata de cambiar lo que tiene la gente adentro de la cabeza, muchas veces de manera inconsciente. En los años 60, estaban intentando hacer la revolución política y social y el machismo estaba en un cuarto plano; algún día lo tratarían. Ellos querían construir el hombre nuevo, pero era un hombre machirulo y viejo. Una compañera militante del Partido Comunista, una señora grande, me decía que leyó mi libro y le daba bronca. Me dijo que mi libro la interpelaba y la ayudaba a repensar cómo se trató a la mujer militante en los años 60 y 70.
–¿Qué conclusiones pudo hacer respecto de la cantidad de casos, como el de su madre, de personas internadas en el Moyano y en el Borda durante los años de la dictadura?
–Yo hice una investigación paralela; en ciertos momentos me encontré con tantos casos dudosos, que aparte de la historia de mi mamá empecé literalmente a leer cientos de historias clínicas. Y para leerlas hay que poder leer entrelíneas el contexto político y social. Muchas veces me encontré con historias clínicas muy genéricas y que tenían los mismos diagnósticos: esquizofrenia o epilepsia. ¿No puede ser que haya tanta gente con epilepsia? Entonces una médica me explicó que si tomaban demasiado de tal o cual medicina podían tener síntomas de esquizofrenia o de epilepsia. Ante todo había mala praxis; pero al analizar más en profundidad noté que había casos de personas que habían pasado por los campos de concentración y los llevaban al Borda o al Moyano. Si buscás por la vía oficial en el archivo central, no vas a encontrar mucho porque no están las historias clínicas y para pedirlas tenés que ser un familiar directo. Los archivos que yo fui encontrando no estaban en el archivo central, estaban en otros servicios del hospital. Yo busqué historias clínicas de personas que fueron injustamente encerradas en estos hospitales. Mi conclusión es que hubo una sistematización, tal vez geográfica, de llevar gente secuestrada en los centros clandestinos a estos hospitales y hacerlos desaparecer con vida. El estigma de la locura es tan fuerte que cuando un familiar se enteraba que estaban en un hospital psiquiátrico no querían saber nada más de esa persona. Nadie quiere tener un loco en su familia; es como si temieran contagiarse. El estigma de la locura es tan fuerte que era inteligente hacer desparecer ahí, porque una vez que una persona traspasaba el muro del Borda o del Moyano, nadie reclamaba por ella. Pasás el muro del Borda y chau; nadie más te busca. Los hospitales deberían abrir los archivos antiguos; fui a clínicas psiquiátricas donde digitalizaron todo y dicen que los archivos de papel ya no están. Yo creo que sí están, que están en algún galpón, en algún lugar guardados. La búsqueda de archivos es complicada, pero se pueden encontrar con mucho esfuerzo.
–Entre las cuestiones que no “cierran” aparece el tema de cuándo Ana conoció a Julio Cortázar. Usted cree que fue en el viaje a Cuba, en el 67, que ella quizá se hizo una escapada hasta la Casa de las Américas y se lo cruzó…
–No tengo certeza de cuándo se conocieron. Me escribí con Aurora Bernárdez, la primera viuda de Cortázar que ya falleció, pero ella no tenía idea. Tampoco tenía cartas. Una amiga de mi mamá, Mirta Molinero, me contó que cuando ellas eran jóvenes leían y recitaban los libros de Cortázar. Y que mi mamá era una gran fanática de él. Me imagino en su lugar. Si estoy en La Habana y mi escritor favorito también está en La Habana, y además me tienen haciendo cosas que no quiero hacer, agarro y me voy a ver a mi escritor preferido. Me imagino que pudo hacerse una escapada y que ahí lo conoció. Si esto fue así, a sus compañeros no les debe haber gustado que mi madre decidiera por sí sola y no se mantuviera dentro de la disciplina militante. Una mujer así me gusta. Yo la prefiero así a una persona obediente.
