Parece una institutriz de novela victoriana, los anteojos grandes, los huesos largos, la palidez y el pelo tirante, una fragilidad que enmascara la voluntad de un tifón. Joyce Carol Oates es, a los 80 años, la escritora más importante de los Estados Unidos y al mismo tiempo una de las más inasibles. No porque sea misteriosa, que no lo es: porque es hiperproductiva, escribe y edita como poseída y resulta imposible ser un completista de su obra o siquiera leer la mayor parte. Hoy, a esta hora, tiene más de 100 libros y casi 60 de ellos son novelas, muchas de alrededor de 500 páginas en promedio. Y escribe en todos los medios a su alcance. Además de hiperproductiva e hiperversátil aunque, claro, con sus obsesiones particulares. Rodrigo Fresán intentaba, en su reseña de la novela Carthage, resumir esta carrera febril: “Sigue en un camino que, en su longitud, bien puede dividirse en cuatro grandes tramos excluyendo seudónimos varios, ensayos y memorias y diarios, poemas, obras de teatro y ficcionales para niños y adolescentes. A saber: sus recopilaciones de relatos en más de una ocasión antológicos y casi siempre oscilando entre la locura amorosa y la compulsión criminal (Infiel es el último de ellos editado entre nosotros, pero claro que puedo haberme perdido algo); sus novelas-voz (como Zombi o Blonde o Agua negra o Puro fuego o Middle Age); sus novelones gótico-posmodernos (donde, a mi juicio, se encuentra lo más interesante y arriesgado de su producción, como Bellefleur, Las hermanas Zinn o la reciente y vampírica The Accursed). Y, cada vez más seguido, las sagas familiares modelo pueblo chico/infierno grande (para Oates nuestro planeta no se llama Tierra sino Peyton Place) en los que las mujeres suelen pasarla muy pero muy mal. Y allí se encuentran grandes logros como Qué fue de los Mulvaney, Niágara, Ave del paraíso, La hija del sepulturero y Hermana mía, mi amor, donde parecen confluir todas las anteriores obsesiones y modalidades de la Oates cuya influencia puede detectarse sin esfuerzo en serpenteantes hitos y culebrones hits como las recientes Perdida de Gillian Flynn o El jilguero de Donna Tartt”.
Y luego está su estilo. Varía, claro, como queda en evidencia según la enumeración anterior, pero mantiene ciertas marcas, como el constante uso de itálicas para enfatizar o para sus frecuentes monólogos interiores; el uso frecuente del punto aparte como acelerador y la pasión por la trama. El New York Times Review of Books dijo de su obra, hace poco: “Es una especie de Grand Guignol de toda forma imaginable de violencia física, psicológica y sexual, violación, incesto, asesinato, abuso, canibalismo, tortura y bestialismo”. Una descripción injusta y bastante prejuciosa pero sobre todo inexacta: esto no aparece ni en su excelente memoir Memorias de una viuda (para muchos, mejor que el celebrado El año del pensamiento mágico de Joan Didion). Tampoco en Mujer de barro, su estudio sobre una exitosa mujer rectora de universidades de la Ivy League; ni en el extraordinario ensayo Sobre el boxeo, uno de los más deslumbrantes textos sobre el deporte jamás publicados. Es cierto que sus temas son oscuros. Ella contestó en 1981, hace mucho, sobre este requerimiento constante acerca de por qué escribe “cosas densas”. Escribía para The New York Times: “Suelen preguntarme si tuve una infancia triste, con sonrisas enigmáticas que quieren dar idea de pena o compresión. O ‘¿Ha pasado miedo muchas veces en su vida, señora Oates?’ ¿Qué se puede hacer contra la terca y amarga verdad de que la propia legitimidad sea juzgada teniendo en cuenta si una es feliz o infeliz? El trabajo se juzga según cuán edificante resulte. La felicidad es predicada como una norma cultural, así que cualquier desviación, aunque justificada, aunque inescapable, atrae no sólo pena sino reproche. Esto es verdad para los autores varones y más para las mujeres, porque hay una violación de cierta regla no dicha en el hecho de que una mujer escriba. Una vez me dijeron directamente, en la cara, que debería focalizar mi escritura en el material doméstico o subjetivo, a la manera –me marcaron– de Jane Austen y Virginia Woolf; y debía dejar los asuntos socio-filosóficos a los hombres. Esto implicaba que si Jane Austen o Virginia Woolf hubiesen vivido en Detroit, como yo, podrían haber trascendido exitosamente su ambiente y escribir novelas donde no se detectara un porcentaje de violencia. La pregunta sobre por qué escribo lo que escribo siempre es insultante, siempre es ignorante y siempre es sexista”.
