* Había en La Plata un bar antiguo, con gente decente, lésbica y agradable que supo atraer una fauna interesante. Arriba, como en un depósito ficticio se amontonaban fardos de pasto y cajas de cartón con sellos de whisky escocés. Puntualmente tocábamos allí y sobre el final, lo previsible: cerrar con El Témpano. Entonces se desarrollaba un fenómeno inusual: salía a la pista un tipo que, dejando un encendedor en el piso -un añejo y auténtico “Carusita”-, realizaba maniobras que pretendían ser una danza adoradora del fuego que pregonaba la canción. Era gracioso, pero como le otorgaba a los movimientos una seriedad alcohólica profunda ni nos reíamos. Inclusive, en la parte que simulaba ser una mariposa levantando vuelo. Luego tomábamos una copa con él y listo. La locura en aquellos tiempos era respetada. Un día no vino más, producto de un exceso de bebida, y debió ser internado. Decía haber sido ingeniero en canteras: era el encargado de las explosiones. Por su pasado y por el rito ígneo se comentó que la dueña le prohibió la entrada -el sitio era todo de madera- y quizás por el rechazo, solo por eso, dicen recayó en la bebida. Quién sabe. Leyendas que uno percibe y de las que sin querer, se es arte y parte. Y que como la mariposa, vuelan al fuego para ser consumidas por la escritura o el olvido.

 

* Me prestaron en Buenos Aires un departamento vacío: no debía pagar ni expensas ni gasto alguno en impuestos. Todo lo ofrendaba Claudio Pustelknick, un amigo de dinero, generoso y amante de nuestras canciones. Una tarde regresé a la cueva y un pibe, al verme con la guitarra enfundada, me pidió que le afine la suya. Estaba en pleno césped que rodea al Obelisco, pidiendo monedas. Lo hice y se quedó contento. Luego, a la semana, bajo una garúa y un frío siberiano, lo sorprendí en el mismo sitio, recién salido de la fuente adonde había caído como un Narciso al revés, asomado para contemplar su cara sucia de hambreado y de intemperies. Lo llevé a mi casa y le di una ducha caliente, ropa y una sopa instantánea. En una hora se había salvado de la hipotermia. De pronto, dio un respingo: -Huy ¡La guitarra! -exclamó y me pidió salir a buscarla, olvidada en la aventura. Nunca más volvió ni lo vi de nuevo. Cuando la música te enamora uno es capaz de seguirla a donde ella elija, así haya miedo, nieve, lobos, malos aires, hambre o incertidumbre.

 

* El asunto fue breve: es la historia de una venganza y una equivocación. Una dama había sido, digamos, engañada por el músico en cuestión. Despechada como en telenovelas, juró vengarse. En una peña donde su ex tocaba se acercó a un confidente y le pidió le “marcara” al mejor amigo de su “traidor”. Cometió el error de pensar que un amigo de su amor anterior habría de cometer un acto ruin. Entonces ocurrió aquello: le señaló a un gordito de campera de corderoy, famoso por su soledad. Con sus encantos arrastró al pibe hasta la salida y de ahí a su lecho. Luego, lo dio a conocer triunfal al sábado siguiente, entrando del brazo del gordi. Pasó frente a su ex. En medio de la noche se enteró del embuste, pero reaccionó con inteligencia. Delante de todos le dio un beso largo al beneficiario para luego irse hasta la pista. Las buenas lenguas aseguran que al año se casaron y se fueron a vivir al sur, ambos absortos de haberse enamorado por una equivocación. Hacían buena pareja.

 

* Era la época de los primeros celulares. El se encontraba tocando cuando, justo sobre el final del tema, empezó a sonar. Le hizo seña al público de callar y aguardar, verificó quien era y puso el aparato frente al micrófono. Del otro lado el amigo le pedía la guitarra que justo estaba usando él en ese momento. Como conocía el carácter agrio del que llamaba se hizo el enojado para que el otro saltara y empezara a putear en modo desaforado. Lo provocaba con sugerencias homofóbicas a lo que el otro respondía groserías peores.

—¿Que opinás del público de Rosario, te gusta? -lo conminó.

—¡Qué! Son todos unos pelotudos, miserables, sordos de mierda! -gruñó desde el otro lado.

—Te acaban de oír y están encantados... ¡Démosle un aplauso al mejor y más respetuoso músico de todos los tiempos! Y el público silbó, silbó hasta ensordecer al tipo que del otro lado había entendido tardíamente la broma. La viola le fue devuelta por un amigo en común: el tipo que iniciara el chiste no se atrevió a dársela en mano: una guitarra rota en la cabeza suele doler demasiado.

