Hay dos clases de comedias. Están aquellas –la mayoría– que trabajan sobre la suposición de que la comedia es un género con un canon de hierro, una caja de herramientas que permite armar, como un Rasti, una nueva comedia igual a su modelo. Están las otras, las menos, cuyos realizadores han adivinado que la comedia no es un género sino un modo de mirar. A través de ella sus guionistas y realizadores, que suelen ser la misma persona, ven el mundo y ven su mundo. Estas son siempre comedias en primera persona, en las que el autor habla de sí mismo a través de otros, en lenguaje comedia. A un corpus privilegiado en el que cabría mencionar los nombres de Billy Wilder, Carlos Schlieper, Woody Allen, Judd Apatow y Daniel Burman (privilegiado en tanto en él la singularidad de la primera persona subvierte la impersonalidad genérica) se añade El amor menos pensado, ópera prima del productor Juan Vera, en la que Ricardo Darín y Mercedes Morán componen a una pareja de su edad. La edad de Vera.
En términos genéricos debería inscribirse a El amor menos pensado dentro de una serie de comedias clásicas de Hollywood, de los años 30 y 40, a las que el estudioso Stanley Cavell llamó “comedias de rematrimonio”. En ellas (entre otras La pícara puritana, 1937; ¿Qué sabes tú de amor?, 1942; La costilla de Adán, 1949) un matrimonio experimentaba una crisis, se separaba, probaba con otras parejas y terminaba reuniéndose. Los protagonistas de aquellas películas no tenían apremios económicos. Tampoco los tienen Marcos (Ricardo Darín, con todas las canas y toda la barba) y Ana (una Mercedes Morán algo más rubiona que lo habitual). Marcos es profesor de literatura y está bastante harto de serlo. Ana trabaja en marketing, pero no se la cree del todo. Tienen un hijo, Lucio, que se va al exterior con una beca durante medio año. Como suele suceder, Marcos lo extraña y a Ana se le parte el alma. Nido vacío: angustia de Ana, sensación de vacío, depresión, replanteo y en medio de eso, de pronto, ella y Marcos, que parecerían tal para cual, descubren que ya no se aman.
Escrita por Vera a cuatro manos con Daniel Cúparo, en El amor menos pensado –que según acaba de conocerse tendrá a su cargo la inauguración de la próxima edición del Festival de San Sebastián– todo está construido primorosamente. El interior del amplio departamento de los protagonistas “habla”, como debe ser. Una espada colgada en la pared tal vez sea una representación de lo masculino, tal vez del lugar que Marcos ocupa en la pareja o quizá de la ligazón entre ambos, más fuerte que cualquier intento de arrancarla. Antes que personajes con sus particularidades, los protagonistas funcionan como arquetipos. Arquetipos de una cierta clase media porteña, ilustrada, viajada, bien instalada, con un gusto lo suficientemente cultivado como para discutir las diferencias entre las empanadas salteñas y las tucumanas, o si corresponde que una empanada sea caprese o no. Alrededor de ellos, personajes que son un poco como ellos y a la vez funcionan como espejos que los reflejan o refractan. El mejor amigo de Marcos, Edi (el humorista Luis Rubio, excelente) tiene una bella esposa psicóloga (Claudia Fontán) a la que engaña con una amante desde hace años. Algo que ella también hizo y que Marcos jamás haría.
Cuando Marcos y Ana se hayan separado y prueben con otrxs candidatxs, oscilarán entre las zonas de confort y la tentación del salto al vacío, tan propia del género. La opción más razonable está representada por Anselmo, jefe de Ana (magnífico Jean Pierre Noher), un tipo totalmente a contrapierna del estereotipo, y Celia, alumna de Marcos, que está lejos de la típica alumna encantada (Andrea Pietra). La más loca, una cita de Marcos por Tinder (espectacular Andrea Politti) y un vendedor de perfumes eróticos (Juan Minujín, confirmando por enésima vez su notable timing para la comedia). Ambos dan lugar a escenas que en 9 de 10 comedias argentinas caerían en un grotesco de vergüenza ajena, y que aquí son excéntricas y tiernas a la vez. Amigos y parientes, indica el canon genérico: a Claudia Lapacó como mamá de Ana y Norman Briski como el de Marcos, se les obsequian sendas escenas muy graciosas (algo neurótica la de Briski).
Hay en El amor menos pensado una fluidez, una elegancia, un timing y un pulimento de los diálogos absolutamente inusuales para el estándar nacional. Además de un elenco en el que todos lucen sueltos. Darín y Morán, excelentes ambos, no necesariamente tocan su cuerda más frecuente. Sobre todo Morán, a quien antes de El amor menos pensado hubiera sido difícil imaginar tan entregada como con los exóticos perfumes de Minujín. El amor menos pensado tiene, sí, un problemita: su duración, no sólo excesiva para el canon-comedia (135 minutos), sino que ese exceso se siente. Ganas de decir muchas cosas, seguramente. Falta de distancia con una película quizá veladamente confesional, tal vez. O una suerte de bandera verde bajada por las comedias de Apatow, que duran esto y más. Aunque en ese caso no se siente.