En la nueva obra de la directora Beatriz Catani sobre todo está la pampa. No la pampa de hoy, de soja, tractores y tambos industriales, sino la pampa salvaje del siglo XIX, ese espacio narrado por cronistas que no podían dar cuenta de esa extensión interminable de tierra: la de los gauchos, los indios, los expedicionarios y los criollos que osaban aventurarse en ese terreno indómito. Catani pone a esa tierra como protagonista, como paisaje de su ficción, y logra transmitir la fascinación de un territorio “violento, fantástico y romántico” que nos pertenece y constituye pero que el teatro contemporáneo pocas veces aborda en su inmensidad narrativa y estética.
Cosas como si nunca tiene en su base un relato: una joven argentina es criada en Europa por su tutor –un pintor naturalista alemán– a quien pide acompañar en su tercer viaje a la pampa argentina para ir en busca del rastro de su madre, una actriz capturada por los indios durante un viaje con su compañía de teatro desde Buenos Aires a Córdoba. Catani cuenta que encontró en El último lector de Ricardo Piglia la imagen que desencadenó la escritura de su ficción: “La de esta supuesta actriz que queda cautiva durante el asalto por los indios y permanece en el desierto, en ‘la barbarie’, leyendo a Shakespeare”. Y esa imagen, condensa un paisaje que contiene a la vez a Shakespeare, al malón de indios, y al misterio que se tragaba a los que se sumergían en ese territorio sin saber descifrar sus huellas. Catani se adentra en ese paisaje como expedicionaria, primero con un grupo de rodaje con el que fue a filmar la historia en el paisaje, y después con la obra escénica, que convive todo el tiempo con la pantalla, y que hace ver sin escenografía: acá es donde nuestra historia se despliega, donde Europa se encuentra con esta tierra plagada de fuerzas. Miren los cielos, miren sus llanuras. El llamado desierto. Y su feroz conquista.
Catani es una artista de lo sutil y de lo inmenso a la vez, y seguir su obra es acompañar una búsqueda que va develando en el camino, y ante los ojos de los espectadores, lo que se le acaba, lo que necesita, lo que le urge redefinir. Desde sus primeras obras, más emocionales, más actorales si se quiere, fue explorando el lugar del cuerpo, de la voz y del lenguaje, llegando cada vez a un lugar más alejado de la representación pero no por eso desencarnado; quizás todo lo contrario. Aunque sus obras se volvieron menos actorales en el sentido tradicional de un actor que pretende ‘ser’ otro ante un público, la potencia de lo vivo aparece por el lado del misterio, de una fragilidad que pareciera dar cuenta del respeto que la artista tiene por la forma en la que algo puede ser develado en escena. En esa búsqueda, en sus últimas obras, Si es amor, me dirás cuánto, en la que trabajaba Antonio y Cleopatra como un coro de voces y cuerpos, Infierno, donde trabajaba con el texto de Dante Alighieri o en su puesta en el TACEC de La Plata de la novela de Selva Almada El viento que arrasa, el trabajo sobre la voz, el ritmo y los cuerpos se volvió central y exhaustivo. Cómo tocar el corazón de una obra, cómo develar un texto o cómo vincular a los intérpretes con la escena sin la representación como medio son preguntas centrales para Catani, una artista que vuelve al teatro siempre preguntándole qué otras formas puede ser. En El viento que arrasa ya apareció lo audiovisual como herramienta de distanciamiento, algo que en Cosas como si nunca tiene un papel central: “Estoy en una etapa en la que me seduce cada vez más el cine. Busco lugares de resistencia a la representación: en la pantalla los cuerpos están pero no están, tienen otra dimensión; y es paradójico que esto permita entrar más en la ilusión del siglo XIX, porque el paisaje real está muy presente, esa cualidad romántica del paisaje. Esta posibilidad hubiera sido dificil de conseguir con una escenografía”. En esta obra confluyen lo audiovisual, la música a través de un piano en escena, sonido en vivo, una voz en off de la propia directora, textos en pantalla, e intérpretes (Trinidad Falco, Gabriela Ditisheim y Juan Manuel Unzaga) que con sutileza escénica logran crear un estado hipnótico y estimulante que se va volviendo más hondo a medida que avanza el relato. Casi como presenciar un sueño o visitar de nuevo un recuerdo sumergido, algo que quizás sea la forma que se impone para contar esta tierra nuestra, como en Jauja de Lisandro Alonso, Zama de Lucrecia Martel o incluso en Saer, un estado entre sueño y vigilia, donde mitos, susurros y apariciones se superponen en un espacio áspero y absorbente como un pantano infinito. “En este material el paisaje es el eje: la llanura como parte central del ser nacional. Es una acumulación de mitolgías, porque en un punto el pasado nuestro es eso. Las certezas son producto de la imaginación; cuando uno empieza a trabajar con ese paisaje y con esos personajes, aparecen fantasías, imaginaciones, crónicas. La idea era mezclarlas en una gran idea de invención. En definitiva la historia también tiene algo de eso. Las historias que llegan tienen el aval de la academia porque alguien las ha legitimado pero son parte de algo muy difuso e inasible”, dice Catani, quien estudió Historia antes de hacer teatro y revela una manera de pensar y sentir el presente como una construcción, como un coro de voces, de ficciones. Como si esa conciencia de la multiplicidad de perspectivas que hacen un suceso se vieran trasladas a las formas de sus obras; donde las voces, las múltiples fuentes y los cuerpos que son uno y muchos, estuvieran al servicio de descifrar algo, de unir piezas y superponer los muchos estados que hacen un acontecimiento. Borges, Mansilla, Sarmiento, Hudson, Martín Fierro van apareciendo en la conversación y también entremezclándose en la obra, voces y textos que pretendieron contar esa forma de nuestro pasado como país, cuyo símbolo es ese desierto conquistado. Un lugar de maravillas y sangre. “Como decía Sarmiento: ‘Acá no hay nada de nada, es un vacío; no tenemos ni árboles en la llanura’. Entonces, había que poblar; porque no importaba que hubiera indios, sino que había que poblar con personas que pudieran formar parte del sistema que querían construir. Fermín Rodríguez en su libro Un desierto para la nación habla de cómo la generacion del 80 veía todo como un vacío a llenar, y fueron ellos los que fundaron esa idea de desierto para poder legitimar esa idea de nación. No es inocente la creación del concepto de desierto; porque había malones, indios, estaba en todo caso vacío de aquello que ellos querían traer. Es interesante para pensar que hoy mismo se siguen viendo vacíos lugares donde no hay vacío.” Y así, una obra registra ese paisaje, hace sentir la inmensidad que es el revés del vacío.
Cosas como si nunca se presenta de jueves a domingo en el Teatro Nacional Cervantes, Libertad 815. A las 18.