En el Senado los gritos de la calle quedan ahogados entre las rejas. El plástico negro se pega a las paredes de mármol en un edificio clásico que mantiene su peso en las columnas pero que se parece a un museo cerrado por reformas. La música entra como en un embudo atrapado por el viento que permite un patio en donde se cuelan los gritos y el fervor de las chicas. El ruido se apaga por el silencio en donde la palabra vida se enciende como una vela cuando la luz eléctrica todavía no hubiera llegado a la civilización. Durante toda la jornada del 8 de agosto el Senado blindó sus puertas para no escuchar los ecos de la calle, ni dejar entrar a diputadas, periodistas y activistas feministas.
El Senado le dio la espalda al grito de la calle, de las mujeres, de los jóvenes, de lxs trans. Los gritos se apagaban en el ingreso y las voces de senadores y senadoras desoyeron la calle, la euforia, el grito, incluso, el propio tiempo. Los discursos se pronunciaban desde una solemnidad calada en mármol, pero no por la nobleza de los materiales clásicos, sino por el armazón del edificio en donde el eco de la primavera juvenil, que resistía en carpas o a cuero el frío, la lluvia y el viento, no entró, sino que resbalaba en una burbuja que convirtió a la democracia en un circo sin platea para el público.
La revolución de las hijas implicó una ruptura de género y generacional. Las calles estuvieron, desde el 8 de agosto hasta la madrugada del 9 de agosto, copadas por jóvenes, pioneras, activistas, pero protagonizada por una marea verde juvenil y adolescente. Ellas pueden votar en las urnas, pero no pudieron votar en el Senado. La representación democrática está rota cuando esa representación no escucha a las grandes actoras de la renovación política: las chicas.
Las vallas que impidieron el ingreso al Congreso y que, incluso, prohibieron la entrada a Silvana Lospenatto, Daniel Filmus, Daniel Lipovetsky, Victoria Donda, Karina Banfi, Mónica Macha y sacaron por la fuerza a Mayra Mendoza (el grupo los sororos transversal y ejemplar en su lucha por el aborto legal, seguro y gratuito) son de hierros, pero no solo virtuales. El reglamento legislativo prohíbe el ingreso de las chicas hasta los 25 años a la Cámara de Diputados y hasta los 30 años a la Cámara de Senadores. Por lo que Ofelia Fernández (ex Presidenta del Centro de Estudiantes del Colegio Carlos Pellegrini), de 18 años, tendría que esperar siete años para ser diputada. Pero, si entrara, sería un milagro. El promedio de los diputados y diputadas es de 49 años, según un relevamiento del periodista Rubén Sánchez, en el diario El litoral. Por lo que Ofelia tendría que esperar 29 años para ser una diputada promedio, no descollante, vanguardista o audaz. Ya que solo 3 de los 257 diputados/as tienen menos de 30 años (por lo que incluso aunque logre convertirse en excepción no se conseguiría aprobar una ley o ser mayoría). Y, como los votos son colectivos, no cambiaría nada sola, sino se cambia la estructura de la política vetusta.
Pero, aun así, la diferencia entre la Cámara de Diputados y la de Senadores no es solo porque las provincias son más conservadoras (lo conservador es el poder, no las provincias), no es regional, sino también etaria. El promedio de edad de senadores y senadores es de 57 años. Por lo que Ofelia tendría que esperar 40 años para ser senadora. Por lo que debería vivir tres veces su vida para llegar a decidir sobre la vida de las jóvenes cuando, además, ya no sea joven y tenga 54 años, un poco por debajo del promedio del Senado. La edad no condena a los senadores y senadores a ser conservadores, pero sí deja afuera a las jóvenes de la posibilidad de decidir sobre las políticas que deciden sobre su cuerpo. Y muestra cómo, en un momento histórico en el que ellas se acercan al interés por la política, la política las deja afuera hasta que se arruguen. Ellas no van a arrugar. Pero la política –y los sectores conservadores- sí les temen y por eso buscan frenar –con el freno al aborto legal- su tsunami para cambiarlo todo.
La política representativa ya no puede representar a las jóvenes porque valla su ingreso a la política y valla su grito, su goce, su orgasmo, su miedo, sus demandas y sus deseos. Esa valla se rompe o se rompe la política. Los senadores que votaron a favor o en contra del aborto legal pueden ser solidarios o reticentes al cambio, pero ninguno/a va a abortar. Por lo que la mayoría de senadores/as que mandó a las mujeres y cuerpos gestantes a desangrarse en la clandestinidad, el miedo, la muerte, el sufrimiento o la perversión no corren riesgo de morir, sufrir o dejar de disfrutar. “Los que votan son varones o ya están menopáusicas”, dijo Juana Garay, en una charla sobre “La Revolución de las hijas”, organizada por la revista Anfibia el lunes 6 de agosto.
“La Cámara de Senadores está compuesta por 72 representantes (tres por distrito) que arrojan un promedio etario de 57 años. Cabe destacar que uno de los requisitos para ser senador exige tener como mínimo 30 años de edad, 5 más que para ser diputado. Sin embargo, la grieta entre los promedios de edad consta de 8 años. Los senadores que están por debajo de los cuarenta años son sólo cuatro: Ana Claudia Almirón (Corrientes, 34 años); María Eugenia Catalfamo (San Luis, 31 años); Anabel Fernández Sagasti (Mendoza, 34 años) y Pamela Verasay (Mendoza, 38 años). A excepción de Catalfamo (que está ausente por licencia por embarazo)”, cuenta la nota de Sánchez.
La votación arrojó 31 votos positivos por el aborto legal, seguro y gratuito contra 38 votos negativos. “Mañana a las 11 de la mañana”, llamó casi a las tres de la mañana Gabriela Michetti, la autora de la frase “No pasa nada”, frente a un embarazo no deseado. Sí pasa. Frente a un embarazo. Y frente al papelón de un Senado blindado a la calle y expulsivo de las jóvenes. En la Argentina de la doble moral la hipocresía levantó la mano y cerró los ojos. Las jóvenes, las hijas, no van a dejar de mirar de frente. Y derribar las vallas.