–En el libro aparecen algunas de las cartas que le mandó Cortázar a su mamá. ¿Por qué no incluyó las cartas de su mamá al escritor, excepto un brevísimo fragmento de una en la que ella le dice “espero prontísimo tu cálida palabra para que sirva a mi’fresco amanecer’”?
–Las cartas de mi mamá son muy íntimas, ella le habla muy cariñosamente, como si fuera un amor epistolar y que algún día se van a encontrar de nuevo; esas ideas románticas que no creo que él las respondiera. Pero como ella estaba hospitalizada sola, en una situación horrible, se agarraba de esas cartas… No las quise publicar porque son muy íntimas. Hasta ahí llego; publicar sus sentimientos me parece demasiado. Todos tenemos un lugar secreto, un cuarto propio. Las cartas de Cortázar a mi mamá son también muy cariñosas, pero son de interés público y fueron publicadas en Facebook. En estos días estuve pensando mucho sobre la locura… Yo tuve una charla muy linda hace poco con Nora Cortiñas, que me va acompañar en una de las tantas presentaciones que estoy haciendo del libro, y a las madres también les decían “locas”. ¡Pero eran las más cuerdas de todas! Espero contribuir un poco a la desmanicomialización de la sociedad. En el taller de arte del Borda vi unas cosas bellísimas y me quedé pensando que tal vez por eso están ahí, porque son personas sensibles que no aguantan la locura de la calle.
–¿Qué recuerdos tiene de la voz de su mamá antes y después de Cuba? ¿Cómo era la voz de Ana?
–No me acuerdo de su voz… pero tengo el sentimiento de que me gustaba su voz. Ella siempre me cantaba y creo que canto como ella por la manera de entonar. Cuando oigo cantar a mi hija, a quien también le gusta cantar, lo hace de la misma manera. Sí me acuerdo que a mi mamá le decían que desafinaba. Yo desafino cuando canto y mi hija también. El papá de mis hijos es pianista, muy educado en la música, muy afinado, y me acuerdo que me decía: “No cantes, cantás mal”. Entonces dejé de cantar durante años. Cuando me separé, una vez me puse a cantar en castellano “Volver a los diecisiete”. Me grabé para escucharme y no sonaba desafinado. Entonces volví a cantar y superé el trauma de cantar desafinado (risas). Pero los recuerdos en los que aparece mi madre no tienen sonido.
–¿Por qué se exiliaron con su hermano en Holanda?
–En el 77 lo mataron al hermano de mi mamá, Dicky (Ricardo Andrés Svensson) y el otro hermano, Gustavo, ya se había ido del país a Brasil. Mi mamá estaba internada en el Moyano. Después secuestraron a mi tío paterno (Daniel Slutzky) y lo secuestraron a mi papá de nuestra casa. Mis abuelos maternos y paternos estaban todos muertos. Susana, la pareja de mi papá, tenía familia exiliada en Holanda y fuimos para allá. En Holanda vivimos primero en un campamento de refugiados, después Susana consiguió una casita y ella hizo pareja con un argentino refugiado. No nos fue bien; un día llegamos de la escuela y nos esperaba una trabajadora social a mi hermano y a mí y nos dijo que nos teníamos que ir a vivir a otro lugar. Yo tenía 15 años y mi hermano 14. Fuimos un tiempito a vivir a la casa de la mamá de Susana, y a los 16 me fui a vivir sola. Yo estaba feliz de la vida de no depender de los adultos. Yo me sentía un paquetito bajo el brazo de los adultos, que no se fijaban qué pasaba con nosotros. Mi mamá murió el 2 de julio de 1982; pero yo me enteré unos meses después, cuando me escribió mi tía abuela Paula para avisarme que había fallecido.
–¿En qué cree que se parece a su mamá?
–Me parezco en varias cosas, la que más me gusta es que soy medio rebelde. No soy soldado; puedo seguir órdenes tranquilamente, pero tengo que estar de acuerdo. Si no estoy de acuerdo, no me la banco mucho. Me parezco también en la libertad interna que ella sentía como mujer: yo sigo mis convicciones y no me interesan lo que dicen los otros.