“La historia tiene un solo comienzo pero, al menos, tantos finales como involucrados hay en ella”. La frase inicial, lanzada al vacío íntimo de una pareja que terminará separada, podría funcionar como un Big Bang. El universo literario de Francisco Bitar, siempre en estado de alta densidad poética, se expandirá. Pero el narrador toma distancia de esa gran explosión primigenia y propone una voz que necesita enfriar la materia narrativa; un modo de narrar que por momentos tiene un aire de familia con las didascalias, las indicaciones que un dramaturgo compone para la puesta en escena. En los cuentos de Teoría y práctica (Tusquets), que se presenta hoy a las 19 en Casa de la Lectura (Lavalleja 924), hay una fuerza que lanza la flecha narrativa hacia adelante y en ese trayecto atraviesa los tres cuentos y la nouvelle que integran el libro. No hay rejunte de relatos; lo que prevalece es un flujo de experiencias compartidas; personajes de treinta y pico que podrían tener diversos grados de parentescos por la manera en que viven la desintegración de los deseos, la pérdida de las ilusiones y los proyectos que se diluyen o se desvían del itinerario planeado.
Bitar (Santa Fe, 1981), poeta, ensayista y narrador, publicó los poemas Negativos (2007), El Olimpo (2009), Ropa vieja: la muerte de una estrella (2011) y The Volturno Poems (2015); los libros de cuentos Luces de navidad (2014) y Acá había un río (2015); la novela (2017) y la trilogía oral El habla de la tribu que inició con Historia oral de la cerveza (2015) y continuó con Mi nombre es Julio Emanuel Pasculli (2017). “Hay como una voluntad de conjunto, que va más allá de la mera reunión de textos. Es algo que ocurre a menudo en poesía –reconoce el escritor santafesino en la entrevista con PáginaI12–. Me refiero a algo así como un motivo que atraviese las historias y que no sea solamente la cuestión formal, que es algo que va de suyo. En el caso de Teoría y práctica, ese motivo son las unidades aristotélicas del relato. El narrador dice algo así como ‘bueno, vamos a ver cómo la acción compromete a estos personajes’, y juega a poner el foco en la acción. Y lo mismo con el tiempo y el lugar. Después, la nouvelle final se sustrae de eso, pero porque ya es todo eso. Lo pone, como se dice, en práctica”.
–Quizá todos los cuentos comparten un humus de desencanto, un punto crítico en el que parece que no hay retorno, que a veces se lo asocia a “la crisis de los 30”, o como se lo quiera llamar a esos momentos en que todo empieza a tambalear. ¿De dónde viene ese desencanto? ¿Es generacional?
–Primero quiero decir que no es mi intención hablar en nombre de una generación. Los escritores que intentan hacerlo, ponerse en ese lugar de portavoz, por lo general terminan haciendo un papel medio triste, gestual. Creo sí que hay una zona de crisis para los treintañeros. ¿Sigo viviendo con mis padres? Y si me voy, ¿vivo solo o en pareja? Y la gran pregunta: ¿en pareja o con hijos? Creo que son preguntas que nos asaltan a esa edad y que, sobre todo, ya no tienen respuestas tan claras como en otra época. Más adelante, digamos a los cuarenta, esas preguntas, creo, se diluyen.
–Se podría ahondar en la frase inicial del segundo cuento del libro: “El tiempo no pasa para todo el mundo de la misma manera”. ¿Qué papel cumple el paso del tiempo en estos cuentos? ¿Quizá la percepción del tiempo transcurrido es lo que genera por momentos cierta desolación?
–Sí, totalmente. En ese cuento, el de los amigos que se separan pero llevan vidas paralelas, hay una idea de algo así como un tiempo subjetivo. Nos distanciamos vos y yo porque mi vida, que alguna vez estuvo compaginada con la tuya, en algún momento se empieza a ir de tiempo. Y mi nuevo compás, o el tuyo, se alteró a tal punto que, cuando te das cuenta, estamos en mundos diferentes. Quedan los trazos de esas amistades, de esos amores. Y vienen otros. Y un día volvemos vos y yo, aunque ahora como fantasmas.
–“La conducta de un escritor consistiría en no darle demasiada importancia a lo que está por decir, aun cuando deposite en ello todas sus expectativas. Por fuera, un escritor debe ser sólido como una roca; por dentro, y solo por dentro, un hombre sensible e inseguro”, se lee en el cuento “Siempre hay explosiones a lo lejos”. ¿Coincide con este imaginario de escritor que construye el cuento?
–No, no pienso eso, pero lo entiendo. A lo mejor porque en algún momento lo pensé o simplemente porque fui joven. Hoy creo en proteger la escritura, creo que es eso lo que hace un escritor: hacerse el espacio. Yo quiero estar ahí, con mis libretas, gozando de la escritura. El chico de ese cuento, en cambio, es un joven poeta con todo lo que eso supone.
–Más allá de la “literatura del yo”, que no sería aplicable estrictamente a ninguno de los cuentos, ¿De qué modo la literatura trabaja con la experiencia? ¿Cómo intenta capturarla?
–No tengo la menor idea. Mi experiencia se metaboliza o se alquimiza en lo que escribo de una manera para mí incomprensible. Sé que me involucra, y a veces de manera urgente, porque de otra manera no podría escribirlo. Pero no tiene nunca una traducción directa: “voy a escribir esto porque me pasó una vez, voy a ahuyentar mis demonios”. Nunca. En ese sentido mi literatura ni es autobiográfica ni deja de serlo. Es mi punto ciego.
–¿Por qué “recuerdo y pensamiento, en un punto, son lo mismo”, como se plantea en uno de los cuentos?
–A eso lo pensé en diálogo con aquella cima de la literatura que es el capítulo ocho de Luz de agosto. Ahí William Faulkner dice algo así como que la memoria crea antes de que el conocimiento recuerde. Qué cosa rara… Casi todo ese capítulo de la nouvelle “El próximo nivel”, relato final del libro, es una manera de darle vueltas a esa frase de Faulkner. Y, dicho sea de paso, creo que el encuentro feliz de ambas cosas, recuerdo y pensamiento, es una forma de literatura.