El hombre, de barba casi blanca y muy larga, recoge algunas cosas antes de dejar la casa. Luego sale y cierra la puerta con llave, aunque reconoce que se trata de una costumbre innecesaria. “Solamente tengo libros y nadie roba libros. Ojalá los robaran”, dice. Enseguida cuenta la historia de un hombre que olvidó tres diccionarios en la puerta de su casa y que al volver apurado, temiendo que alguien pudiera habérselos llevado, encontró cuatro diccionarios en lugar de tres. El chiste disfrazado de anécdota con el que Carmen Guarini decide abrir su documental Ata tu arado a una estrella, cumple además con el objetivo de funcionar como carta de presentación perfecta para el utopista empedernido que protagoniza la película. Se trata de Fernando Birri, cineasta argentino, padre del Nuevo Cine Latinoamericano, fundador de la mítica escuela de cine de Santa Fe y de la Escuela de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba.
La primera mitad de Ata tu arado a una estrella está construida con material de archivo. Una especie de “detrás de cámara” que la propia Guarini rodó en 1998 siguiendo a Birri, quien entonces filmaba un documental para la televisión de Leipzig, en el que intentaba mensurar el estado de las utopías a treinta años de la muerte del Che Guevara. En esas imágenes se ve a un Birri ya grande pero de espíritu todavía joven, dialogando sobre el tema con figuras de la talla de Ernesto Sabato, León Ferrari, Eduardo Galeano y Osvaldo Bayer. Algunos de esos diálogos, reproducidos de forma muy parcial en la película, consiguen de todas formas ser significativos, en tanto tuvieron lugar en una Argentina que marchaba con decisión a la mayor crisis de su Historia moderna, la que comenzó en diciembre de 2001. “Hoy palabras como utopía, amor, revolución o solidaridad son completamente demodé, están fuera de onda”, dice Birri en alguna de esas charlas y su voz suena profética.
El recorrido que traza el relato de Guarini hace una parada intermedia en la escuela de San Antonio de los Baños, donde Birri es venerado. En ese itinerario por las instalaciones, la directora se detiene un rato largo ante la vista que le entrega la ventana de la que fuera la oficina de Birri durante su gestión al frente de la institución. En off, una voz femenina con acento cubano sostiene que esa hermosa escena rural a la vera de un arroyo explica por qué un hombre ya grande como Birri había insistido en montar su oficina en el cuarto piso. Lo que esa mujer no tiene forma de saber es que ese paisaje tranquilamente podría ser una postal santafecina, de su querido pueblo de Rincón, donde veinte años antes el propio Birri imaginó para sí mismo un sepelio festivo y surrealista, en el que sus amigos y una murga acompañarían sus cenizas hasta el río Uguajay. Una conexión que el propio cineasta parece confirmar cuando en una escena rodada poco antes de su muerte, ocurrida el 27 de diciembre de 2017, hable de sus exilios y del dolor de estar lejos.
El tramo final de la película transcurre en Roma, ciudad donde Birri pasó sus últimos años: ahí Guarini tiene la última charla con el protagonista de su película. “Soy una fantasmagoría y ustedes me están reconstruyendo”, dice Birri. “Me alegra que crean que estoy con ustedes, pero cuando se vayan me encierro en mi cuarto y desaparezco”. Justo antes el viejo director jugaba en cámara con el muñeco mecánico de un fantasmita bailarín: son detalles como ese los que confirman el buen ojo de Guarini. Esa idea en torno de la ausencia se complementa con las imágenes que el propio Birri toma de su casa con una camarita GoPro que le deja Guarini. En ellas muestra los objetos, los muebles y las plantas que ocupan cada espacio pero él, más allá de algún dedo fantasmal que cada tanto se cuela en el cuadro, jamás aparece.
Solo al final, en unas escenas captadas desde un extremo contrapicado, Birri se filma a sí mismo deambulando por la casa, como un espíritu que revisa que todo haya quedado en orden justo antes de partir. Y después la película termina. Curiosamente la muerte de Birri ocurrió apenas un mes después de que Ata tu arado a una estrella tuviera su estreno mundial casi en simultaneo en los festivales de cine de Mar del Plata y La Habana. En el recorrido que la película traza, Guarini consigue darle forma a este modesto pero emotivo retrato de un hombre obsesionado con las utopías, que soñaba con un mundo en el que la gente ojalá robara libros.