Se la siguen haciendo, claro, porque ella no para de publicar y la violencia y la oscuridad siguen apareciendo, en diferentes encarnaciones. Ya dijimos que definir los caminos literarios de Oates es complicado pero se puede trazar un pequeño mapa con los dos últimos libros publicados –o próximos a aparecer– en Argentina: Tan cerca en todo momento siempre (Fiordo) y Un libro de mártires americanos, que editará Alfaguara el mes que viene. El primero consiste en cuatro nouvelles góticas sobre amor perverso, en su línea más perturbadora y cercana al horror; Un libro de mártires americanos es una muy extensa novela social sobre el aborto en los Estados Unidos. Y más: sobre el fanatismo religioso, sobre cierta arrogancia del progresismo, sobre la pena de muerte, sobre las femineidades no convencionales. Una extensa novela de una actualidad impactante.
Vivir y morir en Estados Unidos
Joyce Carol Oates vive ahora en New Jersey con su marido, Charles Cross, a quien conoció seis meses después de la muerte de Raymond Smith, el esposo a quien está dedicado Memorias de una viuda (2012). Julian Barnes, otro memorista del duelo, la criticó por no incluir este nuevo romance en el libro; Oates respondió que, en su opinión, no tenía por qué dar una cronología pormenorizada de su vida. Nació y creció en el estado de Nueva York, hija de un fabricante de herramientas y un ama de casa: es la primera persona de su familia que terminó el colegio secundario. Estudió en las universidades de Wisconsin y Syracuse, dio clases en Windsor y ahora mismo es profesora de escritura creativa en Princeton. Da clases todos los días; además, escribe ocho horas, si puede, entre la mañana y la tarde. Ella no cree ser demasiado productiva. “Tengo mucho para decir”, afirma. John Updike, que fue su amigo, decía que ambos eran escritores de la clase trabajadora y que por eso terminaban con una enorme cantidad de material: la productividad como ética. En Updike, sin embargo, la cantidad resintió la calidad; Oates puede ser despareja, pero no se nota ningún declive. Fue despareja siempre: cuando es extraordinaria, produce libros como Puro fuego (1993) la historia de una pandilla de chicas en los años 50 que parece una respuesta feminista a La ley de la calle (en la floja adaptación a cine de 1998 interpretó a Legs, la protagonista, una hermosísima Angelina Jolie). O como Cartaghe (2004), compleja novela social sobre una chica, Cressida, que desaparece y que quizá haya sido asesinada por el cabo Kincaid, ex combatiente de la guerra de Irak y novio de su hermana mayor, Juliet. Carthage es una novela que piensa la guerra, el tratamiento a los veteranos, la mujer como víctima y cómplice: un retrato jamás condescendiente de Estados Unidos, un país en guerra constante. Su ambición de tocar estos grandes temas está más marcada en los últimos años.
En esta línea se ubica Un libro de mártires americanos. La novela empieza con la aparición de Luther Amos Dunphy, soldado de Dios, en noviembre de 1999. En primera persona, leemos cómo Dunphy, en un Centro de Mujeres de Ohio –una clínica que practica abortos de manera pública: así se hace en EE.UU.– asesina a Gus Voorhees, un médico abortista que, por su dedicación a la libre elección de las mujeres, hace tiempo está en la lista de “asesinos de niños” de la iglesia que cobija a Dunphy. A partir del crimen se desata el huracán y la novela: 700 páginas de desafíos éticos, dos familias que se destruyen en espejo, y la batalla por el “alma” de Estados Unidos, entre el más fanático conservadurismo religioso y la vanguardia de los derechos civiles.
