El que canta por teléfono la canción Touradas em Madri desde su casa en Río de Janeiro es Jayme Zettel, un sobreviviente del naufragio futbolístico más impactante de la historia. Hace 68 años, cuando Brasil construyó un mega estadio de 200.000 personas para su Mundial, Zetell tenía 18 años y había visto hasta entonces todas las victorias de Brasil en el Maracaná: 4 a 0 a México, 2 a 0 a Yugoslavia, 7 a 1 a Suecia y 6 a 1 a España. El Scratch jugaba entonces con esa camiseta blanca que luego sería considerada mufa y devendría amarilla con vivos verdes. El hincha talismán no había estado en el empate 2 a 2 de Brasil con Suiza, en el estadio Pacaembú de Sao Paulo, y tampoco estaría en uno de los mayores impactos desde que gira la pelota, la derrota contra Uruguay, el Maracanazo.
Su recuerdo más nítido es contra España, aquella goleada 6 a 1, el baile fenomenal, ese partido que los brasileños pensaban que, si ganaban, no había cómo no ser campeón. En pleno toqueteo, después del cuarto gol, dicen que los 152 mil hinchas empezaron a cantar lo que ahora, emocionado, rememora Zettel. “Nunca vi una cosa igual. Toda la gente en el estadio empezó a cantar una canción de moda, era una manera de burlarse de los españoles por la goleada”, retrata, empecinado en contar la alegría colectiva de un país que, tres días después, sería un velorio a cielo abierto. Zettel no consiguió entradas para el encuentro contra Uruguay, un oxímoron de todos los tiempos: el partido decisivo más recordado de la historia se jugó en el único Mundial que no tuvo una final. De los 13 equipos que compitieron en aquella Copa del mundo, Brasil, Uruguay, España y Suecia accedieron a un cuadrangular en el que jugarían entre todos, por puntos, para definir al campeón.
La selección local no solo ganó sus primeros partidos: arrasó. Primero elevó su fútbol hasta conseguir contra Suecia un resultado que, en la vida circular de sus mundiales se transformaría en un estigma: 7 a 1. Uruguay apenas empató 2 a 2 contra España y a Suecia le ganaría 3 a 2 sobre la hora, con un gol de Oscar Míguez –también había marcado el empate ocho minutos antes–, que en verdad es el héroe que la historia no contó: sin aquel gol sobre la hora, Uruguay tendría que haberle ganado por seis goles a Brasil en el último partido y entonces sí hubiese sido imposible cualquier Maracanazo.
En Brasil nadie quiere recordar aquel último partido, el del 16 de julio de 1950. Marcos Castrioto de Azambuja fue embajador en Argentina entre 1992 y 1997 y tenía 15 años cuando se jugó el partido más doloroso para el fútbol brasileño. En ocasión del segundo Mundial de Brasil, el de 2014, el diplomático brasileño fue entrevistado por la agencia de noticias alemana DPA: “Fui con mi hermano y mi abuelo, que nunca iba pero era un momento patriótico, histórico, tenía que estar. Fuimos a ver una consagración, no un partido. En el ingreso al estadio vi una masa humana que se movía como en una procesión. Y salió, tal vez, con el silencio más profundo que yo haya conocido. Nunca vi en ninguna iglesia, cementerio u hospital el silencio de aquellos minutos. Era un silencio absoluto. Después, nada, nada. No había energía suficiente para protesta, indignación. Nada”. Cuatro años después, se excusa de hablar con Enganche: “Son viejas y tristes recordaciones”. No es sencillo encontrar a un sobreviviente del partido imposible. Y cuando las pistas son conducentes, los testimonios se diluyen en la pesadumbre y acaban en mínimas y repetidas expresiones. “Mi papá tenía 31 años y estuvo en el Maracaná contra Uruguay”, dice Alexandre Campbell Penna, fotógrafo profesional. Pero la insistencia por conseguir el tesoro testimonial que pudo haberle transmitido su padre, un testigo directo, se resume en una sola frase, como si se tratara de un pacto de silencio nacional que apenas deja filtrar algunas palabras: “Nunca me quiso hablar de ese partido. Me dijo que para él fue de mucha tristeza”.
