El niño polaco de origen judío padeció el oprobio de la discriminación demasiado temprano. Huyó de la ferocidad antisemita polaca –trama ignominiosa que aún tiene mucha tela para cortar– hacia la Unión Soviética, junto con toda su humilde familia. Escapar, a veces, significa sobrevivir para poner el cuerpo en otras batallas. A los 18 años regresó a su país natal, entró al Partido Comunista Polaco, decidió estudiar sociología con el anhelo de cambiar el mundo y trabajó para el Cuerpo de Seguridad Interna, un sector de inteligencia que reprimía cualquier atisbo de rebeldía o heterodoxia y mataba a los opositores al régimen comunista. La llamada “primavera de Praga” llegó también a Polonia en 1968. El profesor de la universidad de Varsovia se quedó sin sus cátedras y fue expulsado del partido, purga marcada por el antisemitismo tras la guerra árabe-israelí, se exilió con su mujer y sus tres hijas en Tel Aviv (Israel) durante tres años, hasta que en 1971 se instaló definitivamente en Gran Bretaña. El sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman, que murió ayer a los 91 años en Leeds (Inglaterra), empezó a ser reconocido por un público más amplio que el académico cuando acuñó el concepto de “modernidad líquida” en un ensayo homónimo que se convirtió en santo y seña de la posmodernidad, una especie de modesto triunfo del sentido común y la sencillez, desde un socialismo o una izquierda global que, aunque describa con precisión algunos problemas del presente como la lógica exacerbada y cruel del consumo o la exaltación de la inmediatez, resulta un tanto inofensiva.
El hombre de melena de genio extraviado y cejas despeinadas, respetado por los nuevos indignados del siglo –desde el 15-M español a Occupy Wall Street– nació en Poznan (Polonia) el 19 de noviembre de 1925 en el seno de una humilde familia judía que emigró a la Unión Soviética tras la ocupación nazi. En Rusia se enroló más tarde en un cuerpo de voluntarios polacos para luchar contra las fuerzas de Adolf Hitler desde el exilio. Cuando volvió a Varsovia, Bauman prefirió ocuparse de los “agujeros negros” del país optando por estudiar sociología. En 2006 el historiador Bogdan Musial descubrió documentos que revelaban que Bauman sirvió como oficial del Cuerpo de Seguridad Interna y que habría participado en las “operaciones de limpieza” de adversarios del régimen. El autor de Modernidad líquida (1999) rechazó haber intervenido en la eliminación política de los críticos al comunismo. “Polonia era un país muy atrasado antes de la guerra, lo que se vio exacerbado por la ocupación. Si uno analiza el espectro político polaco de la época, verá que el Partido Comunista prometía la mejor solución. Su programa político era el más adecuado para las cuestiones que afectaban a Polonia. Y yo estaba totalmente comprometido con él. Las ideas comunistas eran una continuación de la Ilustración”. Nunca negó que colaboró con la inteligencia comunista polaca durante tres años. “Todo buen ciudadano debería participar en el contraespionaje. Eso es algo que mantuve en secreto porque firmé un compromiso de mantenerlo en secreto”, explicó Bauman, pero no aclaró por qué prolongó ese secreto después de la caída del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y de todos los regímenes comunistas del Este. Pronto dejaría el servicio secreto y transitaría el camino que lo llevaría a la disidencia, como muchos otros, al empezar a percibir la enorme distancia entre la palabra oficial y la praxis. “Entonces me convertí en un revisionista y rechacé la versión oficial del marxismo”, resumió su itinerario. Después de enseñar en la Universidad de Tel Aviv entre 1968 y 1971, rumbeó hacia la Universidad de Leeds (Gran Bretaña), donde fue docente y director del Departamento de Sociología. Esa universidad, conviene señalar, no pertenece al núcleo prestigioso comandado por Oxford y Cambridge.