Dunphy es condenado a muerte y es ejecutado: un golpe ético para la familia Voorhees, progresista, que se opone a la pena capital. La cercanía con Dunphy es escalofriante: con él Oates, especialista en psicópatas (Zombie, su novela corta de 1995, es un estudio sobre Jeffrey Dahmer en primera persona) logra uno de sus más convincentes asesinos. Un hombre que siente culpa porque manejaba la camioneta en el accidente donde murió su hija querida; un hombre que quiere ahogar con la almohada a su mujer depresiva para evitarle el sufrimiento; un hombre lleno de resentimiento porque, cuando va a estudiar para ser Ministro en Toledo se da cuenta de que, sencillamente, no le da la cabeza, todos son más inteligentes que él; un hombre que nota la diferencia de clase entre él, un carpintero que arregla techos, y un teólogo católico que viene a bajarles línea (Oates no lo explora, pero es muy interesante este abismo de clase entre los cristianos blancos pobres y la jeraquía eclesiástica decadente); un hombre que intenta pero no puede evitar las infidelidades. Finalmente, un hombre que sufre una muerte horrible vía inyección letal. Oates no lo demoniza. Lo condena, cree que está equivocado, pero no lo transforma en un monstruo. Tampoco a su esposa Edna Mae, ni siquiera cuando ella anda rescatando fetos y embriones de los containers de basura detrás de los Centros de la Mujer para darles sepultura. Esta escena, sangrienta, grotesca y escalofriante ni siquiera nace de la tan mentada imaginación mórbida de Oates: el ministerio de salud del estado de Texas ordenó enterrar o cremar a fetos no nacidos, incluso los de abortos espontáneos y aunque la ley fue detenida por jueces del estado sigue ahi, solo en pausa por el momento.
Oates no intenta nunca “reconciliar” a estas familias: es una novelista inteligente. Sabe que es imposible. Sin embargo, desata todas las complejidades. Gus Voorhees está del lado de la justicia y la razón pero no es un personaje especialmente simpático y hay algo en su radicalización que resulta egoísta y solitario, algo que cae como una lluvia de ácido sobre su familia, que se descompone tras su muerte. Jenna, su esposa, renuncia a ser madre; su hija intenta ser documentalista y se acerca a su abuela, una filósofa excéntrica y elegante que vive sola en Nueva York y que, le confiesa, hubiese querido abortar a Gus Voorhees, en un cierre circular desesperante que de ninguna manera acerca posiciones pero parece decir: estos temas no son sencillos, aquí la gente discute la vida y la muerte. El otro gran hallazgo de la novela llega casi al final: Dawn, la hija de Dunphy, se hace boxeadora y se hace llamar El Martillo de Jesús. Aunque un fanático de las estructuras narrativas podría decir que el episodio de Dawn sobra, o que es una novela aparte, lo cierto es que son las páginas más lúcidas sobre los sacrificios que implica el entrenamiento del cuerpo y el juicio sobre lo que se considera femenino que Oates haya escrito, y ella escribió mucho sobre estos temas.
Un libro de mártires americanos tuvo reacciones críticas diversas. En The New York Review of Books, Ruth Franklin le hizo una reseña extensa y admirada: “A veces se habla de Oates como una novelista del sensacionalismo, enfatizando sus tendencias góticas y mórbidas, pero de hecho Un libro de mártires americanos es un novela profundamente política, aún más poderosa por sus muchas ambigüedades. Con su retrato de estas familias literalmente atrapadas en la encrucijada del movimiento anti-aborto, puede ofender y shockear a los lectores. Pero no solo expone sin miedo un elemento de la sociedad americana que rara vez se encuentra en la literatura sino también las hipocresías de aquellos que lo juzgan”.
