Las ausencias nunca serán “normales”, aunque los huérfanos del mundo tengan que lidiar con los que no están. En junio de 1981, un niño escribe una carta a sus abuelos paternos para manifestarles su amor, con letra grande y torpe, faltas de ortografía por doquier y dibujos de corazones y elefantitos con gorra que andan en monopatín en medio de una jungla de flores gigantes. “Pueden estar seguros de que, cuando mueran, pensaré en ustedes tristemente, toda mi vida. Aun cuando mi propia vida se acabe, mis hijos los habrán conocido. Incluso los hijos de ellos los conocerán cuando yo esté en la tumba. Para mí, ustedes serán mis dioses, mis dioses adorados que velarán por mí, sólo por mí. Pensaré: mis dioses me abrigan, puedo quedarme en el infierno o en el paraíso”. La abuela Idesa murió en Auschwitz a los 28 años, probablemente en marzo de 1943. El abuelo Mates sobrevivió un poco más, quizá hasta 1944. “¿Qué se me habrá dicho –o no se me habrá dicho– para que redactara semejante testamento a los casi 8 años de edad? ¿Vocación de historiador o resignación de un niño abrumado por el deber de transmitir”, se pregunta el historiador y escritor francés Iván Jablonka en la introducción de Historia de los abuelos que no tuve (Libros del Zorzal), magnífica “biografía familiar” de un nieto que intenta reconstruir la vida de sus abuelos, esos jóvenes que cuando estaban vivos ya eran “invisibles” y la “Historia los ha pulverizado”. Jablonka investigó en archivos, conoció a testigos, viajó a Polonia, Israel, Argentina –dos hermanos de Mates emigraron a Buenos Aires, antes de la Segunda Guerra Mundial– y Estados Unidos.
Invitado por el Instituto Francés en Argentina y el Centro Franco Argentino, el historiador y escritor francés anticipó en la entrevista con PáginaI12 algunas cuestiones centrales de Laëtitia ou la fin des hommes (Laëtitia o el fin de los hombres), que será publicado por Libros del Zorzal este año, “biografía novelada” de Laëtitia Perrais, una joven de 18 años asesinada en 2011 en Francia; libro que obtuvo recientemente el Premio Medicis de novela. “Mientras estaba viva, Laëtitia Perrais no suscitó el interés de ningún periodista, de ningún investigador, de ningún político. ¿Por qué dedicarle hoy un libro? Curioso destino el de esta transeúnte fugazmente famosa. A ojos de todos, nació en el instante en el que murió. Quisiera demostrar que un hecho policial puede ser analizado como un objeto de historia. Un hecho policial jamás es un mero ‘hecho’, y tampoco tiene nada de ‘policial’. Por el contrario, el caso Laëtitia oculta una profundidad humana y cierto estado de la sociedad: familias dislocadas, sufrimientos infantiles mudos, jóvenes que ingresan demasiado pronto en la vida activa, y también el país a comienzos del siglo XXI, la Francia de la pobreza, de las zonas periurbanas, de las desigualdades sociales”, advierte el historiador. “Cuando Laëtitia tenía tres años, su padre violó a su madre; luego, su padre adoptivo abusó de su hermana; ella misma no vivió más que dieciocho años. Estos dramas nos recuerdan que vivimos en un mundo donde se insulta, se acosa, se golpea, se viola y se mata a las mujeres. Un mundo donde las mujeres no terminan de ser sujetos de pleno derecho. Un mundo donde las víctimas responden a la saña y a los golpes mediante un silencio resignado. Un fenómeno a puertas cerradas, tras el cual siempre mueren las mismas”.
Como lector, Jablonka revela que lee a aquellos escritores cuya literatura elucidan “nuestro mundo”, como Javier Cercas, Svetlana Alexievich, Georges Perec, Alexander Solyenitzin, Primo Levi y Jack London, entre tantos otros. En la edición de Historia de los abuelos que no tuve se incluyen fotos de Idesa y Mates. “Las fotos son pocas y las conozco muy bien. Para mí hay un contraste trágico entre las cuatro o cinco fotos que tenemos de mis abuelos y las millones de fotos que se postean en Facebook. De un lado muy poco, del otro demasiado. Las fotos de mis abuelos me conmueven”, confiesa el historiador y escritor en la entrevista con PáginaI12.
–En uno de los capítulos del libro afirma que es historiador para “reparar el mundo”. ¿En qué sentido Historia de los abuelos que no tuve repara el mundo?
