Luis Miguel, la serie es una absoluta excentricidad en materia de ficciones televisivas. Es una telenovela pura y dura con una narración temporal no lineal y una realización cinematográfica. ¡Es una supercoproducción entre Netflix y Telemundo! Y su éxito absoluto es tanto o más atípico. El fenómeno “la serie de Luismi” en las redes es comparable a los de Game of Thrones o en su momento Lost. Todo el mundo está hablando de eso y atraviesa múltiples targets: desde el concepto más abstracto de “doña Rosa” hasta el más hipster de la facultad de cine están prendidos a la pantalla queriendo saber con quién se va a quedar Micky, hasta donde podrán llegar la ambición y la maldad de Luisito Rey (el padre) y sobre todo qué pasó con Marcela (la madre). Y mientras la miran van descubriéndose ellos mismos –con mezcla de goce, risa e ironía– como interlocutores válidos de todo eso que propone el paquete conceptual Luismi.
Hay algo en la construcción melodramática, en los personajes rabiosamente arquetípicos, en las canciones, en el tufo ochentoso que todo lo inunda; hay algo en algún lado que interpeló masivamente a la sociedad latinoamericana de una manera transversal como hacía mucho no pasaba con un producto cultural. El exceso, la desmesura y la falta absoluta de prudencia parecen ser comunes denominadores entre estos elementos. Y casualmente son la matriz de las relaciones amorosas que plantean la serie… ¡y las canciones de Luis Miguel!
“El melodrama es lo único invariable en la cultura latinoamericana. Más que un género es la matriz de nuestra identidad. Se adapta: fue profundamente machista pero ahora, con las inquietudes de época, supo revisarse y replantearse. Nada indica que vaya a irse alguna vez”, dice Pablo Alabarces, licenciado en Letras y titular del seminario de Cultura Popular en la carrera de Ciencias de la Comunicación en la UBA.
¿Llegamos realmente al punto en el cual el romanticismo es hype? ¿Cómo es posible si lo meloso y lo cursi son lo contrario a lo cool, término que se define mucho más cómodamente por la negativa, en su ethos, hater y crítico, y sobre todo nunca asumido? Mercedes Liska, etnomusicóloga e investigadora del Conicet, plantea que las series se vuelven una excusa para interactuar y para discutir mil cosas como ésta. “Hoy se pueden ver con cierto distanciamiento y claridad las relaciones tan atravesadas por la cuestión de género que plantea la serie, y creo que eso la volvió relevante. Creo que se está dando una interesante revalorización de la canción romántica por parte de sectores medios y letrados, en general asociados a otro tipo de consumo, justo en un contexto donde se están deconstruyendo esas formas de amor romántico, con toda esa narrativa tortuosa y pasional. Pasa con artistas mujeres también: hoy se reinterpretan canciones románticas de Valeria Lynch como si hubiese sido feminista, pero es la interpretación feminista de hoy. Al haber una distancia sobre esa apreciación del amor, hay como una situación de actuación sobre el amor romántico; esa cosa del exceso, del desagarro, que es tan atrapante y divertida... ¡si no lo vivís!”
Es real que el momento feminista que estamos atravesando habilita un relato como éste. Hay una madre abandónica que despierta solamente piedad y empatía, está la opresión de un macho (en el sentido más arquetípico de la palabra, con su bigote, su acento, su voz) egomaníaco y déspota como causa de las desgracias y frustraciones de todos los personajes de la historia, y tiene a los personajes femeninos ya no como simples víctimas de un destino fatal sino como mujeres poderosas, pensantes y absolutamente necesarias para el equilibrio anímico, económico y vital del personaje principal.
Hay algo raro en el concepto de melodrama biográfico: estamos acostumbrados a un relato audiovisual –más para biopics y obras inspiradas en personas reales– con una obsesiva búsqueda por la multidimensionalidad de los personajes y excesivo cuidado por la sutileza, la ambigüedad y el no caer en absolutimos ni narraciones con frases hechas. Porque así es más parecido a la vida real de personas reales. ¿Acaso no? A sabiendas de que no sólo está basada en hechos reales, sino que su personaje principal es una persona que sigue viva y que autorizó el relato, ver una superproducción de personajes absolutamente predecibles, con todas las aristas puntiagudas del melodrama más clásico y actuaciones tan correspondientes a ese registro que hasta parecen acartonadas y exageradas para el espectador promedio de Netflix, vuelve todo muy confuso y lleva a preguntas sobre “el género” en sus dos concepciones etimológicas más moralizantes y eternamente polémicas. Qué pasa con ese pathos que vuelve loco al espectador joven, progresista y muy educado en sus consumos. Y qué pasa que le gustan las historias de sufrimiento así como le gusta, de alguna manera, sentirse identificado con su tía que escuchaba Luis Miguel allá por los ‘80.
