Cuando ahora regreso con el corazón a la biblioteca que organizaba mi madre para su niño taciturno, recupero una novela de Emilio Salgari que se llama Capitán Tormenta. Las obras de aventuras de Salgari eran de lectura corriente entre los adolescentes en esos tiempos (hablo de los años sesenta y setenta).
Y para los chicos menores de diez, como yo, existía una versión enana, adaptada a lo que los editores consideraban comprensible para la edad, y por supuesto con ilustraciones que suponían inocentes. Pero Capitán Tormenta, además de ubicarnos en una guerra histórica (la turco-otomana, en el 1500) te conducía hacia un amor y una identidad tránsfugas, desvíos de dos militares, uno de los cuales -he ahí la inquietud que me provocó- era una mujer oculta bajo el aspecto y la ropa de un varón. La reversión del objeto de deseo homosexual en heterosexual disparó en mí sensaciones de alto voltaje, a las que no encontraba todavía explicación. Un varón siempre se enamora de una mujer, pero si esa mujer es socialmente la representación de un varón... ¿qué pasa? ¿Yo podría amar a otro niño en esa jugarreta de esencias y máscaras? Imagínense si mis padres se hubieran dado cuenta de que ponían en mis manos nocturnas una novelita en la que, antes de rendirme al sueño, me convertía en una mujer tormenta.
Hoy, en cambio, el primer enamoramiento puede ser relatado a la pubertad lgtbi sin que deba fluir hacia el río de lo innombrable. En la Argentina, por ejemplo, Sofía Olguín, antes de cumplir los treinta, entendió que se puede arar sobre otra rueda y emprendió un proyecto literario que abarca infancia y adolescencia por fuera de la tradición sexoafectiva autorizada.
Una literatura que, queriéndolo o no, es también una pedagogía. Para la infancia que callaba, como la de uno, pero también para la que no; y para padres y docentes que están sensibilizados con la aceptación de las diferencias. Bloguera, Sofía, junto a la ilustradora Ornella Pocetti, “edita literatura de diversidad sexual en Bajo el Arcoiris”. Así pregona la contratapa de Cuando me transforme en río (Muchas nueces, 2018), una pequeña novela de amor en un pueblo norteño, entre dos varones de trece años. Paisaje de río, perfiles de montaña, estrellas y sombras de indios, pero cruce con turistas (el cosmopolitismo que permea la quietud) en el hostel de la abuela de la voz narradora. La escritora argentina hace pura ficción amorosa, a la vez que estética de existencia, de cuestiones de circulación identitaria hasta ahora apenas consideradas en los confesionarios, divanes y gabinetes psicopedagógicos. Dos púberes que se ofrecen bienes (la poesía amorosa de Manu es la carta reveladora) mientras reflexionan sobre la muerte. Manu tiene una enfermedad terminal y Daniel busca inmortalizarlo reproduciendo sus poemas, primero en fotocopias y luego -gracias al interés de un editor- en un libro por el que obtendrá reconocimiento póstumo.
Leyendo Cuando me transforme en río siento que Sofía conoce desde temprano una ley que opera como baza en la literatura: la fatalidad. En una mesa de debate sobre literatura lgtbi actual se rescataba que las historias de amor pudiesen ahora escapar a la desgracia o la muerte; a medida que se nos dio la llave de la ciudad democrática, nuestros vínculos empezaron también a mostrarse con humor, naturalidad o incluso finales felices. Se levantaba así, se dijo, una condena que pretendía ser ejemplizadora. Pero el amor, si no es fatal, miente. Ese estado, al sacar lo mejor y lo peor de uno, no saca también de lo cotidiano y está imbuido de fantasmas. Lleva consigo fecha de caducidad o se convierte en manía, a menos que trascienda el ensimismamiento. El poeta Manu perdura en su editor Daniel; Manu declara su amor a través de versos, que quizá no hubieran sido comprendidos sin la baza de la muerte temprana, y así se dirige al futuro Daniel, y de alguna manera vuelve sobre él como río que fluye y lo designa.
A medida que avanzaba, el relato se me iba revelando como uno de los tatuajes perennes que la escritora parece amar: en la superficie se dibuja un significado profundo que puede llevar toda una lectura descifrar. Pero Sofía no quiere evadirse de su proyecto literario y, cuando todo pareciera encaminarse a la sublimación, el equívoco o la amistad particular de dos púberes, encaja el beso erótico: “me acerqué a él, me incliné y, aunque todavía no éramos ni nubes ni río, lo besé en la boca”.
El Capitan Tormenta, en esta novela, no mutó en mujer. Habla como niño. Es una mariquita como fue uno, que por fin consigue besar a su compañero, se dirige a ese otro sin ocultamientos, y como mariquita nacida y crecida en territorio extraño supo aprender antes que cualquiera el mecanismo de la fatalidad que nos atraviesa a todos.