Agobiante. 

Ocho horas de sesión del Senado y ya pasaron las ironías, los llamados telefónicos, el grupo de Whatsapp, si llueve, si no llueve, si nos encontramos en la esquina a las 18.30 o si nos juntamos en algún departamento a ver y escuchar a los legisladores, si la línea A, dónde nos bajamos, perdí el pañuelo otra vez. Ocho horas después hay silencio en mi casa, se calienta el café y escucho vientre materno, el aborto es un fracaso social, el aborto es una tragedia, la vida desde el momento de la concepción, la persona humana, la Constitución, proteger la vida, los más vulnerables, el abuso intrafamiliar, decisión trágica, extraer al niño, llevarle plantas a una mujer, ¿quién va a estar a favor del aborto?, no estamos en contra de la vida, no leí el proyecto pero voto no, ¿es inmodificable la decisión de abortar? Podría salir, pienso, y sacudirme el agobio, pero la sesión es perversamente adictiva y además me invade cierta introspección. Ya saldré, por la noche, cuando se acerque la votación que, a pesar de toda la fuerza de la calle verde, se adivina negativa. Espero equivocarme. 

No quiero pensar, ahora, en la desazón de las próximas horas. Quiero apuntar, sí, que el presidente dijo que no importaba el resultado: lo importante es competir. Algo que no se aplica ni siquiera al fútbol. Las mujeres no queremos competir. A mí no me importa “haber dado el debate”. Yo no quiero más aborto clandestino y ya. Podría haberme ahorrado muchas horas de estupideces enmascaradas de debate. A veces pienso que no queda nada más por decir, nada. 

De entre lo repetido hasta la náusea me impresiona la insistencia en que “ninguna mujer quiere hacerse un aborto”. Hace apenas dos días, en redes sociales, una mujer que, como yo, estudió y fue joven en La Plata, me hizo acordar de los sucuchos en los se abortaba en la ciudad hace más de veinte años. Recuerdo el sucucho donde abortó ella, lo visité. Yo no tengo sucucho propio porque yo no aborté entonces ni aborté todavía. Los conocí por acompañar a otras, por averiguar para mí. A veces, por ejemplo, sueño con una escalera. En el sueño la subida es muy empinada pero recuerdo la escalera real y no era tan estrecha. Terminaba en una puerta blanca de vidrio esmerilado. Había que tocar el timbre y esperar. Salía una mujer y preguntaba de cuánto estaba (“¡más de tres no eh!”) y daba un precio y la fecha. Nada más. Ni consejos, ni antecedentes médicos, ni preparación, ni descripción del procedimiento, ni quién lo haría, ni qué hacer después. Nunca pasé detrás de esa puerta porque nunca estuve embarazada. Llegué a juntar el dinero ante un atraso en la menstruación, eso sí. Le robé a mi madre, le pedí a amigas, vendí marihuana, mi novio sacó de no sé donde. Tengo amigas que entregaron computadoras como parte de pago, por ejemplo. Me irrita, a veces, esta idea de que “las ricas” se salvan porque pueden pagar. Así es, pero las ricas son pocas. Y al lado del desamparo completo de las mujeres más vulnerables, las mujeres pobres, las que más mueren, está la inmensa masa de pendejas de clase media y clase media baja, hijas de padres trabajadores que tampoco tienen plata y juntan en la mesa de luz o en la mochila, billete a billete. Yo lo hice. No todas tienen padres que “las bancan”; no todas se atreven a contarle a su mamá. Esa idea progre de la relación madre-hija sorora tiene algo de la crueldad de la familia perfecta y en-casa-se-habla-todo, más sonrisa satisfecha y arrogante. Algunas tendrán esa suerte pero la vida suele ser más compleja y desbordante y desprolija.

Vuelvo a la mayor tragedia en la vida de una mujer, ese latiguillo. Asociado con el otro: “ninguna mujer quiere abortar”. Bueno, yo quería abortar cuando creí estar embarazada. Yo abortaría hoy si quedase embarazada, sin duda alguna. No conozco a una sola mujer que esté arrepentida de su decisión de abortar o que, como dijo una senadora, haya quedado loca. Una de mis amigas más queridas vive en Europa. Abortó legalmente. Recuerdo que me dijo: “Está buenísimo estar embarazada”. Le había gustado lo que sintió su cuerpo preñado. No era el momento de llevar a término el embarazo y eligió. Años después decidió parir y ahora cría a una nena. La envidié, me acuerdo. Esa tranquilidad, esa posibilidad de decidir que la sacaba del miedo y el frenesí y le permitía sentir algo más que extrema inquietud en su cuerpo. No puedo escuchar una sola vez más “nadie va a abortar alegremente”. ¿A cuántas cosas que se saben justas y correctas, aunque no sean sencillas, se va cantando llena de dicha? Lo que nadie quiere es abortar en un consultorio improvisado con un médico desconocido y pagando un precio demente. Nadie quiere abortar con una voz que guía por teléfono y explica cómo introducirse las pastillas, cuántas, qué esperar, cuánto esperar. ¿Está bien esta cantidad de sangre? ¿Tengo que ir al hospital igual? ¿Esta fiebre es sepsis o resfrío? ¿Las tomo o no? Escuché estas preguntas varias veces, de diferentes mujeres. Todas querían abortar: ninguna quiso abortar tal como lo hizo, con el celular en la mano y una amiga sentada sobre el bidet que lee en la pantalla de la computadora, una vez más, la guía para abortar con misoprostol. 

Estos días, también, me acuerdo muy seguido de Bernie, una compañera de colegio uno o dos años mayor que yo. No recuerdo su apellido. Era extrañamente linda: tenía un ojo estrábico y una actitud desafiante que me dejaba absorta. Para el colegio era la puta pero en la injuria suele haber admiración, y con Bernie esa admiración era evidente. Su pollera gris de uniforme que usaba muy corta, doblada sobre el cinturón. Las piernas largas y las medias corridas. Las hebillas de todos colores en el pelo y la furia adolescente en los ojos azules. La manera en que se apoyaba contra la pared, la camisa blanca, el chico más guapo del colegio besándola adelante de una celadora. La expulsaron no se por qué, quizá por fumar o por muchas faltas o por alguna otra pavada. Cuando ya no iba al colegio igual la veíamos por ahí, era una chica famosa, como suelen ser las chicas bravas y lindas. Creo que se había hecho un aborto mientras estaba en la secundaria. No lo sé. No era mi amiga. Sé que murió en la calle, desangrada. No exactamente: murió en el hospital, pero la encontraron en la calle agonizando. Un vecino llamó a una ambulancia cuando la vio en un charco de sangre, sobre el cordón de la vereda, con el útero perforado. Me imagino sus piernas largas y blancas ensangrentadas. Las manos llenas de sangre tratando de detener la hemorragia. ¿Los que le hicieron el aborto la habrán arrojado en ese lugar? ¿Después de cuánto tiempo? Estoy segura de que no fue encontrada cerca del consultorio clandestino. ¿La habrán subido a un auto para dejarla lejos? ¿Habrán limpiado ese auto con desesperación, después? ¿Alguno habrá sido capaz de darle la mano, de mentirle, de decirle que no tuviera miedo?

Por qué no la llevaron a un hospital, me pregunto siempre. 

Por qué la castigaron así.