En el New York Times, Ayana Mathi no estaba tan impresionada. Al contrario: “En la novela, la religión es un trastorno, y no hace nada de lo que ha hecho por la gente a lo largo de milenios: ofrecer sabiduría o consuelo”, escribía. “Es cierto que no hace falta que la obra defienda a la cristiandad, pero tampoco debería rendirse a los estereotipos sobre la fe y los creyentes. En todo ello hay una buena dosis de engreimiento y, lo que es peor, un peligroso paternalismo. El Otro, en este caso los blancos trabajadores pobres, es despachado sumariamente como una horda ignorante necesitada de guía (liberal). El extenso intento de Oates de ahondar en sus vidas deriva en una caricatura deshumanizadora. La literatura carga con la tarea de encontrar el matiz, de observar los puntos de vista rígidos que la rodean. Si no cumple su tarea no puede triunfar artísticamente, o, como en el caso de esta novela, ni siquiera como la obra se ha propuesto”. Tiene algo de razón y Oates lo reconoce: “Es una novela pro-choice”, ha dicho, “porque yo soy una persona pro-choice. Traté de no retratar el otro lado como villanos o idiotas. No es sátira. No me burlo de ellos. Me pregunto por qué son tan apasionados, de dónde vienen. Trato de que hablen ellos, no yo”.
Lo logra, parcialmente. Incluso con los estereotipos mencionados, Un libro de mártires americanos es una novela importante y arriesgada, una formidable invitación a pensar y sentirse interpelado.
Las hembras de nuestra especie
Joyce Carol Oates sigue escribiendo sus novelas góticas y también sus perturbadores textos cortos, cercanos al cuento de hadas y al horror. Es imposible no mencionar su cuento más famoso, “¿Adónde vas? ¿Dónde estuviste?”, de 1966 –publicado dos años después de su primera novela, With Shuddering Fall, de 1964–. El relato, breve y tenso, sigue a Connie, una adolescente preciosa y aburrida que, cuando se queda sola en casa, recibe la visita de un chico que quiere salir con ella, Arnold Friend. Un chico más grande y aparentemente peligroso, por eso mismo atractivo. Pero cuando Connie mira con atención a Arnold esa tarde de verano, ve sus rarezas: el pelo pintado, el pie rengo, su poder de hipnosis, su cara sin edad. Arnold podría ser el Diablo. O un violador. O la edad adulta. Como sea, “¿Adónde vas? ¿Dónde estuviste?” es terrorífico y es una descripción de adolescencia hormonal, todo al mismo tiempo. Connie, además, es ambigua. Oates no puede escribir mujeres unidimensionales: quizá su mujer más monumental y más compleja sea la Marilyn Monroe de su biografía novelada Blonde (2000), pero en una novela corta como Una hermosa doncella (2009), lo que podría ser el relato de un grooming y un abuso, el que Marcus, rico ex escritor y pedófilo de manual, le impone a la niñera Katya, de 16 años, se convierte en algo más perverso y extraño, muy desconcertante, con clima de cuento de hadas. Marcus es predador y es débil al mismo tiempo; Katya es víctima y es cómplice, incluso se aprovecha de él y lo desprecia buscando a un amigo fuerte y “macho” para que lo castigue. Oates no da sermones ni sigue ningún discurso bienpensante o políticamente correcto. Rape: A Love Story narra una violación grupal y sus consecuencias con impensada brutalidad y muchísima furia (ganó el National Book Award); en 2013 publicó Daddy Love, sobre el secuestro, crianza y tortura de un chico por un predicador. No esquiva estos temas: los explota.
