La viajera de los jardines naturales lleva un herbario sin clasificar, lo hará más tarde o lo harán otrxs, ella no tiene tiempo para el papel manteca, tiene que ir tras especies nuevas. El olor de las plantas gira clorofila en su bolsillo, selva prensada, mientras se trepa y recorre rutas bisoñas. Ynes tiene cincuenta y cinco años y descubrió hace muy poco que es botanista aficionada; el tiempo que le queda de vida lo vivirá verde, tan verde como luce Jane Fonda fotografiada por Horst para la Vogue de 1959. Y fue ese mismo tiempo el que convirtió a esta mexicana estadounidense (hija de un diplomático mexicano que nació en Georgetown, Washington D.C.) en una de las exploradoras más importante de su época no solo por la cantidad de especímenes que coleccionó sino por los miles de kilómetros que recorrió para encontrarlos. La cifra recolectada supera los ciento cincuenta mil (más de quinientas eran plantas nuevas, desconocidas, y algunas como Mimosa mexiae, llevan hoy su nombre). Una infancia turbulenta, dos matrimonios (viuda primero y divorciada después) y un cumpleaños de cincuenta en San Francisco como trabajadora social resumen la vida previa a los años de color secundario que muchxs creen primario. El azul y el amarillo combinados para producir la sabiduría de la ecuanimidad, la esperanza y la resurrección dice Theroux cuando habla de la mecha de la naturaleza aunque parece estar hablando de la vida de Ynes. Un biógrafo que ignora serlo, no es el único. Con el humo de las velas sopladas en el aire se sumó a una expedición dirigida por un paleontólogo de Berkeley y se inscribió a un curso sobre plantas con flores en Pacific Grove. Faltaba muy poco para que hiciera su primer viaje de exploración botánica junto a Roxana Ferris (la herbaria de Stanford). Pero Ynes no duró mucho unida al grupo académico ni a su mentora, un resbalón por una ladera y una prisa ciclópea la decidió a viajar sola durante más de dos años y medio por todo México. Sudamérica la estaba esperando. Una canoa y el Amazonas (desde su delta y hasta Los Andes) hicieron el resto o empezaron a hacerlo en el entreacto de una vida –cuando unos meses son una vida– compartida con los Araguarunas. Otras adelantadas etnobotánicas a las que el dinero familiar y el destino les habían abierto las puertas de los bosques decidieron pintar en lugar de recolectar, fueron muchas, nombramos a dos: Margaret Mee y Anna Worsley Russell, la dibujante de hongos (hay más de setecientos dibujos suyos en el Museo Británico). Ynes apenas dibujaba, le gustaba descubrir y coleccionar el ramillete del vendaval y hundirse hasta las rodillas en el barro para que después sus presas, como las viejas carpas de un estanque familiar o el lagarto entre las sombras de Marianne Moore, vivieran su nervadura lisa, cadáveres de colores errabundos, en una ventana con fondo invisible. Cuadernos de campo, cartas, artículos y un herbario minucioso que reconstruyó y armó Bracie (Nina Floy Bracelin) alimentan museos con palma de cera, quina o quinaquina, hierbas que solían enlazarse al suelo, líquenes, leguminosas y fanerógamas y son parte de su legado sáfico que la estremece pálida como la hierba. Pálida pero distinguidamente verde como lucía polvera mediante, el poeta de La tierra baldía.
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