Desde Barcelona

UNO Rodríguez sabe que no debe hacerlo. Pero va y lo hace y entra al cine a ver Genius, dirigida por Michael Grandage, con guión de John Logan y protagonizada por Colin Firth y Jude Law. Película que en las carteleras españolas ha sido estrenada con el un tanto absurdo título de El editor de libros. Una –otra– biopic, sí. Lo que hasta no hace mucho se conocía como biografía fílmica y que en esta ocasión se dedica a reconstruir y narrar la tan turbulenta como apasionada relación amistosa-laboral entre el editor de editores Maxwell Perkins y el escritor de escritores Thomas Wolfe. Y fue por eso y así fue como cayó Rodríguez en la trampa. No se había repuesto aún del haberse cortado una pata a dentelladas para escapar de la trampa que había sido Trumbo (por suerte ésta la había visto en televisión y, una vez concluida, sólo debió arrastrarse los pocos metros que van del living a la cama) cuando volvió a precipitarse en la tentación de lo que (no él sino su responsable, quien lo sigue y firma semanalmente este Rodriguezíada) ha definido como “Cine Billiken”. Ya saben, Roberto Fontanarrosa en el cuento “Una noche inolvidable” y Woody Allen en su Midnight in Paris se ríen un poco de todo eso: de mundos y de películas en las que sólo parecen vivir próceres y celebridades que, presentándose enunciando su nombre completo, entran y salen por puertas y ventanas, luminosos e iluminados; mientras los anónimos mortales los contemplan desde la oscuridad de sus butacas mirando de reojo ya no el reloj sino el teléfono para ver cuánto falta y, de paso, comprobar si han sumado algún seguidor a la famita falsa y virtual de sus perfiles que difícilmente alguna vez serán llevados al cine.

DOS Pero, de nuevo, Rodríguez no pudo resistirse porque ha leído mucho (incluyendo a la magistral biografía ganadora del National Book Award del también pulitzerificado A. Scott Berg, de la que supuestamente se nutren Logan & Grandage) sobre los casi cuarenta años de Maxwell sacando punta a un lápiz azul-rojo en su escritorio de la editorial Charles Scribner’s and Sons en cuyo edificio/librería hoy hay, signo de los tiempos, una perfumería Sephora. Y ha leído también a todos los que Maxwell editó en su momento (además de a Wolfe, a Hemingway y a Fitzgerald, personificados en Genius por un inglés y un australiano respectivamente). Pero se da cuenta de que está en problemas cuando empieza la película y aparece esa Nueva York digital de los años 20-30 y, de pronto, ahí están (una vez más) dos ingleses haciendo de norteamericanos. Y Firth parece actuar bajo el efecto de opiáceos y Law bajo el efecto de anfetaminas (y están casi tan mal como Bryan Cranston en Trumbo, actor que probablemente sea de los peores de la historia a no ser que esté bajo la calva y sombrero de Walter Breaking Bad White). Y lo peor de todo, luego de ese cartelito introductorio que advierte al público –como si fuesen niños a los que seducir con caramelos alrededor de una fogata– que “Esta es una historia real” y todo eso. Porque pocas veces Rodríguez ha asistido a una biopic más mentirosa y manipuladora. En Genius / El editor de libros todo está, sí, editado. Y Wolfe (cuya estura era apenas menor a la de un gigante) aquí es más bajo que Perkins. Nada es del todo verdad allí y mucho menos se cuentan los verdaderos motivos del distanciamiento entre editado y editor. Todo está  reescrito para complacer a un espectador que no quiere demasiadas complicaciones. Desde el epifánico Big Bang del principio (lo cierto es que Perkins inicialmente rechazó a Wolfe y no cambió de opinión hasta ser convencido por un entusiasta colega, Wallace Meyer; el cambio del título del debut Look Homeward, Angel no fue idea de Wolfe) hasta ese final en el que se hace leer a Maxwell la última carta de Wolfe llegada desde la tumba cuando la recibió y contestó antes del fallecimiento del novelista. El momento más desconcertante para Rodríguez es aquel en el que Wolfe llega con el colosal manuscrito de lo que acabará siendo su segunda magnus opus –Of Time and the River– y las miles de páginas ya lucen viejas y apergaminadas en lugar de flamantes; como si las hubiesen extraído de las bóvedas de la biblioteca de alguna de esas universidades con presupuesto millonario para coleccionar semejantes reliquias. Triste y paradójicamente, las mejores partes de la película son aquellas en las que el editor vuelve a su casa en las afueras de Manhattan y se relaja con su familia; lejos de escritores y de críticos y de productores de Hollywood ya seduciendo a las mejores firmas del momento para que se vayan a la diabólica Los Angeles a escribirles biopics.

TRES Y está claro que no es un género sencillo y que son muy pocas las biopics que se las arreglan para trascender a la carne y hueso verídicos y conseguir volver más creíble a la fantasía que al original. Hay que ser, sí, un genius para conseguirlo. Y así hoy Iván el Terrible o Citizen Kane o Lawrence of Arabia o Raging Bull o The Elephant Man o Ed Wood o Thirty-Two Short Films About Glen Gould o I Shot Andy Warhol, han suplantado a los verdaderos falsificándolos magistralmente. Varios insalvables escalones más abajo Rodríguez también supo disfrutar de Elizabeths de variable numeración y Victorias y María Antonietas, de un Johnny Cash y varios Bob Dylans, de algún Jesucristo (que no deja de resucitar para la gran pantalla) y alguna Juana de Arco, de un Andy Kaufman, de un Mozart & Salieri, de un Malcolm X, de un Zuckerberg y de un Jobs (el de Fassbender) y de las reinvenciones de los fuera de la ley Butch Cassidy & The Sundance Kid y Bonnie & Clyde y Frank Abagnale, Jr. y Chuck Barris y… Y por favor aparten de Rodríguez todas esas biopics pertenecientes al siempre oscarizable subgénero “enfermos y enfermedades” donde se actúan síntomas. Pero, a pesar de todo, una mala biopic puede tener un efecto positivo: devolverte a los buenos libros que la inspiran y así Rodríguez se dice que va a volver a casa y se va a meter en la cama con la biografía de Berg, con esa pequeña gran memoir de Thomas Wolfe que es The Story of a Novel, y con la correspondencia entre editor domesticador y escritor indomable recopilada en To Loot My Life Clean donde, sobre el final, el primero pide disculpas, el segundo otorga un está todo perdonado, y ambos coinciden en que fue un placer y un privilegio. 

CUATRO Rodríguez sale de ver Genius con los ojos cerrados y los pulmones enfermos. Estreno de la primera súper-producción gripal del 17. La calefacción de la sala dando lugar –en brusco y elíptico montaje biópico– al frío de afuera y ya está: Rodríguez cae vencido en cuestión de segundos. Gran tema para una biopic intimista. Atchús / El estornudador de mocos, y Rodríguez piensa en lo mismo de siempre. En su propia biopic. En qué quedaría fuera y quién permanecería dentro. En que ya no está el norteamericano Philip Seymour Hoffman (con quien hasta no hace mucho lo confundían de tanto en tanto) y en que, seguro, no hay actor español que pueda representarlo ahí adelante. Tampoco inglés o australiano. Algo le dice a Rodríguez que –con la suerte que tiene, que tuvo y que tendrá– no sería nada raro que, de filmarlo, le tocase un actor argentino, fingiendo acento español, diciendo de vez en cuando gilipollas pero deseando decir boludo todo el tiempo.