En algún lado se sabe, pensó después, pero uno elige no enterarse. Hay algo que empuja  a caminar en un sentido sabiendo que después habrá que desandar  los pasos. Como si algo no debiera ocurrir pero al mismo tiempo sí debe. Pasar por ahí para llegar a otro lugar que sí es el lugar.

Así pasó con ella. La conoció en un viaje de reconciliación con su mujer. Compartían las excursiones, algunos paseos. Él la miraba de lejos: era una potranca. Así le puso de sobrenombre. La Potranca. La Potri, abreviando y haciéndolo más cariñoso. A los pocos días todo el grupo la estaba llamando así. Era salvaje, medio torpe, todo lo hacía con una energía desmedida. A los saltos, con alegría. Con esa cosa plena de encarar la vida sin domesticación. Además de eso, tenía buenas ancas, era musculosa y de piernas largas. Solo le faltaba relinchar. Y él se la imaginó en la cama haciéndolo. A partir de ahí no paró de pensar en ella. Se acostaba con su mujer pero tenía sexo con la Potri. Se bañaba con su mujer pero enjabonaba las caderas de la Potri. Su mujer se convirtió en una especie de chaperona. Cuando lo pensaba se sentía culpable. Pero era lo que sentía.

Cuando terminó el viaje todo volvió a la normalidad. Lo cotidiano, las complicaciones, la rutina, las decepciones. La separación. En esos años, que fueron cuatro, él se había acordado varias veces de la Potri, sobre todo cuando no podía entusiasmarse en el sexo con su mujer. La Potri llegaba desde no sabía dónde, lo levantaba en el aire, cabalgaba con él, y ahí sí la cosa salvaje funcionaba. Pero cuando abría los ojos y veía la cara medio ausente de su mujer, la caída dolía el doble.

Después de separarse esperó un tiempo, se organizó, y un día decidió buscarla. No fue fácil, pero lo que cuesta vale se dijo y la siguió buscando. Cuando al final la llamó por teléfono, por primera vez, se dio cuenta de que su voz era la misma, medio atropellada, rebalsada de risas. Salvaje. Quedaron en encontrarse en un bar de la calle Córdoba y él se apuró para estar media hora antes. Para verla llegar, para prepararse y moderar su cara de necesidad. Y la vio. Y llegó. Desde lejos nomás se la seguía viendo como a una potranca. Sus piernas largas, sus rodillas demasiado levantadas al caminar, como si fuera al tranco y no caminando. El pelo oscuro pero reflejando al sol en su brillo, recogido en una cola de caballo, que se iba deshaciendo con la violencia del andar, cayendo en mechas desordenas y medio indómitas alrededor de su cara. Tal como una crin saludable de una pura raza. Se alegró, no se había equivocado: era la misma de siempre. Al acercarse terminó de asegurarlo cuando en la sonrisa amplia que le regaló le mostró una dentadura blanca, enorme. Equina.

No tuvo que esperar demasiado para compartir la cama y hacer realidad aquella fantasía repetida. Era verdad, era así nomás: bravía, desbocada, indomable. Y prefería montar y no ser montada, pero a él no le importó porque eso hacía posible el regalo final: ella relinchaba.

Con los días fue descubriendo cosas nuevas. Ciertas desapariciones, ausencias. Algunos desplantes. No sin palabras, sin embargo, porque ella le había aclarado que no quería compromisos de ningún tipo, que no estaba de acuerdo con convivencias, contratos y permanencias. Y él la dejaba decir, hacer. Y pensaba: como buena potranca medio salvaje todavía se resiste, pero ya la voy a domar, ya llegará el tiempo en que coma de mi mano. Y esperaba.

A veces se cansaba de esperar e iniciaba algún reclamo. Alguna perorata sobre el amor, la entrega, y todas esas cosas que se esgrimen cuando uno intenta obtener título de propiedad. Y lo hacía más por estrategia hedonista que amorosa. Se había dado cuenta de que cuando él más exigía ella más rebelde se plantaba. Esas noches relinchaba con más potencia. Lo cabalgaba frenéticamente, le clavaba sus uñas-pezuñas en la espalda y le dejaba unas gotitas de sangre en una de sus orejas, como de mordisco. Después de aquellos encuentros él se preguntaba de qué raza sería ella, tal vez de qué especie –-tanta fiereza a veces demostraba-- como para no aflojar ni un poquito a la domesticación.   Pero las olas de la pasión eran tan profundas que paraba sus preguntas allí nomás, y se decía que el tiempo domestica todo. Nada se resiste a su golpe inevitable. La vida capitula ante su paso, sin otra posibilidad.

Cuando llegó el Inspector Garcia, medio asqueado por lo que vio, se fue al patio, y después de una tos espesa que no podía ocultar el estado de su EPOC, escupió el chicle en el piso; le pidió a su ayudante que revisara la computadora del muerto, el celular, la agenda, o lo que carajo usara, para ubicar nombres y lugares que pudieran coincidir con gente a la que le gustara jugar “rudo” en la cama. Y cuando dijo rudo, le hizo un guiño al pibe, al estilo Humphrey Bogart. Al comisario le encantaban las películas americanas antiguas.

Más tarde la Fiscal, sin despegar la vista del cadáver pensó que pocas veces había visto partes cercenadas de esa manera. Se agachó para mirar de cerca pero, la cantidad de sangre que inundaba la pelvis del muerto le impidió distinguir el posible origen de los cortes - y ahí se preguntó en silencio cuánto tiempo iba a pasar, después de esto, para poder volver a ver a su marido desnudo. Se dio vuelta, mareada, le pidió al secretario que ni bien llegara el perito le avisara, y que buscara reportes o denuncias sobre animales salvajes sueltos en la ciudad. No sé, llame al Zoológico o a la Municipalidad.

Y alguien, bastante lejos de ahí, pensaba en los serios problemas que puede traer confundirse con las especies de los animales salvajes.

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