Los símbolos siempre me atrajeron. Ya de chico recuerdo tener ese interés. Me llamaban la atención especialmente los diseños gráficos, sin importar que, de algunos, sólo mucho tiempo después consiguiera aprender el significado. Recuerdo una manta, un cubrecama blanco que usé durante mi infancia, que tenía trazadas en azul, sobre mapas antiguos, distintas rutas marítimas. Además, cada tanto, bien grande, había una estrella delineada geométricamente. Esa estrella circular llena de puntas perfectas me fascinaba. A veces, cuando estaba haciendo la tarea, algo aburrido o disperso, intentaba reproducirla en los márgenes de las hojas. Pero la imitación era muy torpe –nunca fui bueno para dibujar– y entonces me consolaba pensando que cuando fuera más grande sí dispondría de la habilidad necesaria para una copia fiel. Ignoraba que esa estrella era la rosa de los vientos o rosa náutica, un círculo que en cada uno de sus extremos indica los distintos puntos cardinales, y por ende las distintas direcciones que toma el viento. Una herramienta de navegación que divide en treinta y dos los rumbos que puede tomar el horizonte.
Otros símbolos que en ese tiempo llamaron mi curiosidad fueron la estrella de David y la cruz esvástica. Al igual que con la rosa de los vientos, recuerdo que si bien me intrigaba cuál pudiera ser su significado, antes me quedaba detenido en su forma, en el misterio original y simple de su diseño. Recuerdo mi alegría cuando pude, en distintas oportunidades, trasladarlos al papel; lo pude hacer cuando deduje que en la estrella de David sólo había, superpuestos, dos triángulos equiláteros: uno apuntando hacia arriba y otro hacia abajo; y que la cruz esvástica se lograba disponiendo una cruz de ángulos rectos adentro de un cuadrado, y alternando después, en los lados exteriores, el trazado y la omisión. Por supuesto, los símbolos de los superhéroes también llamaban mi atención y me impulsaban a copiarlos. Sobre todo el símbolo de Batman, aquel murciélago negro sobre un óvalo amarillo que, según las versiones, plegaba más o menos sus alas.
No fue la excepción entonces el símbolo de Rotary International. El círculo que yo veía coronando distintos monolitos o paradas de colectivos de la zona, que al principio me parecía un timón, y sólo después, con los años -y aunque siga sin confirmarlo- me fue pareciendo lo que creo es en verdad: una rueda dentada; como el piñón de las bicicletas o el rotor de tantos engranajes y mecanismos. Pero además del símbolo, me llamaba la atención la profusa cantidad de lugares en los que lo veía y también el hecho de que su leyenda estuviera escrita en inglés. Sin embargo, aquellas incógnitas, al menos parcialmente, pronto se irían resolviendo. El padre de un compañero mío del colegio pertenecía al Club de Leones. Entonces, al comprender que el Club de leones era un club social presente en distintas localidades, tanto de acá como de otros países; que se trataba de una asociación filantrópica mundial, deduje que el Rotary sería lo mismo, ya que sus expresiones, si no idénticas, eran muy similares. Los dos se ocupaban de gestionar y aportar pequeñas obras de infraestructura a la comunidad: refugios de colectivos, plazoletas, algún cartel orientador del tránsito.
Por otro lado, es desde entonces que ese tipo de entidades conllevan un prejuicio para mí. Tal vez se deba a que mi compañero y su familia tenían una posición social ligeramente más alta que la mía. Lo cierto es que a causa de eso, el Club de leones, y en consecuencia, el Rotary International, como así también el Automóvil Club Argentino, quedaron siempre asociados a una especie de logia para gente rica y ególatra, una masonería frívola y venida a menos.
No me resultó tan extraño cuando mis padres me dijeron que Rúben, un primo nuestro –en verdad, uno de esos vínculos lejanos e inexplicables por lazo sanguíneo, pero muy cercano por afecto y asiduidad– hacía su fiesta de casamiento en un salón del Rotary. Yo no había tenido hasta entonces muchos casamientos ni fiestas de ese estilo, pero intuía cómo eran: ruidosas, elegantes, con distintos platos a lo largo de la noche, baile; sabía que nunca se realizaban en una casa. Rúben tendría en aquel momento poco más de treinta años y se casaba con una mujer más o menos de su edad. Era hijo único. Recuerdo aquella noche con bastante nitidez. Era una noche de verano, muy calurosa, y el salón era un salón muy pequeño, de modo que, un poco por eso -y también porque los chicos, si hay otros chicos, no suelen querer estar donde están los grandes- recuerdo haber pasado toda la fiesta afuera, en la vereda del salón, jugando, hablando y corriendo con mis ocasionales amigos. Yo tenía doce años.
