Aunque el deporte argentino sufre de falta de memoria, cada tanto le rinde homenaje a algunos de sus mártires. Así como acaba de publicarse “Juan Gálvez, el campeón eterno”, un libro sobre el héroe popular del TC cuyo Ford patinó en el barro y dio cinco tumbos mortales en la Vuelta de Olavarría de 1963, los hinchas de San Lorenzo rescataron del olvido en los últimos años –con murales y cortometrajes- a Jacobo Urso, el futbolista que jugó hasta el final un partido contra Estudiantes de Buenos Aires en 1919 pese al codazo de un rival que le había roto una costilla y perforado un riñón, lo que literalmente fue dar la vida por los colores: del estadio partió al hospital, de donde ya no saldría con vida.
Hay otros casos de deportistas fallecidos en acción, durante su trabajo (o como consecuencia del mismo), que suelen recordarse menos, como el del boxeador mendocino Alejandro Lavorante, a quien una seguidilla de tres brutales peleas en seis meses en 1962, contra Archie Moore, Cassius Clay (antes de rebautizarse en Muhamaad Alí) y Johnny Riggins, lo dejaron vegetal, sin razón ni consciencia, y del último ring comenzó una irreversible agonía en hospitales de diferentes ciudades que terminaría en su provincia, 17 meses después. Y tampoco la muerte fulminante de Oscar Trossero, en las duchas del vestuario visitante de la cancha de Rosario Central, en 1983, suele evocarse con el impacto que provoca la sola mención del hecho: la desaparición del 9 de River minutos después de un partido, no hace tantos años.
Pero el mártir olvidado del deporte argentino es Manuel Torrente, un nombre al que muy pocos reconocen, casi nadie en verdad, a excepción de los viejos duchos en su especialidad, la esgrima, y una testigo de su tragedia. Imaginar un caso similar en la actualidad espanta: un campeón argentino que se destaca en los Juegos Olímpicos, termina quinto y recibe un diploma (olímpico), pero en el regreso al país se descompone, es operado de urgencia y muere antes de llegar a la Argentina, en la soledad de una isla del océano Atlántico, separado de la delegación. Si ocurriera hoy, ese deportista se convertiría en una leyenda inmediata, pero es como si Torrente hubiera desaparecido del mapa hace 70 años –se cumplirán en septiembre-. Wikipedia en español no lo registra. En inglés hay al menos dos datos, su participación como olímpico y su nacimiento, pero nada sobre su muerte, toda una representación del Lost de nuestro deporte, el héroe olímpico perdido en San Vicente, una de las islas de Cabo Verde, África, a mitad de camino entre Europa y Sudamérica.
Reconstruir una muerte olvidada requiere de caminos paralelos. Si la literatura deportiva argentina se debe un libro con las mejores cartas de nuestros ídolos en pantalones cortos, la tragedia del esgrimista aparece en varias de las más de 50 misivas que el arquero de la selección argentina de hockey sobre césped en Londres 48, Oscar Vinué, le escribió a su esposa Dina, casi una por día. Torrente, que ya había competido en Berlín 36 (fue uno de los pocos olímpicos argentinos que participó antes y después de la Segunda Guerra Mundial), empezó a morirse en el trasatlántico Brasil a comienzos de septiembre de 1948, cuando regresaba desde Londres junto a gran parte de la delegación. El mundo era tan distinto que los atletas emprendieron un viaje de 88 días: salieron de Buenos Aires el 18 de junio y regresaron el 14 de septiembre.
A diferencia del espíritu jocoso del viaje de ida, en el que los deportistas se habían entrenado sobre la cubierta (“pesas, boxeo, esgrima, aparatos, lucha, natación”, cuenta Vinué) y festejado el cruce del Ecuador (se disfrazaron, hicieron carreras de embolsados y jugaron a ponerle la cola al chancho), una energía sombría acompañó el regreso desde Génova. “Anoche operaron de apendicitis a un muchacho de esgrima pero felizmente todo marcha bien. Tuvo la suerte de que el mar se portó muy bien, el barco no se movió para nada”, le escribió Vinué a su mujer el 1 de septiembre, inaugurando una especie de parte médico sobre Torrente, aunque todavía sin mencionarlo. La referencia a la noche en calma no era menor: “Disculpá que la escritura no sea en línea recta. No te das una idea de lo feo que es que el vapor se balancee”, se había lamentado en una carta anterior.
Pero las tragedias que se porfían siempre ganan y el problema se hizo demasiado grave como para que el enfermo continuara siendo un anónimo, así que el arquero de hockey escribió al día siguiente: “A este esgrimista llamado Torrente se le efectuó una operación de apéndice o peritonitis y el pobre está mal, por lo que se pidió a Buenos Aires un avión ambulancia para desembarcar en las islas de Cabo Verde, y que dicho avión lo traslade a otra parte”. La muerte se olía, y no sólo en la delegación argentina: “Falleció un pequeño de 9 meses en la clase turista”, le comentó Vinué a su esposa.
Ese barco parecía condenado. Si alguna vez el caso Torrente se convierte en documental, debería comenzar con la imagen de un deportista argentino arrojando un gato a alta mar. En las memorias que otro de los esgrimistas de Londres 48, Fulvio Galimi, publicó en 2014, “A capa y espada” (Ediciones Fabro), un capítulo detalla la muerte de su compañero: “El atleta Alberto Triulzi estaba jugando con un gato, lo tomó de la cola, lo revoleó en el aire y lo lanzó al mar. Uno de los camareros gritó ‘¡Nooo, ha llamado a la desgracia, vendrá la desgracia!’. Decía que el gato era la mascota del barco y que algo malo iba a pasar en el viaje. ‘Malditos, estamos malditos’, se despidió el mozo. Esa misma noche, mientras estaba mirando una película, alguien me informa que estaban operando a Manuel de una apendicitis fulminante, que ya era peritonitis”.
