Al mismo tiempo que se jugaba el Mundial, en Rusia se inauguró el primer prostíbulo cuyas trabajadoras sexuales son humanoides. Estos ya existen en Japón, en Francia y en España. Noel Sharkey, profesor emérito de robótica e inteligencia artificial de la Universidad de Sheffield (Reino Unido) asegura que “existe la posibilidad de que el sexo con robots cambie nuestra forma de relacionarnos y se convierta en la norma”. Cada vez se encuentra más cercano el momento en que las distopías promovidas en películas como Blade Runner o Metrópolis se hagan realidad, y ya existe el debate respecto a los derechos de los “sexbots”.
Pigmalión, insatisfecho ante la supuesta “imperfección” de las mujeres en Chipre, esculpe una a su gusto en un bloque de marfil al que rinde adoración. Afrodita se apiada de él y cumple sus deseos dando vida a Galatea, con quien se casa y tienen a su hija Pafo. Quizá este mito funcione como antecedente, la fantasía de la proyección del ego en un objeto inanimado con forma “humana” aparece en diferentes culturas, incluso en la literatura de Shakespeare. Sin embargo, una de las funciones del mismo es, precisamente, simbolizar la imposibilidad de asimilación del ego al otro (lo que el psicoanálisis denomina la “fantasía de cierre”), cuando los sexbots parecieran venir a hacerlo realidad.
Además de elegir el modelo a gusto, algunos científicos aseguran que los humanoides también podrían programarse según los deseos sexuales de sus clientes, estableciendo los tiempos y ritmos que cada uno (o una) requiera para llegar al orgasmo, eliminando así “el riesgo” que implica “la relación sexual” en su trascendencia hacia el otro, es decir, la misma comunicación y su “imposibilidad”.
Cincuenta años atrás, Guy Debord profetizó que la vida cotidiana sometida al espectáculo “aniquila la facultad de encuentro para reemplazarla por un hecho social alucinatorio”. Entonces se gestaba la “posmodernidad” junto a una serie de transformaciones como la desaparición de los grandes relatos de legitimación producto de un nuevo sujeto hedonista e individualista, atravesado por el consumo y la vivencia del puro instante. La televisión y la publicidad ayudaron en la legitimación de un cuerpo cosificado y homogeneizado que anula las diferencias –en donde radican la subjetividad y el amor–. A esto se suman las redes sociales, proveyendo la fantasía de las relaciones sexuales aseguradas con sólo un click, cuando en la mayoría de los casos, la ilusión que en primera instancia generan, se desvanece en un encuentro siempre postergado. Estas transformaciones producen una relación ambivalente con el otro al que es imposible negar (“el otro es el garante de la mismidad” auguraron poetas como Rimbaud o filósofos como Hegel) pero que a la vez se constituye en un peligro: su mirada sentencia los apegos o no a los estereotipos legítimos impuestos.
Los adelantos tecnológicos parecen proveer la solución en la sustitución de un otro “digitalizado” que encarna los imaginarios estéticos dominantes, siendo el salto entre el deseo inconcluso producto de las redes sociales y su “realización”. De este modo, que el sujeto entre o no en contacto con el otro de “carne y hueso” resulta circunstancial en la medida en que sea capaz de registrar a este otro “mediado” e indiferenciado respecto de su “corporalidad digital”. No es extraña entonces la aparición de los sexbots pero ya no como una fantasía limitante sino como parte de este otro “alucinado” acorde a los deseos individuales sin generar riesgo alguno: la trabajadora sexual “humana” aún guarda la posibilidad de la “desilusión”. No siendo así el encuentro con el otro sino con uno mismo.
En una de las versiones del mito de Pigmalión, Afrodita vuelve a transformar a Galatea en marfil justo al momento del encuentro amoroso, dejando a éste atrapado entre sus piernas, metáfora claramente asociada al límite y la castración. Lo que suceda con los sexbots es aún una incógnita...
* Docente UBA y Universidad de Palermo.