Rúben era gasista de oficio. Trabajaba con un tío suyo que, a través de relaciones con arquitectos y contratistas, conseguía obras medianas, casi siempre en Capital; no tanto arreglos particulares sino instalaciones en casas y edificios. En aquel tiempo era el único varón joven de la familia; porque estaba la línea de mayores (mi abuela, los padres de Rúben, los padres de otros tíos míos); la línea de mis padres y tíos –que promediaban los cuarenta y cincuenta años–, Rúben, de treinta, y después ya venía yo, a la vista de todos, un niño. Rúben era un enlace entre todas las generaciones; podía jugar o hablar conmigo y a su vez entenderse con mis padres, o disuadir algún conflicto entre la línea de mayores y la línea intermedia. Su novia, después su mujer, parecía una mujer sencilla, bastante tímida, y de la que todos en la familia destacaban un solo rasgo: era trabajadora. Trabajadora, decían, y parecía ser suficiente o más que suficiente para Rúben.
Casi no recuerdo haber visto a Rúben en la noche del casamiento. Tengo claro que eso es imposible, que se debe a las supresiones y reemplazos intencionados de la memoria, pero no tengo recuerdos ni de la fiesta ni de la ceremonia religiosa, que ocurrió en una capilla de la zona. Apenas me veo sí en el atrio, esperando para saludar; veo la aglomeración de gente, el calor sin aire, una plaza mal iluminada donde aunque fuera muy tarde, unos chicos jugaban al fútbol. Pero no recuerdo haber saludado o visto a Rúben y a su flamante esposa aquella noche, aunque de seguro lo haya hecho.
Un día cualquiera, algunos meses después, yo venía de andar en bicicleta con mis amigos, cuando me enteré de la desgracia. Por lo general nos reuníamos todas las tardes en la misma casa. La casa estaba en una esquina y era a la vez una casa-local o local-casa, ya que tenía un par de habitaciones detrás de un bar que atendían los padres de mi amigo. Entrábamos a la casa directamente por el negocio. Dábamos la vuelta por detrás de la heladera mostrador y atravesábamos una puerta y una cortina de tiras plásticas, para llegar a una cocina comedor que era, al mismo tiempo, cocina del bar y cocina de la casa. Tanto para entrar como para poder salir debíamos pasar por entre las mesas del bar. Era como si la casa fuera uno de esos armarios o baúles de los magos e ilusionistas, que cuentan con un doble fondo. En una de esas tardes, el padre de mi amigo, a poco de llegar, me dijo que había pasado mi padre por ahí hacía un rato, para dejarme dicho que fuera enseguida para mi casa. Como eso nunca había ocurrido, y mi expresión habrá delatado la sorpresa y el desconcierto, el padre de mi amigo se animó a decirme, con sencillez, que le parecía que había muerto Rúben. Lo dijo en forma de pregunta, temeroso de haber confundido o equivocado el nombre. Se murió... ¿Rúben, puede ser?, dijo. Yo no sabía cómo se recibían ni se daban aquellas noticias. La muerte, hasta ese momento, nunca había formado parte de mi vida. Le temía apenas como a un absoluto, como a un terror incierto, lejano e impersonal. Mi primera reacción fue de confusión y rechazo. O de extrañamiento. Debo haber vuelto a preguntar, y esa repregunta apuntaba a asegurarme no del dato en sí sino de su carácter. Porque yo podía aceptar, incluso ya en aquel tiempo, que alguien cercano, hasta familiar, muriese; pero lo que me resultaba un desvío incomprensible era que esa persona fuese Rúben. De hecho, recuerdo que lo primero que pensé tuvo esa forma: así como aceptaba la muerte, en eso habría un error; alguien habría muerto, sí, pero sería alguno de mis tíos, abuelos o –pude precisar de golpe– , sería alguno de los padres de Rúben.
