El muro de Donald dejará de ser una promesa electoral o un dibujito animado en HD –como alguno que puede verse en Internet– para transformarse en una política de gobierno. Trump, el presidente electo de Estados Unidos, ratificó su voluntad de levantarlo después de la noche de Reyes. De ese anuncio esperable se desprenden dos cuestiones diferentes a doce días del cambio de mando. Que no está tan claro con qué dinero se financiará de movida esa obra medieval y cómo se la cobrarán a México, el vecino damnificado. En principio, el partido Republicano apelaría a una ley firmada por el ex presidente George W. Bush en 2006 que lo autorizaba bajo el eufemismo de “barrera física”. La otra situación que le resta originalidad a la propuesta del próximo mandatario del país más poderoso del planeta, es que en la frontera sur ya existen unos 1100 kilómetros de muros y vallas. Le restarían unos 2100 más siempre que no decida levantar una muralla uniforme a lo largo de los 3.200 kilómetros que lo separan de México. Justo sobre el extenso territorio donde EE.UU. le arrebató a su vecino 2.263.866 kilómetros cuadrados después de distintas invasiones y guerras en el siglo XIX.
Si hay algo que no puede reprochársele al futuro presidente es que no avisó lo que iba a hacer. Es más, el periodista Javier del Pino en el diario El Mundo de España, nos recuerda un antecedente de esa manía por levantar muros que tiene el empresario republicano. Escribe el colega: “A Trump le molestaba no haber podido conseguir ese pequeño pedazo de tierra. A quien está acostumbrado a ganar le irrita perder. Una mañana, los Milne descubrieron que Trump había ordenado construir una valla en torno a su propiedad para que no pudiera verse desde el campo de golf. Y unos días después recibieron una factura en el correo. Trump les exigía que pagaran ellos la construcción del muro”. La anécdota remite a un episodio que ocurrió en Escocia en 2012, cuando el bueno de Donald sitió a una pareja de vecinos que no le habían querido vender su propiedad para armar su Green repleto de hoyos. Y eso que Mary, su madre, se llamaba MacLeod y había nacido en la tierra del buen whisky y el kilt, esa pollera cuadrillé tan típica de los escoceses.
La connotación de rechazo por un semejante es la misma entre aquel episodio y la idea de repetirlo a gran escala contra México. Pero del pequeño murito de Escocia a uno de 3.200 kilómetros, cambiarán radicalmente las con- secuencias políticas, económicas, sociales y ambientales. A Trump parece no importarle el costo –se estima en hasta 10 mil millones de dólares– ni las derivaciones que tendría en las relaciones exteriores de su gobierno. Está más cerca de la política del Gran garrote del ex presidente Theodore Roosevelt que de la llamada política de Buena Vecindad que desarrolló el otro Roosevelt, Franklin, entre 1933 y 1945.
Las consecuencias ya son estimadas por especialistas: el muro pondría en juego la vida de miles de personas. A las que ya se perdieron (unas 8.000) desde que se levantaron distintos tipos de vallas, se agregarían más. Está probado que tampoco funcionaron esos pedazos de concreto contra el narcotráfico. Las mafias los evitaron arrojando las drogas en Estados Unidos con drones o simples catapultas, incluso pasándolas por túneles.
En el plano humanitario, la frontera amurallada y las restricciones que Trump ya anunció para desalentar la migración mejicana –aumentar el precio de las visas, por ejemplo– generaría efectos demoledores para las familias hispanas que viven a ambos lados del río Grande o Bravo (en México se lo conoce con el segundo nombre también). Pero además, este curso de agua y la fauna que vive de su ecosistema experimentarían cambios más bruscos de los que han sufrido hasta ahora. Las inundaciones han sido un problema desde que se fue acumulando el agua en zonas próximas a los pedazos de vallado que se construyeron en los estados de California, Arizona y Nuevo México. No así en Texas, donde a Trump le restaría levantar la mayor parte del muro que planea.
El presidente electo escribió en twitter el día de Reyes: “Los medios deshonestos no informan que cualquier dinero gastado en la construcción del Gran Muro (en aras de la rapidez) será pagado por México más tarde”. Su ex jefa de campaña Kellyanne Conway –quien continuará cerca del magnate como asesora presidencial en la Casa Blanca– desalentó cualquier especulación sobre quién pagará la cuenta del hormigón o el cemento. “Sugerir que está rompiendo su promesa electoral no es cierto. Va a construir el muro y México va a pagarlo, eso no ha cambiado”, declaró. El presidente Enrique Peña Nieto, pese a que recibió a Trump en agosto pasado y luego se arrepintió de hacerlo, rechazó que su país vaya a poner un centavo.
Por lo pronto, los republicanos se están moviendo para tener la ley de su parte, que bien podría ser la de gastos generales del gobierno. Esperan contar con esos fondos para abril. Entonces, los contribuyentes de Estados Unidos pagarían con sus impuestos lo que Trump después intentaría cobrarle al gobierno de México o a los mexicanos. El partido que ahora volverá a la Casa Blanca tras dos mandatos sucesivos de Barack Obama no quiere pagar el costo político completo por el levantamiento del muro. Por eso desempolvó en estos días una noticia de hace más de diez años: que el presidente saliente y la ex candidata Hillary Clinton votaron a favor del presupuesto para un muro más corto cuando eran senadores. Quieren hacer saber que Trump nunca estuvo solo en esta idea de blindar la frontera.
En septiembre de 2006, la Cámara de Representantes aprobó la ley llamada Cerca de Seguridad propuesta por el congresista republicano Peter King. Días después pasó al Senado donde Obama –quien representaba al estado de Illinois–, como Hillary que lo hacía por Nueva York, votaron también a favor. Con el valor agregado de que fueron dos de los 26 demócratas que avalaron la construcción del muro mientras 17 se oponían.