Fui con Wu, el chino del superchino de enfrente de casa, al aeropuerto de Fisherton a buscar a Xia, su hija, que venía de Beijing a visitar la familia en Rosario. Durante el trayecto de una hora hasta el sur de Rosario, ella, a más de hablar en cantón con Wu, me miraba desde el asiento trasero queriendo adivinar cómo era el amigo americano de su padre. La verdad es que yo y Wu en un auto éramos una cosa extraña como El Quijote y Sancho, Belano y Lima, Narciso y Goldmundo o el Astrólogo y Erdosain, aunque me costaría decir cuál de los dos era cada uno.

Yo la miraba a Xia leer por el espejo retrovisor. Miraba su edad joven, lejana como su país aunque ningún sitio está fuera de mi camino y China tampoco, porque como dice Mo Yan, “todas las palabras que escribo no me pertenecen, salen de la boca de otros y uso el pasado para contar el presente”. Si ustedes conocieran a Wu, y ahora a su hija, sabrían que ellos son muy intensos pero parecen no demostrarlo como nosotros, los latinos. En el auto no se hablaban, no se hacían preguntas ni sonrisas ni caricias y, que yo supiera, hacía cinco años que no se veían. Yo ya tengo trato con Wu, convivo con ese pudor, su sonrisa leve y la reticencia a los gestos ampulosos o físicos, pero hay que acostumbrarse, saber que no es desapego sino una forma de vivir como si todo fuera inminencia.

Le pregunté a Xia si hablaba inglés y dijo: “Yes, I understand”, pero enseguida se tiró de cabeza al libro que tenía entre manos y me quedé con los tres idiomas balbuceando. Ya estábamos por la Circunvalación cuando la miré sorprendido por dos cosas: una, que seguía leyendo, que no había dejado de leer siquiera después de ver a su padre y de viajar 25 mil kilómetros y tres días. Cuando volví a mirar al asiento trasero, sin decir palabra, ella me mostró la tapa: era Grandes pechos, amplias caderas, de Mo Yan. Hubiera querido preguntarle si ella pensaba, como dice la crítica, que Mo Yan escribe como Faulkner, y otra cosa, más evidente, preguntarle si esa belleza simple y transparente de su piel de jade, esas pestañas como persianas del templo Yonghe eran suyas o de una princesa oriental de la Dinastía Xia (resplandor del amanecer), o de una Xerexiade de Las mil y una noches, o de una estampa de la Dinastía Zhou, o de la chinita que volvió loco a Hervé de Joncour en Seda, de Baricco.

Nancy (la dueña del chino de enfrente de casa, que es hija o sobrina de Wu, todavía no sé), me había dicho que Xia era profesora de historia, y después, algo atravesada, en un cantonés argento, escuché la voz “antropóloga o antropófaga”. Nancy dijo que Xia me iba a gustar, porque aunque yo me enamoraba fácilmente (eso dijo, vuelan los chismes en Tablada), ella estaba siempre leyendo, igual que yo. Pero en el viaje, yo sentía que Xia me miraba la nuca y se preguntaba si yo leería, si acaso no sería otro de esos hombres que rugen con partidos de fútbol y solo tienen WhatsApp para compartir pornografía. En un momento hizo una cara de “qué bruto”, cuando dije algún brulote a otro conductor en una esquina.

Después se volvió a hacer ese silencio donde ellos hablan, apenas hubo miradas por encima del libro, una vuelta de página o de Wu mirando a su hija por el espejo  retrovisor. En un momento doblé hacia el río para que se hiciera un paseo y decidí poner música. En un MP3 que alguien  olvidó en el auto, está todo Spinetta y sonó Té para tres. Después Xia me pidió repetir Alma de diamante. Cuando llegamos al Parque Urquiza recordé que una noche de verano en los camarines del anfiteatro, con Fabricio, conocimos al Flaco y el Rengo le regaló Agua Virgen y estuvimos hablando un rato con Luis, que a propósito, tenía mucho de chino, de pudor, de pureza implícita, de inminencia.

Entonces pensé un deseo infantil, al principio no lo dije, pero yo imaginé que a los 16, sin saberlo, en distintas edades y pueblos, en mundos separados como jardines de Borges o de Hawking, Xia y yo, los dos, habríamos escuchado las mismas canciones de Spinetta. Esa cosa de extrañarse antes de conocerse: Muchacha ojos de papel, Tu nombre sobre mi nombre o que quizá el suyo, Xia, significara Ludmila. Y aunque fuéramos adultos, me gustó imaginar que algunas noches, ya lejos, en distintos mundos, en China y en Rosario, en el futuro y el olvido, los dos escucharíamos al mismo tiempo Seguir viviendo sin tu amor, aunque no sabríamos bien porqué.

En la bajada de Pellegrini, Wu le dijo a Xia que yo escribía. Él dijo: “zuójiá (escritor 作家)”, y por unas señas de empujar su carro de repositor y cartones del superchino frente a casa, me pareció que le dijo que yo estaba escribiendo su historia, la de él. Entonces ella hizo ese resplandor del amanecer que significa su nombre, Xia, esa sonrisa de heroína exhausta de Mo Yan. Mi expresión de asombro le debe haber parecido linda o buena, porque dijo “hépíng (paz 和平)”, que para los chinos es un sustantivo más importante que amor: paz. Paz y una sonrisa, pero esa foto, la del resplandor del amanecer, es fugitiva, como ella.