 

* Una vidente mandome a decir que ella creyó haber “visto” que en mi casa existe el fantasma de un amigo muerto al que quise mucho. Se suelen abrir las puertas, siento pasos en el techo y todo se reduce a eso. Una compañía que me hace sentir menos solo. Cuando me pongo a escribir las canciones  percibo un soplido leve que me conduce buscando mejores acordes, pero no lo logra. Nunca fui bueno en composición. El gato negro con cuello blanco de cura a veces se queda mirando el aire y maúlla suavemente sin  alteraciones. Si el ánima cree que voy a mejorar mis composiciones está errada. Creo percibir que es Lalo de los Santos quien me visita. Intuir que puede ser verdad, me dan más ganas de mejorar mis aciertos musicales, pero desde mi silencio le digo que gracias, que no se moleste, que mejor me deslice algún chiste de los buenos que él tanto generaba y que olvide ayudarme en la armonía: cualquier intento será en vano. Soy un tronco que solo sabe contar historias creíbles o increíbles como esta. Si son o no son reales, poco importa; lo importante, lo necesario, es sentir palpitar a nuestro pobre y mortal corazón.

 

* Cayó un día cerca de la siesta al lugar y, distraído, confundió la dirección donde se habría de hospedar. Andaba por ese pueblo con la guitarra en mano y su mochila de viaje. Tocó el timbre en la casa de mármoles estoicos y altos. Lo recibió un panzón quien al detectarlo solo atinó a propinarle una trompada que lo tiró al piso. Luego, el desvanecimiento y la aclaración: en aquella casa se estaba librando un drama shakesperiano. La hija del agresor andaba en noviazgos con un músico casado, de aspecto parecido al tipo que por error llamara a la puerta. El padre, furibundo optó por darlo vuelta de un trompadón. Hecha la aclaración y en la salita del hospital, el sujeto gordo, quien cargaba con una culpa sin igual, le ofrendó el mejor hotel y las disculpas llorosas: “Soy un padre herido”, musitó poéticamente y luego se fue. Por la noche, dio el concierto y conoció a la jovencita, la hija del tipo. Los hados rurales operaron esa noche soplando entre ellos. Sucedió aquello extraordinario: la condujo sin esfuerzo hasta la cama del hotel. “El que pagó su papá”, pensó el pibe. Ella había abandonado al otro músico momentáneamente por este, ave de paso, quien tras la noche amorosa optó, por su seguridad, salir temprano en el primer bus que lo dejara lejos de ese enredo y malos entendidos. Tenía entre sus dedos el olor a rouge de la chica y una sensación de cacería que todo lo superaba. Nunca más la llamó ni para agradecerle. En algún pueblo olvidado debe estar ella, casada con un ferretero próspero de pueblo o un dueño de campito benefactor. Nada que ver con los artistas, por favor. Esa raza mala de gente de paso, indiferente y cosaria. Nada que le atribule ya su cansado corazoncito que perteneció al de una lady enamoradiza, volátil, deslumbrada por las luces fugaces de los escenarios que pasan y después se apagan.

 

* Era yo pintor de letras, cartelería artesanal que se usaba en los vidrios, antes del ploteo y las modernidades que terminaron acabando con el oficio. El trabajo era en un jardín de infantes donde las dueñas habían sugerido bambis y mickeys pero que pude reconvertir en algo más espontáneo y liberador. Paisajes, pibes jugando a la pelota. Ellas aceptaron no de muy buen grado. Por la radio empezó a sonar Mirta de regreso. Nunca comentaba nada cuando ocurrían estas casualidades. Por curiosidad, lata de pintura en mano me acerqué al aparato, al lado de donde ellas, sobre una mesa trazaban sus módulos futuros, el diseño para las almas infantes que allí encerrarían. Como al pasar les comenté si les gustaba esa canción. Me miraron y una habló por las dos.

—Es muy triste, a nosotras  nos gustan las canciones de amor.

—Esta es una de amor -respondí.

—Sí, pero no es romántica -adujo.

Al rato, se me acercaron y antes de empezar a dar yo la primera pincelada dijeron que lo habían pensado y que en el lugar iban mejor los dibujos de Disney.

—Pero yo ya hice la marcación de lo que habíamos hablado y les señalé la trama a tiza que había dispuesto

—Sí, está bien, pero en esto es mejor ir a lo seguro.

Yo guardé mis cosas, convencido de que nunca iba a recomendar a nadie enviar a sus polluelos a este sitio. Y por dignidad y ego chamuscado, me fui sin saludar.

 

* Cercana estaba una fecha patria y de Canal 5 nos invitaron a una nota, ya que tocábamos en algún teatro. Conducía el master Granados y en las inmediaciones, con su saco rojo, su corbata larga y sus ocurrencias, andaba Jorge Corona, quien nos saludó tocándonos el culo suavemente, como diversión. Luego, mientras nos hacían la nota, detrás de cámara levantaba su corbata y dejaba ver su pito mientras nosotros hablábamos seriamente acerca de la cultura y otras yerbas. Canté Dormite patria anunciándola como un estreno. A su fin, un Granados emocionado me felicitó y apareció allí el bufo porteño quien deslizó que “ese tema es un bajón y a la patria no se la tutea”, medio chancero, medio en serio. Nunca supe. Lo que sí supe es replicarle que él no era el más indicado para sermonearme sobre los contenidos, justamente él que había estado almorzando con Bignone, aquel presidente de facto, en la Casa Rosada, contándole chistes en plena dictadura. Juro que me quiso trompear durante el corte, y si no lo hizo fue porque le puse la guitarra en el pecho, exponiéndola como un arma.

—¡Esas cosas no se dicen, sos un batidor! -gritaba enojadísimo.

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