Se lo advirtieron: si aspiraba a un puesto de categoría debía someterse a una dieta estricta, eliminar quince kilos, sin más vueltas. La imagen es esencial, le dijeron, y ella mansamente, resignada y triste, aceptó abandonar las medialunas con dulce de leche, los espaguetis con tuco, los flanes con doble porción de crema y todas esas exquisiteces que la acercaban a la felicidad, a ese sobrepeso que ahora le jugaba en contra. Cuestión de marketing, insistieron. Ella lo aceptó, convencida de que lo hacían por su bien. No obstante, tuvo momentos de incertidumbre: invariablemente pensaba en esa otra mujer de voz chillona y muecas irónicas que, recién incorporada en la Empresa, deambulaba por los pasillos sin preocuparse por los kilos de más que cargaba. Tampoco al gurú de la Compañía parecía preocuparle su abdomen abultado y menos aún su cabello, rabiosamente teñido de negro azabache. Decidió que la señora obesa y el señor teñido eran excepciones que confirmaban la regla: el mejor equipo de los últimos cincuenta años cumplía al pie de la letra con las exigencias del marketing: sometidos a largas horas de gimnasio habían logrado la imagen que ahora le reclamaban a ella. La imagen, insistían, es esencial: debemos vender, y un vendedor gordo difícilmente logrará su propósito. 

Fueron meses angustiantes, pero la dieta, el gimnasio, las clases de teatro, las lecciones de comportamiento social y las sesiones de fonoaudiología rindieron sus frutos: aquella mujer rolliza quedó en el pasado, ahora era una joven esbelta, gentil y recatada, algunos la compararon con Heidi de los Alpes, otros con el Hada Buena del Bosque. Su nuevo papel la obligó a ser cortés y simpática, construyendo sonrisas sutiles fue escalando posiciones: ocupó la jefatura de distintos Departamentos hasta que finalmente se puso al frente de la principal Sucursal de la Empresa. Aquella vez, aún lo recuerda, soltaron globos celebratorios, entonaron canciones alegres e, incluso, ensayaron algunos pasos de baile. En rigor de verdad, el mejor equipo de los últimos cincuenta años era torpe para la danza, pero eso a ella no le importó: no se habían unido para bailar sino para vender. 

Muy pronto advirtió que el papel de Heidi de los Alpes o de Hada Buena del Bosque encajaba perfectamente para sus propósitos mercantiles. Demostró ser una eficaz dirigente: cauta, precisa y cariñosa. Su perfil en la Empresa crecía sin cesar. Hubo quienes consideraban que bien podría ser la persona adecuada para reemplazar al Director General, en caso de que los accionistas no lo reeligieran. Ella negaba esa posibilidad, decía que el actual Director General era irremplazable, aunque secretamente se veía portando el bastón de mando: perder esos kilos y aguantar las tediosas lecciones de teatro ofrecían buenos dividendos. Era feliz.

Pero no todos fueron días de vino y rosas. Cierta tarde descubrió un informe confidencial, sin firma pero redactado por algún integrante del mejor equipo de los últimos cincuenta años, elogiaba su manera de conducir aunque, a la hora de valorar su condición personal, la tildaba de plebeya. Tenía razón, era duro admitirlo, pero tenía razón: ella no había estudiado en colegios exclusivos y excluyentes, y sus padres lejos estaban de integrar el estrecho y selecto grupo de familias poderosas del país. La indignación la fortaleció: les demostraría que no sólo era buena para bajar de peso y construir sonrisas piadosas. Esbozó una sonrisa, en este caso nada piadosa, y se dispuso a esperar el momento adecuado. Llegó por donde menos lo imaginara: el personal docente de la Sucursal amenazaba con ir a la huelga si no les pagaban los salarios que ella misma les había prometido. “Los docentes tienen vocación de conflicto”, señaló con gesto adusto y completó: “Esta sucursal no soporta más la improvisación y el atajo de las avivadas”. Supo que había movido la ficha correcta: Heidi de los Alpes y el Hada Buena del Bosque quedaron atrás, ahora la verían como la Dama de Hierro, rígida e inclaudicable, igual que su admirada Margaret Thatcher. Lanzada al ruedo, decidió ir por más: en una reunión con los accionistas de la Empresa, a la hora de hablar de maestros y de universidades, se dispuso a cifrar una frase superior a “caer en la escuela pública”, que pronunciara el Director General. Construyó el gesto apropiado (no habían sido vanas las clases de teatro), ajustó el timbre de voz adecuado (habían sido eficaces las sesiones de fonoaudiología) y con la más dulce de sus sonrisas, proclamó: “Todos los que estamos aquí sabemos que nadie que nace en la pobreza en la Argentina llega a la universidad”. 

El equipo más importante de los últimos cincuenta años compartía secretamente ese concepto, pero era un error hacerlo público. El énfasis le jugó sucio: donde pensaba cosechar elogios recogió reproches. Las redes desbordaron de burla e indignación, ni siquiera los miles de falsos trolls de que se nutre la Empresa lograron mitigar su grosería. Para colmo, un periodista impertinente puso al descubierto uno de sus secretos mejor guardados: demostró que el Hada Buena del Bosque había utilizado a los pobres que jamás llegarían a la universidad para atribuirles falsas donaciones en su Sucursal. Se trataba de una mera copia de lo que hiciera el Director General dos años antes, ni siquiera había sido original. Por eso ahora se la ve tan compungida, ha desterrado a la Dama de Hierro e intenta vestir otra vez los trajes de Heidi de los Alpes o de Hada Buena del Bosque, pero sabe que eso no será suficiente: teme que en las próximas elecciones, los accionistas no la reelijan para que continúe a cargo de la principal Sucursal, y menos aún que la propongan para reemplazar al Director General, acaso la destinen a un puesto menor en donde no haya que cuidar la imagen ni preocuparse por el marketing, le queda un solo consuelo: podrá volver a las medialunas con dulce de leche, a los espaguetis con tuco y a los flanes con doble porción de crema. No todo está perdido.