“El problema de contar una vida pública es que uno conoce el final, que suele ser la muerte del protagonista. Así que en el medio tiene que estar el conflicto. La más cercana en el tiempo es la serie de Sandro, pero tenía un problema grave: desaparecía el conflicto. Todo era sobre con quién se encamaba, cuando la historia de Sandro está atravesada por un montón de batallas culturales, políticas y de sexualidad más amplias. En este caso el protagonista no muere, y han cabalgado en varios conflictos. Primero uno que está en la base del psicoanálisis: el padre y la madre, sazonado con el toque de novela negra de dónde estará esta madre. Y encima encarado en un sujeto conocido por todos, objeto de fanatismos, gran vendedor. ¡Es perfecto!”, sigue Alabarces.
El concepto de “distancia” es clave: es un melodrama autoconsciente que usa todos sus recursos sin ironía alguna pero con plena conciencia del mundo en el que está inserto. Tal vez la misma existencia de la serie, y no su contenido, sea un comentario sobre el espectador de series en general, sobre la obsesión con la mímesis de las ficciones actuales (desde el guión, la puesta en escena y lo actoral), sobre la posmodernidad que todo lo absorbe, lo mezcla y lo iguala, y sobre la hoy en día tan polémica “corrección política”.
¿Ese distanciamiento es el famoso consumo irónico? Puede ser, pero depende particularmente de cada espectador, de cómo se posiciona y sobre todo de si cree en concepto tal como el “consumo irónico”. Lo mismo que se debate, hace años, sobre la música de Luismi, y la apropiación de ella por los jóvenes en los últimos años. “Existe el consumo irónico y se aplica a la cultura de masas; cínico o hasta culpable si se quiere. Tiene que ver con el concepto de ‘omnivorismo’: la posiblidad de ciertos sectores sociales de consumir la cultura toda, no solamente la que los distingue como clase. Se demostró que funciona así con la música pero con la televisión todavía hay mucho prejuicio sobre qué es artístico y qué no. Este omnívoro cultural escucha de todo pero todavía pone reparos a lo que mira. Entonces cuando aparecen estos fenómenos de series que ve todo el mundo, hay gente de estos sectores que los ve pero cree hacerlo de una manera distinta. Y es delicado lo que se genera, porque por ejemplo en el mundo de la cumbia el ‘blanqueamiento’ de este producto cultural, su asimilación, se dio por el lado de cosas como Agapornis”, alerta Alabarces.
A Mercedes Liska, mucho más centrada en los aspectos antropológicos del ritual de la música en sí, el de “consumo irónico” le resulta un concepto antipático: “No me siento cómoda con él. La música desde que existe siempre estuvo muy asociada al humor. Muchas veces al consumo irónico se lo define como si los actores populares lo consumieran desde cierto lugar y las clases medias desde otro, con distancia. Pero yo ahí creo que también hay un compromiso porque el humor y el disfrute movilizan realmente a la gente”.
Guido Saa es músico, comunicador social y docente de música en secundarios y terciarios, y tiene una visión empática basada en el reconocimiento. Somos animales de costumbres y –por acción u omisión– nuestro pasado nos define. Culturalmente, más que nada, porque es algo que no se puede elegir. Su visión destaca mucho la autenticidad de Luis Miguel como ícono, lo cual llama la atención siendo abiertamente un intérprete de canciones de otros, algunas ya muy arraigadas a la identidad misma de países enteros. “Desde lo musical, Luis Miguel tiene una actualidad tremenda a nivel musical. Es una parte muy importante de las llamadas ‘identidades narrativas’, repertorio canónico que una generación comparte, de radio y fiestas. Doy clases en un secundario, ahí no lo uso: los pibes de 13 a 17 en general no tienen un interés en escucharlo. Pero en el terciario trabajamos mucho la incidencia de las músicas en otras músicas. Posmodernidad y retromanía. Buscamos artistas que tengan un referente muy claro y declarado del pasado, como Bruno Mars con Michael Jackson y Lionel Ritchie por ejemplo, dos músicos que integran esa suerte de ‘repertorio indiscutible’. Desde los ‘90 no se puede hacer música sin una referencia muy marcada de un pasado bastante inmediato. Hasta Mars Volta con el rock progresivo o Amy Winehouse con el soul. Lo loco es que la vigencia de Luis Miguel es una vigencia real, de estar siempre. En él, ese repertorio consagrado directa o indirectamene siempre está. Como Michael Jackson, como Bowie.”
