Una novela puede ser un ajuste de cuentas. Su autor incluso puede no esperar de ella un impacto menor que el de las balaceras de los narcotraficantes locales contra determinadas fachadas, simbólicas o reales. Prosopopeyas, de Roberto Retamoso, no está escrita con palabras de goma sino con palabras de plomo, como los plomos de las antiguas imprentas que no sabían de deconstruccionismos ni distancias.
Publicado en una cuidada edición por el sello local cooperativo Último Recurso, el libro se presenta hoy a las 19 en Buenos Aires en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini (Corrientes 1543, CABA). Los oradores serán Guillermo Saavedra y Horacio González. El viernes 24 de agosto a las 18.30 se presentará en Rosario, en el Almacén de las Tres Ecologías (Paseo de la Costanera entre Presidente Roca y Paraguay), con Norman Petrich, Pablo Bilsky y Roberto García.
Autor (además de numerosos libros de poesía y ensayo) de la novela Las aguas cárdenas (Homo Sapiens, 2015) y el poemario El diecisiete (2017), Roberto Retamoso es doctor en Humanidades y Artes con mención en Literatura por la Universidad Nacional de Rosario. Acaba de jubilarse y está a punto de casarse. Dirige con Roberto García la Escuela de Literatura de Rosario "Aldo F. Oliva", un espacio independiente dedicado a la formación literaria y 100 por ciento libre de elitismo y de autoritarismo, con foco en los autores locales.
A consolidar la gloria de la figura del poeta Aldo Oliva está dedicado este artefacto complejo que es Prosopopeyas, un experimento cuya lectura evoca Los detectives salvajes de Roberto Bolaño y que conjuga en un estilo insólito el ensayo académico y la novela policial. El título remite al género clásico de la prosopopeya o “ficción de máscara”, que les servía entre otras cosas a los autores para poner por escrito en boca de sus enemigos palabras que estos jamás hubieran dicho, no por secretas sino por falsas. Por ejemplo, en una de las páginas iniciales del libro, el autor hace un uso diestro de la técnica de la corriente de conciencia para hacerle expresar a un personaje de ficción (en el que se trasluce la caricatura de un colega de la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR) un odio homicida por su padre. Devuelve así, a lo Hamlet, la estocada ¿letal? que tal colega propinara mediante un infame poema satírico de mediados de los años ’90 al amado padre literario de Retamoso, Oliva, a quien el autor también intenta redimir de la ridiculización que de él hizo por la misma época el novelista bonaerense César Aira. No conforme con esto, Retamoso pinta un retrato del colega que es una suma de perversiones.
Cabe clasificar a Prosopopeyas como una obra de culto, una de esas que dicen muchísimo al cerrado claustro de una subcultura o tribu y que por fuera del mismo resultan casi ilegibles. Se la puede incluir en la categoría literaria de “realismo performativo” que acuñaron en colaboración su autor y Roberto García en un conversatorio que tuvo lugar en la Escuela Oliva nomás anteayer, lunes 6 de agosto de 2018. Performativo porque su texto, más que meramente representar, acusa, calumnia, difama, enaltece o glorifica. Sus relatos dentro del relato se nutren del folklore paranoico de los trasnochados cenáculos lumpen-poéticos de la época mencionada en Rosario, mediados de los años ’90.
La única figura adulta con alguna autoridad dentro de la novela (Breguet, un periodista que parece condensar en sí a varios autores locales de la generación que hoy transita entre los cincuenta y los sesenta) dedica varias páginas a fijar, ante una consternada secta estudiantil, las leyendas urbanas infamantes que circularon sobre dos autores parias de entonces: el poeta y ex policía Fernando Dintrans y el narrador, joyero y ex convicto Jorge Barquero. Aunque provengan de la oracular boca de Oliva, las acusaciones de él contra Barquero no resisten una calculadora. Si salió libre al final de la dictadura al cumplir siete años en Sierra Chica tras una condena por un secuestro, no puede haber festejado durante aquel delito el cumpleaños de quince de una de sus hijas cuando ninguna de las dos tiene aún cincuenta.
Fuera de la novela, el delirio conspirativo que el vate inoculó a sus acólitos (al punto de hacerles ver espías en dos escritores de gran calidad y de humilde origen) los volvió sordos a la otra campana, la de Barquero, quien sufrió un infarto no fatal luego de la escena que le hizo Oliva, y dejó inconclusa una crónica de Ana Laura Piccolo sobre su vida. La versión de Barquero sobre sí mismo como el incauto que dio en alquiler su casa-quinta “para guardar una mercadería” (“La mercadería era un tipo”, solía rematar su relato oral) aparece ficcionalizada en La ley de la memoria, novela sobre la que existen estudios críticos. La munición usada que dispara Breguet en la novela contra dos muertos indefensos (Dintrans falleció inédito en 1999) suena a chisme barrial sobre los recién llegados desde otro barrio más pobre. Pero su secta le cree. Es un relato bíblico, a esta altura.
No deja de ser notable que la lógica que gobierna tal guerra de representaciones sea más o menos la misma que la de los mensajes mafiosos de las bandas de narcotraficantes que rigen la ciudad, como lo muestra la zona realista comprometida de la novela de Retamoso.
Flaco favor le hace el novelista al poeta dedicando 250 páginas a glorificar su figura, vengar sus afrentas y pintar su locura como cruzada moral. Si lo que pretendía era un documental, tendría que haber consultado los expedientes judiciales. No se construye una tradición literaria sobre riñas de borrachos. Menos mal que además está la obra, la indestructible belleza de la poesía de Aldo Oliva, a la que Retamoso dedica generosamente citas y diálogos. Y una escuela.