Aunque inició su obra en los años 70, recién empezó a ser reconocido cuando en 1989 apareció en inglés Modernidad y Holocausto –traducido y publicado al español casi una década después, libro que recibió el Premio Europeo Amalfi de Sociología y Teoría Social en 1989–, donde se diferenciaba de muchos otros pensadores que veían la barbarie del Holocausto como un fracaso en la modernidad. Desde la tradición de la crítica de la modernidad, el sociólogo polaco explicitó lo que a su entender ha sido el error fundamental de todos los estudios sociológicos después de la Segunda Guerra Mundial: el olvido de lo moral como parámetro de análisis. Publicó más de 50 libros, entre los que se destacan La globalización: consecuencias humanas (1998), En búsqueda de la política (1999), Modernidad líquida (1999), Amor líquido (2005), Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias (2005), Vida líquida (2006), Vida de consumo (2007), Mundo consumo (2010), Daños colaterales. Desigualdades en la era global (2011), ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? (2014) y Ceguera moral. La pérdida de la sensibilidad en la modernidad líquida (2015), entre otros títulos.
El concepto de “modernidad líquida” le permitió demostrar cómo los pilares sólidos que apuntalaban la identidad del individuo en la posguerra –un empleo de por vida, un estado fuerte, una familia estable– se han licuado hasta crear una ciudadanía temerosa de perderlo todo. Una sociedad líquida es “aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en una rutinas determinadas”. Esta “definición empírica” se corresponde con los avatares de la vida actual, signada por la demolición de cualquier marco de referencia predecible y la incertidumbre que genera un mundo en constante cambio, donde todo puede ser más viable de desmantelar y recomponer. “El capitalismo no busca fundir las estructuras sólidas del pasado sino que considera que esas antiguas estructuras no son lo suficientemente sólidas y entonces trata de reemplazarlas por otras que aparentan ser más resistentes –advertía el sociólogo polaco–. Pero sabemos que probablemente nunca llegaremos a una situación en la que logremos la plena satisfacción de los deseos porque las nuevas formas de nuestro tiempo no tienen solidez y tienden a seguir un flujo constante”.
Bauman ganó el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, reconocimiento que compartió junto a su colega francés Alain Touraine. En ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? subraya el alto precio que se paga hoy por el neoliberalismo triunfal de los ochenta y cuestiona la “teoría del derrame” al afirmar que la promesa de que la riqueza de los de arriba se derramaría a los de abajo ha resultado una gran mentira. “Lo que está pasando ahora, lo que podemos llamar la crisis de la democracia, es el colapso de la confianza. La creencia de que los líderes no solo son corruptos o estúpidos, sino que son incapaces. Para actuar se necesita poder: ser capaz de hacer cosas; y se necesita política: la habilidad de decidir qué cosas tienen que hacerse. La cuestión es que ese matrimonio entre poder y política en manos del Estado-nación se ha terminado. El poder se ha globalizado, pero las políticas son tan locales como antes. La política tiene las manos cortadas. La gente ya no cree en el sistema democrático porque no cumple sus promesas. Es lo que está poniendo de manifiesto, por ejemplo, la crisis de la migración. El fenómeno es global, pero actuamos en términos parroquianos. Las instituciones democráticas no fueron diseñadas para manejar situaciones de interdependencia. La crisis contemporánea de la democracia es una crisis de las instituciones democráticas”, dijo en una entrevista reciente con el diario El País de España.
En Extraños llamando a la puerta (2016), último libro publicado en Argentina, Bauman combina el análisis de la crisis de los refugiados con la modernidad líquida. “Los europeos nos encontramos con la llegada repentina de millones de personas que, hasta hace unos años, tenían vidas muy parecidas a las nuestras: trabajos de calidad, casas propias, ambiciones profesionales... Y, de golpe, son refugiados que lo han perdido todo por culpa de la guerra. Su aparición en masa nos hace conscientes de cuán frágil, inestable y temporal es la presunta seguridad de nuestras vidas –comparaba el sociólogo–. La inmigración nos provoca tanta ansiedad porque ese miedo a perderlo todo ya estaba ahí, latente, por la creciente precariedad de la vida occidental. Y cuando ves a miles de refugiados que acampan en una estación de tren europea, te das cuenta de que ya no son simples pesadillas, sino realidades que puedes ver y tocar.”