Así como no recuerdo haber visto a Rúben durante su casamiento, tampoco recuerdo qué tipo de explicación o contención tuve cuando llegué a mi casa y me confirmaron la noticia: Rúben había muerto haciendo su trabajo, a causa de un brutal accidente. Sí recuerdo el velatorio. Llevado por mis padres, ni bien llegué, después de subir por unas escaleras anchas, oscuras y larguísimas (la sala estaba en un primer piso) me topé con el padre de Rúben. Era un espectro. No presentaba ninguna alteración; iba recibiendo, con resignada paciencia, a la multitud de parientes y vecinos que venían a curiosear y a ofrecer condolencias y pésames. Pero el padre de Rúben actuaba como un mecanismo (y ahora me viene el recuerdo, que parece un chiste, de que el hombre era relojero): él ya no estaba ahí. Era como si hubiera dejado en representación suya a su cuerpo, con cada uno de sus órganos vivos, para imitar los gestos y convenciones de un ser humano con su identidad. Daba esa impresión: la impresión de que su alma ya se había retirado del mundo. Tal vez justamente como los relojes, que pueden ver pasar el tiempo sin desesperar, ajenos a la felicidad o al agobio. Hoy, a esa imagen de mi memoria, por medio de una operación caprichosa, se le yuxtapone otra, asociada y vulgar: la imagen de Caronte, el barquero que rema con suavidad e incansablemente por el río último, siempre cubierto de pies a cabeza, guiando a los muertos hacia su sepultura, y que sólo en sus manos y en su rostro deja ver que no es un hombre.
La madre estaba sentada en una habitación muy estrecha, con los ojos inflamados de odio y de llanto, iniciando un lamento que duraría, hasta donde sé, toda su vida (con los años, ese lamento tendría una variación, tomando la forma de una búsqueda ansiosa de la fatalidad ajena). La esposa de Rúben no estaba ahí esa noche, lo que hizo que ya nunca volviera a verla. Más o menos rápidamente, la mujer decidió escapar de aquella situación; quiso escapar, puedo entender, como se escapa de un país en guerra. Tener otra vida. Su actitud fue denostada en la familia. Se hablaba de ella, a veces discreta y otras abiertamente, como se habla de un traidor, de un prófugo, o de un cobarde. No tardó en dudarse de hasta qué punto había querido a Rúben. Fue curioso, pero en la familia, después de cierto tiempo, la pena y el dolor por la pérdida de Rúben, quedaron escondidos o aplastados detrás de la ira y el rencor hacia aquella mujer. Durante los primeros años yo no tenía posición al respecto, pero después me pareció que ella había tomado la única posibilidad, la única soga que se le había presentado para no enloquecer. La única opción, precipitada pero lúcida (como si se atreviera, por ejemplo, a cruzar un río a nado o a trepar un muro muy alto), de que dispuso aquella mujer todavía joven, para no ahogarse en la fatalidad, como todo el resto.
No hay manera de que al cruzarme con los monolitos del Rotary, esta historia o alguno de sus elementos, no reaparezca en la superficie. Para mi familia materna, la muerte de Rúben fue una herida insuperable; como si se desatara un nudo en el que se apoyaba toda la red, todo el tejido. Uno tras otro, la línea de mayores, pero también la de adultos, fueron muriendo –todos de cáncer– en un lapso que no llegó a diez años.
Pero salvo esta historia, no es mucho lo que recuerdo de Rúben. Recuerdo su casi defensiva incapacidad para hablar en serio; su estatura mediana, su contextura macisa, su pelo corto y crespo. Recuerdo también sus entusiastas promesas de llevarme a pescar y de ir juntos a la cancha (los dos éramos del mismo club). Y no mucho más. Tal vez si ahora esta historia tomó un poco más de consistencia en mi cabeza y me hizo ordenar algunos de sus fragmentos, fue porque últimamente me ronda la idea de que todas las vidas soportan, con variaciones, alguna desgracia. Pero que quizá, como el baúl de los ilusionistas o la casa-local de mi amigo de la infancia, la peor de todas las desgracias, la verdadera, sea no lograr despegarse de ella; no hallar la forma de desencarnar lo suficiente esa voluntad trágica, íntima y acaparadora. ¿De qué depende esa posibilidad? ¿Por qué hay vidas que prosperan, incluso en horribles circunstancias, y otras que sucumben o se desintegran en el tiempo, a pesar de no recibir en apariencia golpes tan duros? Hasta ahora no he podido encontrar respuestas que me convenzan, o conformen.
Pero si veo algún monolito del Rotary, a veces vuelvo a aquella noche del casamiento donde, separados, sin vernos, los dos fuimos felices. Yo afuera, jugando y corriendo, y Rúben adentro, con zapatos negros bien lustrados, pantalón de vestir y camisa, habiéndose quitado la corbata, muy transpirado, supongo, sobrellevando con alegría si no con euforia toda la serie de ritos paganos: las fotografías en cada mesa, el vals, las ligas, la torta blanca de varios pisos, el trencito largo y ebrio del carnaval carioca.