La historia del arte comenzó con las invasiones bárbaras. Ciertamente esto no quiere decir que fue escrita desde las invasiones del imperio romano conducidas, en los siglos IV y V de nuestra era, por los llamados pueblos bárbaros o germánicos. Y menos todavía que el arte no hubiera tenido historia antes de esas “grandes” invasiones. Lo cual significa que una verdadera historia del arte no ha sido posible más que a partir del momento en que, con el cambio de los siglos XVIII y XIX, las invasiones bárbaras fueron pensadas como el acontecimiento decisivo en virtud del cual Occidente se había comprometido con la modernidad, es decir, con la conciencia de su propia historicidad. Tampoco como la catástrofe que precipitó a Europa en la oscuridad de la Edad Media, sino por el contrario como la salida saludable de un largo período de estancamiento que sólo podía acabar en la descomposición. Justo alrededor de la mitad del siglo XVIII, la irrupción de los bárbaros produjo su decadencia y su caída. A partir del 1800, la sangre nueva de las razas del norte trae la renovación, el rejuvenecimiento fisiológico, cultural y político de los pueblos del imperio: “El aluvión de bárbaros se expandió sobre las naciones languidecientes; la vida inmovilizada era refrescada por una sangre nueva, y las ramas secas florecían”. Tal fue la imagen fijada durante largo tiempo en los espíritus. Y esta imagen poderosa era portadora de representaciones de pueblos vigorosos, dotados de un desbordante instinto creador del que carecían cruelmente los romanos decadentes como los pueblos que les estaban sometidos. Diseminándose en el imperio, la sangre nueva de los bárbaros no había destruído nada: había conservado lo antiguo aportando un arte nuevo, necesariamente anti-romano y anti-clásico, cuya herencia todavía era manifiesta en toda Europa quince siglos más tarde. Es con este relato fantástico que los estilos artísticos, muy frecuentemente, cayeron en una completa dependencia de la sangre y de la raza.

Numerosos historiadores de los siglos XVIII y XIX se complacían en trazar de los bárbaros unos retratos de pueblos tanto más fuertes cuanto que eran considerados racial o étnicamente homogéneos. La etnografía de la antigüedad les proporcionaba, en efecto, sus modelos, fundados sobre el doble postulado de la homogeneidad y de la continuidad de los pueblos “extranjeros”. El mismo Tácito ¿no había descripto, hacia fines del siglo I, la multitud de los pueblos que llamaba germánicos como una única población sin mezcla y de raza pura? Sus rasgos físicos, aseguraba (Germanie, IV), son “en todos lados los mismos”. Diversidad y complejidad donde viven, uniformidad y simplicidad en otro lugar. Como también lo notaba un integrante de la Encyclopédie, los hombres se parecen mucho más entre los pueblos salvajes que entre los pueblos civilizados. A lo cual se agregaba, como en Plinio el Viejo, un principio de continuidad de los pueblos que jamás desaparece y conserva siempre los mismos rasgos físicos y morales. Es sobre tales modelos antropológicos que se construyó la historia del arte. Dándose por tarea describir los objetos producidos por pueblos supuestamente homogéneos y permaneciendo siglo tras siglo siempre idénticos a sí mismos, la historia del arte quiso hacer de esos objetos los testimonios irrefutables de esta identidad y de esta homogeneidad. Es a este fin que ella forjó sus conceptos, sus útiles de lectura y de interpretación que han sobrevivido al hundimientos de sus presupuestos.

Creación largamente romántica, inseparable de la formación de los Estados-nación y del ascenso de los nacionalismos en Europa, las invasiones bárbaras jamás han cesado de excitar las pasiones y de dividir a los historiadores. La descomposición del Imperio ¿era ineluctable o fue provocada por la llegada de los pueblos germánicos? ¿Se habían éstos amalgamado de repente en masas compactas o bien su entrada en el Imperio se produjo lentamente y a pedido de los mismos romanos? ¿Eran pacíficos o feroces, guerreros o campesinos? “La civilización romana no ha muerto de muerte natural. Ella fue asesinada”. Escritas bajo la ocupación nazi, estas célebres palabras de un historiador francés fueron publicadas en 1947, después de una guerra con un enemigo percibido como heredero: dicen bastante acerca de cuánto la posición del observador, en el tiempo y en el espacio, es siempre determinante en la escritura de la historia.

La tesis de la descomposición interna del Imperio que había predominado hasta la segunda guerra mundial nunca desapareció completamente, incluso actualmente devino difícil de evocar una “decadencia” romana cualquiera. Y la imagen de las hordas bárbaras, crueles y destructivas, que parecía pertenecer para siempre al imaginario de los europeos, se ha transformado sin embargo con el cambio de los siglos XX y XXI, alcanzando las perspectivas que defendía Fustel de Coulanges a finales del siglo XIX. ¿Se podía en rigor hablar de “invasiones germánicas” aunque estos bárbaros, que incluso no eran nómades, habían sido llamados y atraídos por Roma y que, además, ninguno de ellos era “germano”? En la actualidad, la mayor parte de los historiadores se ponen de acuerdo sobre dos puntos: no es posible considerar a estos grupos penetrando sobre los territorios del Imperio como pueblos homogéneos, y esos pueblos que desde siempre se decían germánicos tenían muy poca relación con los “germanos”. Son la Germania de Tácito, redescubierta en el siglo XV, la Historia de los godos, de Jordanes y la Historia de los lombardos de Pablo el Diácono los que han permitido a algunos humanistas alemanes del siglo XVI imaginar que los múltiples pueblos bárbaros que habitaban más allá del Rhin y del Danubio -burgundios, sajones, alamanos, godos, vándalos, francos, hérulos, visigodos, alanos, etc.- eran todos de tribus “germánicas” y constituían en este sentido los más auténticos ancestros de los alemanes modernos. Esta representación de una absoluta continuidad de los “germanos” a los alemanes se ha mantenido incólume. Aún hoy, algunos historiadores pretenden escribir una “síntesis que abarque el pasado alemán desde la entrada de los germanos en el mundo occidental hasta la reunificación de 1990”, como si fuera posible escribir dos mil años de historia sobre un solo e idéntico “pueblo alemán”, siempre semejante a sí mismo.

* Director de Estudios en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, París. Fragmento del prólogo del libro Las invasiones bárbaras - Una genealogía de la historia del arte, de próxima aparición.