“Voy apurado recorriendo el Monumental, buscando a ese que prometió hacerme pasar a la platea. Sé que espero a alguien más y me inquieta pensar en como pasa el tiempo, se acerca la hora del partido y no encuentro a esa persona. Estoy adentro del club y bajo el anillo, en uno de los pasillos, veo a una orquesta que descansa, sus músicos están relajados y con las corbatas desanudadas. Fuman, conversan, parece que han tocado ya o que lo van a hacer pronto.
En mi trayecto febril, reconozco a bastante gente que se cruzan a mi paso, a pesar de conocerlos bien no quiero pedirles nada, ni de pasar a la platea ni demostrarles mi dificultad (el orgullo se deja sentir).
Se escuchan los ecos de las tribunas, la fiesta popular, se acerca la hora del partido y yo sigo afuera, encima esperando a no sé quién...
En eso estoy, cuando por el playón de la ‘San Martín’, veo llegar al que espero: Es mi viejo. Viene acelerado, ansioso como siempre lo hacía los días de partidos. De la mano trae a dos pibitos. Aún no me ve. Uno de los pibes lleva una camiseta de Argentina, el otro un piloto claro, color crema, exacto al que mi viejo mismo lleva puesto. Una réplica pero en pequeño, que mi viejo mismo hace notar cuando me descubre, con esa sorna turra y olmédica, pícaramente.
Voy a su encuentro, le explico que aún no encontré al que estoy buscando para pasar “de garrón” por supuesto a la platea. Siento profunda emoción al verlo y él, igual que yo, somos de llorar hasta en sueños. Está muy chupado y con la barba crecida, cómo en sus últimos días de hospital y entonces pienso en el tiempo que hacía que no nos veíamos, sabiendo que el muy cabrón, no habría querido dejarse nunca ver así por nadie. Ese orgullo…
De repente veo que en una de sus manos lleva un par de latas de pintura, se sienta sobre una de ellas comenzando a llorar sentidamente. Aunque ignoro la razón, sospecho algunas en segundos, que van desde la culpa de verse así tan maltrecho, o de llevar tarde a sus pibes a la cancha y sin la seguridad de entrar. Pasando por las broncas con varias de sus amistades, que se comprometieron en situaciones similares en los estadios por su carácter venal y más allá. Y la razón de la emoción lógica, de que nos estemos reencontrando y allí: justamente en el gran Monumental...
Lo abrazo fuerte y lloro yo también, somos de llorar hasta en sueños, en medio de los rezagados que se aprestan a subir los escalones que llevan a la platea, y de esos otros que campanean para encontrar a su conocido habitual que les dé chapa...
No sé cómo, pero no me extraña que enseguida estemos adentro del campo de juego. Ni platea ni popular: adentro del mismísimo verde césped del ‘gayinero’, dando los cuatro una especie de vuelta olímpica, recorrida por la pista ante la multitud y sus trapos colgantes. Resalta uno con la cara del “Anyulin” y otro muy raro, con colores negro y amarillo y que no alcanzo a leer bien de letras rojas...
También vemos caras conocidas en las plateas cercanas, que nos miran con alegría y aprobación, todo es muy rápido y delicioso, cómo de pibe en aquella calesita...
Hasta que llegamos al sector central, en la misma línea del medio campo... es ahí cuando todo se acaba y me despierto.”
Nota del autor: Las cenizas de mi padre que trabajaba de pintor, se encuentran en la raya central del campo del estadio Monumental. Labruna (Anyulín), el ídolo de él. El amarillo y negro quizá sean los colores suplentes del Zaragoza, ciudad en la que vivía al momento de soñar. Nunca pagaba para entrar a la cancha y no fue barra brava.