Tan cerca en todo momento siempre se ubica en este grupo de textos, de los que hay que excluir la saga gótica iniciada por Bellefleur (1980), que merece su propia nota. Estas cuatro nouvelles “sobre amores malogrados”, como dice su subtítulo, son prisma y una summa. “Mal de ojo”, la primera, es una variación sobre Barbazul. Marian, la nueva y joven esposa del macho alfa de turno, está vulnerable y frágil, atravesando un duelo. Entonces conoce a la “primera esposa” que llega de visita, una mujer de mundo, sofisticada pero marcada por ese hombre dominante. El detalle de una deformidad física que sólo la esposa joven percibe remite a los relatos de mujeres góticas acusadas de locas, desde la protagonista de “El empapelado amarillo” de Charlotte Perkins hasta Bertha Mason, la mujer encerrada de Jane Eyre. “Tan cerca en todo momento siempre” es una típica narración de amor adolescente de Oates, con la chica inadecuada seducida por el posible psicópata, el joven acosador con un pasado violento que remite a “¿Adónde vas? ¿Dónde estuviste?” y a todos sus hombres jóvenes peligrosos por su inestabilidad emocional y a veces por la sola potencia (y violencia) de su físico: el cuerpo de los hombres, en Oates, es un territorio de deseo y de pavor, con frecuencia al mismo tiempo. “La ejecución” es la nouvelle más evidentemente violenta donde el amor no es de pareja, sino filial, un vínculo madre-hijo extremo: como en Zombie, cuenta en primera persona el derrotero de un joven blanco asesino. Así describe la violencia y por esto la llaman “morbosa”: “La mujer, semidesnuda, carnosa y con olor a entrañas, un hedor alarmante, le falta parte del cráneo, el ojo derecho se le salió de la cuenca, pero no deja de rogar No cariño, no, por favoooor, la sangre como una enorme rosa negra que la envuelve donde cayó a un costado de la cama, las sábanas ya están todas manchadas de sangre oscura, y él tiene que tragar con fuerza para no vomitarle encima”. “La plataforma”, que cierra el libro, es una brutal fantasía de venganza de una joven rica a su abuelo abusador; se va desenvolviendo de a poco, sin embargo, y nada tiene que ver con una puesta posmoderna de la mujer justiciera tipo cómic o Kill Bill: el trauma la va endureciendo y, como suele pasar en los relatos de Oates, la mujer es víctima, participante y cómplice. Según la definición del gótico que lo define como el arte de mostrar que la vida, hasta en lo más ostensiblemente inocente, está poseída o embrujada, estas novellas son profundamente góticas. Son relatos sobre violencia doméstica, abuso y psicosis pero hay algo más: tenues resonancias macabras que configuran un mundo maldito, un mundo que no es del todo real.
La mujer pública
Un aspecto muy presente en la vida de Joyce Carol Oates como personaje es su presencia en redes sociales. A los 80 años, tiene una activa cuenta de Instagram, con sus gatos y plantas como protagonistas, donde además detalla sus viajes por el mundo, por ejemplo, a una Convención sobre Cuentos de Fantasmas en Dublín el mes pasado. Pero donde hace olas es en Twitter. ¿Le queda tiempo para escribir ahí también? Parece que sí. También reseña libros, semanalmente, en el New York Review of Books y son textos largos (en 2005 publicó ahí un estudio importante de su favorito Cormac McCarthy, donde analiza todas las novelas del autor y hasta su obra teatral The Stonemason). Twitter, dice, le sirve para comentar sobre política, sobre feminismo y para recomendar cosas que le gustan: estos días, Trump la tiene absorbida, como a Stephen King, autor con el que tiene bastante cosas en común. También causa sus revuelos. Hace unos años twitteó: “Donde el 99.3% de las mujeres han dicho haber sido asaltadas sexualmente y la violación es epidemia –Egipto– es natural preguntarse cuál es la religión mayoritaria”. La acusaron de islamofóbica y la trataron de vieja gagá. A ella no le importa mucho. “No tengo empatía con ninguna religión patriarcal”, dijo en una entrevista. “En Twitter dije varias veces que que no creo en la religión patriarcal, para mi es un delirio, así que si eso es islamofobia, supongo que tendrán razón. Es más fobia a la religión, en realidad. Podría haberme extendido pero, al final, es un tweet. Nadie me obliga a hacerlo así que la respuesta negativa, si viene, es merecida. De verdad no me interesa. Te atacan y se van. Mi mundo es el mundo literario. Ahí soy seria. Esa es mi vida real”.