–Mis abuelos están ausentes y antes de escribir el libro no había quedado nada de ellos. Esta situación de vacío se explica por numerosos factores. La razón más evidente es que fueron destruidos por un genocidio, que no solamente mataba sino que también borraba el recuerdo de esas vidas. Mis abuelos eran personas de origen muy modesto y no tuvieron acceso ni a la escritura ni a la palabra pública. Otro factor es que atravesaron muchos países y el exilio en cierta manera los hizo invisibles. Por todas estas razones mis abuelos desaparecieron completamente de la historia, fueron pulverizados. Hacer la biografía de dos desconocidos era poner palabras en lugar del silencio. Reparar el mundo es también contar la vida de dos jóvenes que fueron asesinados en la flor de la edad. Mi proyecto consiste en poner palabras en el silencio, destruir la indiferencia y hacer justicia para dos jóvenes asesinados. Más allá de este proyecto familiar, hay también una reflexión acerca de todos nuestros fantasmas.
–¿Cree que era inevitable que sus abuelos fueran comunistas por el contexto en el que se formaron?
–En la Polonia de los años 20 y 30 el Partido Comunista era el único partido que no era antisemita, además de los partidos judíos. Para un joven que quería cambiar el mundo y quería escapar del antisemitismo, el comunismo era una vía natural. Ignoro si ellos sabían lo que hacía Stalin en el mismo momento. Mis abuelos se hicieron comunistas a principios de los años 30 y cuando uno mira la cronología de los totalitarismos europeos se ve que cronológicamente Stalin es el primer criminal, Hitler ni siquiera estaba en el poder en esa época. Lo que me hace decir que mis abuelos vivieron entre dos totalitarismos: el primero los manipuló, el segundo los destruyó.
–Hay una cuestión muy interesante en el tratamiento de la historia que tiene que ver con la narración que hace cuando su abuela Idesa cruza la frontera de Polonia, y atraviesa otras fronteras hasta que llega a París en abril de 1938. Usted escribe que ella sueña y sonríe, “yo la hago sonreír”. ¿De qué modo opera lo literario en el texto?
–Para contestar tu pregunta tengo que hacer una distinción entre literatura y ficción. Hoy uno de los problemas es la confusión completa entre tres términos: literatura, novela y ficción. En el libro hay lo que llamo “ficciones de método”. La ficción de método es una ficción que sirve al razonamiento histórico con hipótesis. El último capítulo en mi libro ocurre en Auschwitz y hago varias hipótesis para saber cómo murió mi abuelo; son ficciones que están modeladas en el ámbito de lo posible, por los archivos y por nuestro conocimiento. No estoy diciendo que mi abuelo fue raptado por extraterrestres, sino que mi abuelo quizá murió por enfermedades, por una ejecución individual, en una ejecución de masas, en la rebelión del Sonderkommando o se suicidó; estas ficciones se integran a los razonamientos históricos. La literatura es una construcción narrativa, un trabajo sobre la lengua, un cierto ritmo, una cierta atmósfera. ¿Qué objeto escribí? ¿Un libro de historia? ¿Un libro de sociología? ¿Un kaddish? ¿Una biografía? ¿Una autobiografía? ¿Una investigación? ¿Un trabajo literario? Es todo eso al mismo tiempo y esa indeterminación es la que determina la literatura.
–¿Por qué hacia el final del libro confiesa que no experimenta ninguna satisfacción: “No sé nada de sus muertes ni sé gran cosa de sus vidas”?
–La tentativa de escribir una biografía de mis abuelos sólo podría ser un fracaso. No se resucita a los muertos, no se los puede conocer, solamente se puede producir conocimiento sobre ellos, que es lo que intenté hacer. La fosa que tenía frente a mí no intenté llenarla con tierra. Al contrario: intenté cavarla. Hacer un libro así no era para consolarse, sino para mirar de frente la tragedia del siglo XX.
–Sus abuelos fueron detenidos el 25 de febrero de 1943; su padre no tiene ningún recuerdo y usted cree que “o no vio nada, o vio todo y lo reprimió”. ¿Considera que en Francia se hizo una profunda revisión de las complicidades y silencios respecto del nazismo?
–Sin duda que sí. Hace treinta o cuarenta años la mitología era “todos fuimos resistentes”. Hoy la reflexión está mucho más matizada: hubo resistentes, hubo quienes esperaron, y hubo colaboracionistas. Pero para mostrarte la complejidad de la cuestión, te voy a dar vuelta la pregunta hacia la Argentina: ¿En qué media la sociedad argentina, al final de los años 70, se reconocía en la dictadura? Es una pregunta complicada, que puede ser hasta chocante, pero creo que hay que hacerla. Mis abuelos fueron a Francia porque era el país de los derechos humanos, además era uno de los raros países donde las fronteras estaban abiertas, pero es probable que Francia fuera para ellos una etapa en el camino hacia Argentina.
Aunque entiende algo de español, de las pocas palabras que puede pronunciar aprendió una de las más imperiosas en estos tiempos: “Ni-u-na-me-nos”, deletrea Jablonka despacio, como uniéndose al coro de voces que reclaman justicia y piden por el fin de la violencia machista. “La palabra femicidio es muy rara en francés. Lo que me llamó la atención cuando llegué acá es que para los argentinos es muy usual”, comenta el historiador.
