Dos veces. La primera vez tenía 18 años y cuando me hice el test de embarazo entré en un estado de confusión importante. ¿Ser madre? ¿Viviendo con mi madre? Recién empezaba a estudiar cine, no tenía pareja estable ni trabajo. ¿Abortar? Me costaba pensar en esa decisión. Por suerte tengo una madre que tiene los ovarios más grandes que el Congreso de la Nación y fue ella quien, muy suavemente, me fue templando para que pueda hacerlo estando completamente segura de mi decisión. Del aborto en sí qué decir: un consultorio en un piso cheto de Palermo con secretaria y todo, mis amigas que me acompañaron, anestesia general, despertarme con los cachetazos de alguien desconocido y que me expulsen del consultorio una vez terminada la intervención como si tuviera lepra. Mi vieja esperó todo el tiempo en un bar a media cuadra, ahora me pregunto qué sentiría en esa espera, que difícil debe haber sido para ella que también quedó embarazada muy jovencita, casi niña, sobre el final de la dictadura. ¿Qué posibilidades tuvo ella de decidir su embarazo y convertirse en madre a los 17 años? Creo que pocas o nulas. Además del miedo a la clandestinidad es el silencio y la soledad en que debemos atravesar un aborto lo que lo hace doloroso y angustiante, la maldición de no poder nombrarlo. Ese silencio que es parte de la construcción del miedo, de las complicidades e hipocresías que aceitan los engranajes del patriarcado marcándonos el cuerpo y el deseo desde que somos muy niñas.
La segunda vez fue muy diferente. Yo estaba en pareja, enamorada, vivíamos juntos. Algún cálculo salió mal y otro test positivo. Esta vez como la cáscara de la culpa ya la tenía más digerida, con menos complejos, tomamos la decisión. Sabíamos muy bien que éramos unxs guachines con laburos ultra precarios y, lo más importante, no había ningún deseo de criar niñxs, corría el año 2001. La intervención también fue muy distinta, salvo la parte del consultorio cheto en Palermo. El médico nos recibió unos días antes para explicarnos todo el procedimiento, nos dio un montón de información y con mi pareja nos sentimos contenidxs y empoderadxs. Tuvimos suerte y, sobre todo, dinero para pagarlo.
No siento en absoluto que haber abortado me haya traumado, ni nada parecido, volvería a tomar la misma decisión. Yo tuve los recursos materiales para abortar sin poner en riesgo mi salud o mi vida, miles de mujeres no tienen esta misma suerte, sí, suerte, porque en el capitalismo patriarcal nuestras vidas son parte de una gran ruleta en la que a veces te toca comer, a veces te toca vivir y a veces no. Así la maternidad se convierte en un castigo para las mujeres y, como todo castigo, cumple un rol aleccionador. Pero si hay algo que te salva de las sombras del patriarcado son las redes sororas. Porque si hay algo profundamente subversivo en esta ola del feminismo es la reapropiación de nuestro deseo.
Loreley Unamuno: Realizadora audiovisual y codirectora del documental Mujeres de la mina.