El formato del making-of suele estar pautado por los condicionamientos del marketing y los tiempos y la estética del registro audiovisual más estandarizado, aunque a lo largo de la historia del cine se han producido varias y notables excepciones. Años luz pertenece a esta última raza: ni sus tiempos, ni sus planos, ni el énfasis en los pequeños detalles –en algunos casos, microscópicos– del rodaje de un largometraje pertenecen a la categoría del backstage como material extra publicitario. En primer lugar, la idea de la película no surgió en el espacio interior de la producción de Zama –el film de Lucrecia Martel cuyo proceso de filmación es registrado– sino desde el exterior, a partir de un interés personal del documentalista Manuel Abramovich (Soldado, Solar) por la figura de la cineasta salteña y sus métodos creativos. “Hola, Lucrecia. ¿Cómo estás? Me pasó tu contacto una amiga en común. Me gustaría filmar una película en donde vos seas la protagonista”. Así comienza Años luz, con la reproducción de un email que Abramovich le envió a Martel en junio de 2014, un año antes del comienzo del problemático y extenso rodaje de Zama. La respuesta fue un encuentro, un café y la posibilidad de que esa película paralela tomara forma.
Los primeros diez minutos del documental presentan algunos momentos previos al grito de “acción”: la aplicación de un maquillaje especial en uno de los párpados de la actriz catalana Lola Dueñas, la puesta a punto de un traje de época de Don Diego de Zama con las últimas puntadas de una aguja, la discusión sobre qué clase de muebles y espejos deben utilizarse en determinada escena. Luego llegarán los ensayos, las infinitas repeticiones, los cambios de posición de un actor o de una fuente de luz. La cámara de Abramovich no se despega del rostro de Martel, quien a pesar de cierto nerviosismo nunca abandona un tono amable, campechano. La espera antes de la toma es eterna, comparable a la del protagonista de la novela de Di Benedetto, y el avance del rodaje es tan parsimonioso que, por momentos, resulta exasperante. Quizás la magia del cine radique precisamente en eso: la transformación de una suma de errores, fiascos, decepciones y esperas interminables en una narración coherente y estimulante. Algo similar parece decir Abramovich, sin hacerlo nunca frontalmente.
Un avión pasa y deja una estela sonora que hace imposible el rodaje, justo cuando todo estaba listo y a punto. Una llama se mete en el plano –interior día– y el espectador que asiste a esa realidad dentro de la ficción que se está representando se pregunta si fue algo pactado de antemano o el azar hizo que el animal quedara registrado para la posteridad como un actor más (definitivamente histriónico, por otro lado). La sintonía fina de la dirección actoral es puesta de relieve: otra vez, con un poco más de intensidad, sin moverse, con una sonrisa más evidente, mirando hacia el costado. Una y otra vez. Algunos problemas de producción quedan en evidencia gracias a un breve diálogo sobre el presupuesto del film. “Manuel, tenés los días contados”, dice Martel en un momento. Queda implícito que el pacto entre ambos realizadores implicaba la no intromisión del equipo documental en los asuntos del otro grupo. Abramovich opta por una sabia decisión: equipar a la directora con un micrófono corbatero y filmar desde cierta distancia, pasando así lo más desapercibido posible. De allí surge, en parte, el título de la película. Sin embargo, en cierto momento del rodaje el extranjero será expulsado y sólo regresará al set luego de alguna reestructuración. O una nueva alianza no explicitada. Quizás lo más notable de Años luz sea su método, que el director viene afinando y aplicando con variaciones: paciencia, observación, constancia, destilación. El sonido es, nuevamente, tan esencial como la imagen y, junto con su sonidista habitual, Sofía Straface, Abramovich captura fragmentos de audio y los reelabora en la mezcla final, en algunos casos replicando o haciendo las veces de espejo del trabajo sonoro de la propia Zama. “Me gustó mucho tu película”, escribirá luego Martel, al tiempo que vuelve admitir que le incomoda estar todo el tiempo en pantalla y propone algunos cambios. La reticenciap del sujeto no impide que Años luz revele dos o tres pequeños secretos de la directora de La ciénaga, entre ellos los pelos y señales particulares de su obsesión por lograr un equilibrio entre aquello que ocurre delante de la cámara y la forma en la cual eso ocurre. La obsesión de todo cineasta.