–En Laëtitia o el fin de los hombres cuenta el femicidio de una joven francesa, que tenía 18 años y trabajaba de mesera en un restorán. ¿Escribir sobre Laëtitia también fue una forma de reparar el mundo?
–Sí, pero el contexto no es el mismo. Mis abuelos vivieron en el siglo XX, Laëtitia en el siglo XXI. Mis abuelos escribían cartas y Laëtitia tenía una cuenta de Facebook. El proyecto es el mismo: contar la vida de las víctimas para que esas víctimas no cuenten únicamente por su muerte sino por sus vidas. En ambos casos es más una investigación sobre la vida que una investigación criminal. Las preguntas son las mismas: en el primer caso ¿cómo dos jóvenes fueron destruidos en tiempos de guerra?, ¿cómo una joven fue destruida en tiempos de paz?
–Escribir sobre Laëtitia quizá lo llevó a confrontarse con el machismo. Dentro del femicidio de Laëtitia se desprende otro caso: la imputación hacia el padre adoptivo de la víctima por haber violado a Jessica, la hermana de Laëtitia. La reacción machista de la familia es culpar a Jessica y defender al abusador. ¿Cómo vivió el descubrimiento de estas circunstancias?
–En el momento del juicio comprendí cómo había sido la vida de Laëtitia, que atravesó todo el espectro de las violencias masculinas: su padre violó a su madre, su padre adoptivo abusó de su hermana y Laëtitia fue asesinada a los 18 años por un hombre. Laëtitia fue víctima y testigo de todas estas violencias. La pregunta que me hice es cómo una joven fue maltratada, fragilizada y destruida en una sociedad rica y democrática como la nuestra. Me di cuenta de que es una historia que va mucho más allá de Francia; la historia de Laëtitia se parece a la historia de Lucía (Pérez) de Mar del Plata. Me parece una misión de servicio público contar la vida de estas jóvenes.
–Laëtitia Perrais no tiene una página en Wikipedia, pero sí la tiene su asesino Tony Meilhon. ¿Por qué la vida de estas mujeres importa tan poco?
–Hay una fascinación por el crimen y los criminales, como si los criminales fueran estrellas del mal, y digo estrellas en un sentido hollywoodense. Esta es una idea que nos viene del romanticismo, es como si el que mata fuera superior a los demás. Por mi parte y por razones de mi historia personal, no siento ninguna fascinación por los criminales. Toda mi fascinación, toda mi ternura, va hacia los ausentes, a todas las Laëtitias y todas las Lucías que no les importaron a nadie, salvo cuando fueron masacradas por hombres. A nadie le importó Laëtitia durante su vida y me pone contento que a través de mi libro ella sea importante para mucha gente.
–¿Por qué se llama Laëtitia o el fin de los hombres?
–El crimen de Laëtitia es tan horrible que la impresión es que toda una sociedad desaparece, que todos nuestros valores se van al demonio. Supongo que es lo mismo que los argentinos sintieron con el femicidio de Lucía: es tan horroroso que es el fin del mundo. Laëtitia fue víctima de los hombres y los hombres que están en este libro son hombres cuya masculinidad rima con agresividad y violencia. El fin de los hombres es el fin de esos hombres, de esa masculinidad. Laëtitia fue golpeada, apuñalada y ahorcada. Y acto seguido su cuerpo fue cortado y escondido en dos estanques diferentes… De ahí el fin de los hombres.
La ficha
Ivan Jablonka (París, 1973) cuenta que está escribiendo un librito sobre su infancia porque en Laëtitia o el fin de los hombres dijo “Laëtitia soy yo”. “Muchos me dijeron que me había copiado de (Gustave) Flaubert –bromea el historiador y escritor–. Lo que me pasó es que me reconocí en una parte de la infancia de Laëtitia, no porque haya tenido una infancia infeliz, pero por razón de mi historia familiar estuve muy tempranamente confrontado a la violencia y a la muerte. En ese sentido, Laëtitia soy yo”. Formado en la Escuela Normal Superior de París, Jablonka se doctoró en Historia en 2004 bajo la dirección de Alain Corbin y de Jean-Noël Luc, en la Sorbonne. Desde 2013 es profesor titular en la Universidad París 13. Es uno de los fundadores y directores de redacción de la revista en línea La Vie des Idées y en 2013 creó la colección de libros del mismo nombre, publicada por Presses Universitaires de France. Es autor de La Historia es una literatura contemporánea. Manifiesto para las ciencias sociales, La integración de los jóvenes. Un modelo francés y Las verdades inconfesables de Jean Genet, entre otros títulos.