La buena conciencia liberal de las clases medias urbanas y la obsesión por ser buenas personas y por “estar a favor de todo lo bueno” pocas veces estuvo tan bien contada como en Cómo ser buenos, uno de los mejores libros del inglés Nick Hornby, que pretendió ser, en su momento, una respuesta a Intimidad de Hanif Kureishi. Si en el libro de Kureishi un hombre atraviesa en soledad el duelo de la separación y planea en silencio dejar a su mujer, en la novela de Hornby es Katie Karr la heroína que se vuelve una cínica para contrarrestar la bondad sin freno de su marido. La elección de Hornby de colocar la irreverencia y el cinismo en la boca de una mujer nos hizo sentir fuertes y poderosas.
Pero me parece que la irreverencia, el cinismo, el francotiradorismo, decir “lo que nadie dice” son gestos que están quedando un poco vetustos, pasados de moda. En general, el cinismo funciona por su efecto sorpresa: largar la piña en otra dirección. El tema es que pegarle a la izquierda por “incapaz”; al feminismo por ser “una moda”; al lesbianismo por tener mucho “de pose” y a la mirada de género por ser “sexista al revés y estar cargada de resentimiento” es una impostura que fue perdiendo vigor y agilidad y muestra lo mal que envejeció lo políticamente incorrecto, hasta el punto de que en las redes sociales a sus usuarios los llaman “Raúles” para descansarlos porque atrasan. En las redes sociales los usuarios de lo políticamente incorrecto encontraron su chiquero para embarrar a gusto, y en las mismas redes encontraron su límite: se los compara con viejos chotos.
The Party, la película de la inglesa Sally Potter es mucho más sofisticada y fina que los nubarrones de la mente de un usuario de redes sociales obsesionado con el lenguaje inclusivo y con las mujeres que se ponen en tetas para pedir derechos; pero coquetea con el conservadurismo cínico –el cinismo siempre juega para los conservadores– para el que los cambios son siempre vanos e innecesarios. En The Party, Porter propone sacarle “las máscaras de la hipocresía” a los seis personajes fatigados de ideología bienpensante y los larga para que se coman entre ellos. Y lo consigue bastante, lo que le critico es la resolución facilista de esmerilarlos mediante la crítica a sus posiciones progresistas. Sally Potter se la agarra con los progres, aunque hay un tiburón de las finanzas cocainómano, el personaje siete, que dice la cruel verdad -como si no la supiéramos- de que una casa no se compra con ideales sino con dinero. Ya lo había dicho Calamaro en una canción así nomás.
De todos modos, hay aciertos en la película de Potter, simplemente es irritante saber a quiénes y qué partes los van a hacer reír. Pero la apuesta de la directora de encerrar, con la excusa de una celebración, a varios neuróticos adentro de una casa, siempre rinde. Me hizo acordar a ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, donde el clima opresivo, la tensión entre las parejas y el whisky ingerido genera un vallado cada vez más áspero alrededor de la casa donde se desarrolla todo el parloteo.
Una recién designada Ministra de Salud de la Nación que pone su casa para el festejo y su marido algo ido; una catedrática lesbiana y su novia que acaba de quedar embarazada de tres embriones vía fertilización asistida; un coaching ontológico y aromaterapeuta y su mujer, el vector cínico de la película, una desilusionada con los ideales de la revolución francesa que prefiere “mirar la realidad a la cara” y que supone que cualquier pensamiento bienintencionado esconde una coartada; el cocainómano que se viste con trajes a medida y Marianne, que nunca aparece y que parece ser una alegoría, leída en tiempos del Brexit, de cuando las cosas iban mejor. Con este zoológico de clase media alta inglesa, Potter arma el arca de Noé de los conflictos que van a ir emergiendo a medida que los invitados van tocando la puerta. Filmada en un sobrio blanco y negro, el carácter teatral le da aires de cine clásico pero sin haber sido novedad.
El elenco es arrasador: Kristin Scott Thomas, Bruno Ganz, Patricia Clarkson y Cherry Jones le dan la maceración justa a una hora diez minutos de cinta que segundo a segundo incrementa los dramas. Cada personaje es un vector de conflicto que parece que va hacer caer a The Party en una ininterrumpida apertura de temas, pero el oficio y aplomo de los actores y actrices impide que el guión se desbande. Por último, el final es fabuloso y vale toda la película.