Zettel podría representar al imaginario colectivo de aquella época con una frase que condensa el favoritismo de Brasil: “Era una selección invencible, no tenía dudas de que iba a ganar”. El hombre que ahora tiene 86 años y que escucha, relajado, música clásica de fondo mientras recuerda el desastre es hincha del Flamengo. De aquella selección tristemente célebre, cinco titulares eran del Vasco da Gama, uno de los grandes rivales del gigante de Río de Janeiro: Barbosa, Augusto, Danilo, Chico y Ademir de Menezes. “Eso no importaba, a la gente le daba igual. Para nosotros era un orgullo para la ciudad”.
Lo que más lamenta Zettel, aun hoy, es no haber conseguido entradas para el partido récord de todos los tiempos. Ese día pagaron su ticket 179.779 espectadores, aunque dicen que en las tribunas había más de 200.000 personas. La televisión todavía no era el medio masivo de comunicación de los mundiales. En el último, el de Rusia 2018, más de mil millones de personas observaron, al mismo tiempo, lo que sucedía en el triunfo de Francia sobre Croacia. En 1950, sin televisación, los brasileños que no accedieron al estadio se recluyeron en sus casas a escuchar por la radio la victoria que no fue. “Acaba de ser cantado por la multitud el himno nacional brasileño. Un magnífico espectáculo de civismo. Como en el partido contra España, es una demostración patriótica, que sin dudas quedará grabada en la historia de los mundiales como uno de los espectáculos más brillantes que tuvimos oportunidad de presenciar”, dice el relator de Radio Nacional de Brasil antes del comienzo. El relato completo se puede escuchar en Youtube y es una manera de acercarse a un partido mitológico. Si Víctor Hugo Morales tuvo una epifanía en el segundo gol de Diego Maradona contra los ingleses en México 86 cuando dice que “arranca por la derecha el genio del fútbol mundial” y después atrapa la corrida eterna con la frase “la jugada de todos los tiempos”, el relator de la transmisión oficial brasileña también aventura la inmortalidad, aunque jamás sospecha, en ese momento, que serán otros los motivos. “Fue un impacto nacional, pero la gente reaccionó más tarde”, dice Zettell, que de todos modos rechaza la idea de que hubo suicidios luego de la derrota más famosa del fútbol brasileño: “Cuando la cosa acabó, acabó”.
El relator de Radio Nacional de Brasil casi no grita el primer gol, el que sucede a los dos minutos del segundo tiempo –a Brasil le alcanzaba con el empate para ser campeón y encima ganaba cuando el partido ya se había devorado la primera parte– porque se enreda con el relato en el reclamo de los jugadores uruguayos, que pedían off-side. Después gritará el gol de Juan Schiaffino como si fuera de Brasil y lo mismo hará cuando se produzca la hecatombe, con el tanto de Alcides Ghiggia. Al final se quejará sin estridencias, pero dirá que “la Selección hoy en ningún momento correspondió a las expectativas de los aficionados”. El periodista de campo de juego describe la escena después del pitazo final: “Danilo llora copiosamente en el centro del campo por un resultado que nadie esperaba”. Lo más llamativo es que no alude a ningún silencio pasmoso, sepulcral, que luego aplastaría a la masa a la salida del estadio. En cambio señala que “los jugadores uruguayos están siendo naturalmente ovacionados”. Y luego, se excusa: “Continúe usted –le pasa la posta al relator–, no tengo palabras”. El cierre queda a cargo del comentarista, que no se desgarra ni se regodea en el dolor, sino que explica el triunfo de Uruguay y lo justifica: “Ghiggia y Julio Pérez jugaron al fútbol maravillosamente bien por el ala derecha, especialmente en el segundo tiempo”.
El instante después, cuando ya no quedaba nadie en el estadio, sobrevino la soledad. Zettel cuenta que salió de su casa para ver cómo deambulaban aquellos zombies en los que se habían convertido los brasileños. “Fue un terror”, asegura.
En las historias imposibles de asimilar, la gente convierte a las víctimas en culpables necesarios. El arquero Barbosa fue condenado por el público al grito de “macaco”. Zettel analiza con la luz del paso del tiempo un episodio del que no tiene dudas: “Fue una cosa racista porque Barbosa era negro. El que falló en el segundo gol fue el lateral”, advierte sin precisar el nombre. Lo dice con seguridad aunque aquel día no estuvo en el Maracaná. Tampoco hacía falta. Para sentir y sobrevivir a una catástrofe, a veces alcanza con respirar el mismo aire que quienes la padecieron. Como el hombre talismán, que prefiere buscar amparo en una estrofa de una canción.