Siete décadas después, posiblemente la única deportista argentina de Londres 48 que continúa viva, la nadadora Enriqueta Corina Duarte, atiende el teléfono en su casa de Balvanera. Tiene 89 años, una memoria lucida y muchas ganas de hablar: “Ese viaje fue un desastre. Los del Comité Olímpico eran unos ladrones y nos hicieron viajar en un trasatlántico viejo y chiquito. En ese lugar no se podía operar a nadie, lo sabía cualquiera, pero los seis doctores que viajaban en el barco, con la delegación, eran unos imbéciles. En vez de llamar a un helicóptero, o de volver a Europa, nos hicieron desviar a San Vicente, una isla de Cabo Verde, en África. No sabés lo que era eso”.
La siguiente carta de Vinué a su esposa, el 3 de septiembre, marca el principio del fin: “El esgrimista Torrente se quedó en tierra firme. Se encuentra bastante mal y, si la suerte quiere, se lo enviará a Portugal en vapor dentro de tres días”. Esa referencia a “tierra firme” en altamar es Cabo Verde, un grupo de islas en medio del Atlántico, 1.000 kilómetros al oeste de Senegal. Según cuenta Galimi, compañero de Torrente en florete por equipos en Londres –terminaron quintos y recibieron el diploma olímpico- y rival en el país –Torrente había sido campeón argentino entre 1944 y 1946, cuando Galimi le arrebató el título-, “los médicos estaban desconcertados y le hicieron transfusiones de sangre directas, pero su estado empeoraba. Se resolvió bajarlo en Cabo Verde, donde había un hospital más equipado. Se despidió de algunos compañeros, pero me llamó personalmente y reteniéndome las manos me dijo: ‘Fulvio, retené el campeonato que me ganaste con uñas y dientes’. Luego, mientras iba descendiendo en camilla, saludaba a la delegación con la mano alto y una amplia sonrisa”. Corina Duarte agrega un dato a la reconstrucción de lo que sería su despedida: “Torrente viajaba con su mujer y su hijo de 10 años. El niño siguió en el barco a cargo de los Saucedo, los padres de Galimi, y la mujer se bajó con Torrente”.
Cabo Verde, que durante siglos había sido un centro de comercio de esclavos y todavía era colonia portuguesa, atravesaba una hambruna que en una década había matado a un tercio de sus habitantes. “Veinte botes llenos de negros semidesnudos y desnudos, muy hambrientos, llegaron a nuestro barco, que atracó a 1.500 metros de la costa. El pasaje les tiraba pan y los hombres se tiraban al agua a buscarlo”, escribió Vinué. El recuerdo que Corina Duarte tiene de San Vicente tampoco es el mejor: “¡Era un arenal! No se veía ninguna ciudad, solo arena y tanques de petróleo. A quién fue el idiota que se le ocurrió bajarlo ahí, me sigo preguntando”. Torrente debía luchar contra la muerte en ese contexto de miseria económica y pocos recursos humanos -en la actualidad, 75.000 personas viven en la isla-, pero apenas pudo. “Un día después recibimos la noticia: ‘El paciente argentino Torrente ha fallecido víctima de una septicemia’”, escribió Galimi en su libro. Vinué suma detalles en sus cartas: “Anoche recibimos un telegrama en el que se nos comunicó el fallecimiento del esgrimista dejado en Cabo Verde. Hoy a las 9.30 se ofició una misa y fue muy emocionante. Se dio la señal de duelo por dos días y se suspendió el cine que se acostumbra todos los días”.
Los diarios argentinos casi no hicieron mención al tema. Incluso un par de semanas después, en la crónica de la revista El Gráfico sobre la llegada del barco a Buenos Aires, en el que viajaban nuevos héroes como los medallistas Delfo Cabrera o Noemí Simonetto, no hubo ninguna mención a que, de los 199 deportistas que habían viajado, habían regresado 198. Uno de los pocos matutinos que informó la tragedia fue La Nación, que en su edición del 5 de septiembre reprodujo un cable de la agencia de noticias AP escrito en Lisboa, y le agregó una especie de obituario en el que aseguraba que Torrente, que era rosarino, sería recordado como “un floretista de velocidad y fuerza imponderables”, pero también por sus otras facetas, las de abogado y legislador. “El doctor Torrente atendía su propio bufete de abogados y alternaba con otras actividades sociales y políticas. Había desempeñado el cargo de secretario de Gobierno de la Municipalidad y ocupó las bancas de diputado a la Legislatura por el departamento Rosario y de concejal. En cuanto a su actuación deportiva, basta decir que fue el capitán del equipo argentino de florete en Londres”.
Dos días después, el 7 de septiembre de 1948, un último cable desde Lisboa agregaba que el cuerpo sería enviado desde la Iglesia de San Vicente, en Cabo Verde, hasta Rosario. “Cremaron sus restos. Yo misma fui al aeropuerto de Ezeiza a recibir a la esposa de Torrente, que a los pocos días volvió en avión desde Europa con las cenizas de su marido en una cajita”, agrega Corina Duarte. Y entonces Torrente desaparecería del radar, acorde a su condición de mártir olvidado del deporte argentino.