Hay mucha gente de la generación de hijos de las fans originales que está recuperando a Luis Miguel desde un lugar no irónico. Por su voz, por su fuerza y, culpando al cambio de coyuntura actual, por su sentimiento, que ya quedó demostrado no es cosa ni de mujeres ni de gente mayor. Alexis Turnes Amadeo, productor cultural en la capital provincial, organiza entre otras cosas “La Plata Canta”, donde artistas independientes de géneros de los más diversos homenajean a un artista: primero Cerati, luego Virus y por último Luis Miguel. De alguna manera, el festival revindica que la canción popular es un espírtu más que un género: se hicieron versiones de Luismi desde el folklore y la canción (La Nadia Matilde, Juan Pedro Dolce, Guada Pipuni, Natalia Lucía, Diego Martez, Silvia Gómez), la cumbia villera (Pablo Lima, de Agua Sucia y los Mareados) y el rock (Kubilai Medina, de Mostruo!).
Y así se dio porque a Alexis le llamó la atención, para mal, la recuperación “bizarra” de su obra a partir de la serie.“No seré su primer consumidor, pero Luis Miguel es un artista impresionante y de un gran legado. Entonces me pareció que esa banalización no era justa para él. Con este homenaje busqué revindicar el valor cultural de su obra. Por eso llamamos a artistas que estaban completamente a la altura. Hay cantatutores folklóricos, jóvenes promesas y hasta cumbia villera. No queríamos hacer algo a risa o aprovechar la volteada taquillera sino revindicarlo como cantor popular, tomarlo en serio.”
Nos hacemos cargo del romance cuando ya es demasiado tarde, como pasa con muchas historias de la vida real también. Esa nostalgia por la matriz perdida todavía aparece, bajo capas de neurosis e intelectualidad, en todas las ficciones que interpelan a la gente. La serie de Luis Miguel está entera enmarcada en su figura, mucho más allá de su protagonista –Diego Boneta, un galán transgeneracional tan redondo que no se ve algo así desde la época dorada de Cris Morena–, como producto en sí. La serie entera se hace cargo del lugar conceptual que ocupa Luis Miguel en la actualidad. Y no cae en la tentación (también moralizante) de reconfigurar un género sabidamente conservador según el sentido común de época. De hecho se hace cargo de una manera hiperbólica pero no satírica del machismo (casi caricaturesco), la obsesión por el éxito, la explotación y la ostentación que bien marcaron esa época pero que todavía están, ahora dolorosamente porque se tomó consciencia de su daño. La serie hace por la figura de Luis Miguel como ícono lo que Luis Miguel hizo en su momento con los boleros: apropiarse sin ironía y sin verguenza, tender puentes entre generaciones, recordarle a una sociedad cínica los lineamientos del romanticismo (en el buen y mal sentido) que la forjó.
Es un ejercicio valiente y 100 por ciento conssiente, casi político, plantear un mundo previo a esta deconstrucción en un relato popular. En el afán por generar productos constructivos, muchas veces se tienden a borrar estos traumas pero Luis Miguel, la serie confía en la mirada deconstruida del espectador para que interprete esos hechos. Como Luis Miguel, que nunca cantó en inglés, no implementó la electrónica y continuó con su porte de héroe de antaño, cantándole al amor más conservador y a la pasión como tragedia cuando ya ninguno de sus contemporáneos lo hacía. Porque como dijo Alabarces: es nuestra matriz cultural latinoamericana y siempre van a haber interlocutores. Además, no borrar el conflicto, no sólo de la biografía de Luismi sino ese conflicto mismo que tenemos como consumidores latinoamericanos en el mundo posmoderno, es un gesto de valentía. Y de romanticismo.