Sin casualidad después de un hecho violento y extraordinario, en el que participa un niño y/o un adolescente, ciertos sectores políticos se prepararan nuevamente a iniciar la guerra contra los niños pobres. Poco importan, hasta ese momento, los niños y niñas como noticia, aunque en cantidades padezcan enfermedades, frío, hambre o que con sus pequeños cuerpos sufran la violencia pública o privada en calles, cárceles o comisarías. Afirma el historiador de la Universidad de Paris, Robert Muchembled, que los jovencísimos culpables de homicidio, que casi siempre constituyen una minoría, se vuelven casos extraordinariamente mediáticos porque reafirman la percepción popular sobre la delincuencia juvenil. Así, como la inmediatez de la información no requiere profundidad analítica, la discusión nunca supera la barrera de la banalidad en torno a la peligrosidad, perversión, maldad de ciertos “jóvenes pobres”. Por eso, entre comentarios temerarios y audaces se va produciendo el mito monstruoso del joven delincuente. Estas formas de pensar, de hablar, de dividir y clasificar, permiten identificar lo que se quiere quitar o “extirpar” del cuerpo social. En el camino de su propia desgracia hasta se logra convencer a los portadores de dichas etiquetas de su maldad esencial y de la realidad de tales afirmaciones. En esta coyuntura social de extrema complejidad resulta en definitiva inútil analizar el impulso reformista –baja de la edad– para cumplir las promesas de otorgar a los niños, niñas y adolescentes similares derechos penales que los adultos cuando a esos niños y a esas niñas, como decía Sartre, aún sin haber conocido el paraíso, los expulsaron de su infancia. Detrás de los ideales garantistas y la humanización del castigo subyace una discusión ideológica y política que nunca parece querer desarrollarse. Semejante naturalización no deja de ser causal porque desde el nacimiento de los Estados Modernos, tanto los jóvenes como los enfermos mentales y las mujeres han sido las principales excepciones de sus sistemas punitivos como sujetos de construcción y “ocupación”. En síntesis, es necesario cuestionar duramente las falacias dicotómicas baja o no de la edad de responsabilidad penal. En primer lugar, porque los graves problemas sociales, la delincuencia infanto juvenil lo es, no se resuelve con la apelación a soluciones mágicas punitivas que se desconecten de las desigualdades sociales profundas que las provocan. En segundo lugar, porque ninguno de los actores políticos que reclaman la baja de la edad han mencionado un programa/proyecto que se aparte de la política criminal cosmética que ve al delito y al delincuente como defectos que causan problemas. En tercer lugar, porque las relaciones complejas que existen entre la justicia penal juvenil, los sistemas asistenciales, el gobierno local, la escuela y la familia, forman parte de un proceso generalmente circular en el que el abandono estatal puede tener como correlato la peligrosidad. En cuarto lugar, porque los problemas complejos requieren intervenciones que se aparten de la simplificación/naturalización de los problemas como si todo fuese reducible a un cómic en cual es necesaria la intervención de los superhéroes para defender a los buenos ciudadanos de los predadores sociales. En quinto lugar, cómo se actúa y se ha actuado después de producidas las desagradables consecuencias, no existe camino políticamente más elusivo que hablar con violencia contra la violencia apelando a los sentimientos sociales más arcaicos para que se instale la idea de que los buenos fines pueden alcanzarse por cualquier medio. En sexto lugar, porque como consecuencia de la improvisación e ineficacia de los planes de seguridad llevados adelante por casi todos los gobiernos provinciales se apuesta a continuar con la aplicación de los planes de política criminal del sentido común: leyes, jueces/zas, fiscales dura/os, más policías, cámaras de seguridad, lucha contra la delincuencia infanto juvenil, más policías, más cárceles, etcétera.
* Profesor de Criminología y Defensor General de Santa Fe.