Fue en 1992 que la Organización Mundial de la Salud lanzó como recomendación de salud pública mundial que los bebés reciban leche materna en forma exclusiva hasta los seis meses, y acompañada luego de otros alimentos hasta –mínimo– los dos años. Señaló entonces que los beneficios de la leche materna son únicos tanto para la salud del lactante como para su futuro desarrollo y que hasta hoy no existe ninguna leche de fórmula que se asemeje a la materna, ya que hablamos de un tejido vivo que va cambiando la composición y se ajusta a cada bebé para brindarle los anticuerpos que necesita. Lo dijo la OMS y lo ratificaron la Unicef, el Ministerio de Salud, casi todo el arco de pediatras y hasta los afiches en las salas de espera de las guardias. 

Hace dos años la prestigiosa revista médica The Lancet logró poner algo de esto en números y reveló que si se mejoraran las tasas de lactancia materna podrían prevenirse 800.000 muertes infantiles al año y generar un ahorro de 300.000 millones de dólares por reducción de costos de atención a la salud, ya que amamantar protege al bebé de enfermedades infecciosas y crónicas. Más allá de los datos, surge una realidad: ninguna empresa está ganando dinero mientras una mujer amamanta. Ni la industria de la comida infantil (que factura globalmente 53 millones de dólares al año y espera alcanzar los 76 millones para 2021, según un estudio de Zion Market Research), ni el sector farmacéutico, tampoco los supermercados y mucho menos todavía los empleadores, obligados a permitir pausas, reducciones de jornada e incorporar lactarios para que todo ese colectivo de mujeres que tras sus licencias regresan a trabajar y desean continuar amamantando puedan extraerse leche y transportarla en unas condiciones mínimas de higiene y seguridad. A eso se suma que la lactancia cuestiona el modelo de mujer consumidora y la independiza –al menos en parte– de un comercio gigantesco, al tiempo que reafirma el poder que solo ella es capaz de ejercer sobre su propio cuerpo.  

Marketing

Hasta Donald Trump se vio hace poco envuelto en un debate sobre lactancia, salud pública y capitalismo. Fue cuando The New York Times salió a denunciar que en la última asamblea anual de la OMS, que tuvo lugar en mayo, la delegación de Estados Unidos presentó objeciones a una resolución que señalaba que todos los gobiernos deberían “proteger, promover y apoyar la lactancia materna” e instaba a los planificadores políticos a restringir el marketing inexacto y hasta engañoso de los sustitutos de leche materna. El periódico entendió que la posición del gobierno de Trump estaba alineada con la de los fabricantes de fórmulas infantiles y reveló que sus delegados se atrevieron incluso a amenazar a Ecuador, advirtiéndole que si no dejaba de lado esa resolución Washington le aplicaría represalias comerciales y retiraría su apoyo militar. 

Ecuador bajó la cabeza, y aunque la resolución sobre “Alimentación del lactante y del niño pequeño” terminó aplicándose –de hecho puede consultarse en la web de la OMS– el episodio obligó a Estados Unidos a aclarar que no es que su gobierno sirva a los intereses de las empresas poderosas, sino que apoya que las mujeres que no pueden amamantar accedan a otras alternativas. Así lo dijo en un tweet el propio Trump: “Estados Unidos apoya con fuerza la lactancia materna, pero nosotros no creemos que se le debería negar a la mujer el acceso a la fórmula. Muchas mujeres necesitan esta opción debido a la pobreza y la desnutrición”. 

Temor a la teta

Una enorme cantidad de niños argentinos no están siendo alimentados de acuerdo a las recomendaciones de la OMS. Un 77 por ciento de las mujeres de nuestro país asegura que es “bastante difícil” (o muy difícil, o directamente imposible) combinar trabajo y lactancia, y son las que se emplean en fábricas las que mayores dificultades manifiestan. Una de cada tres está convencida de que la lactancia limita sus oportunidades de desarrollo profesional. Una de cada cinco considera que la lactancia puso en riesgo su trabajo. Tres de cada diez no accedieron a la reducción de jornada obligatoria según la ley de contrato de trabajo. Ocho de cada diez declaran que no existe en sus lugares de trabajo un lugar asignado para extraerse leche, número que desciende aún más entre docentes y mujeres empleadas en atención al público. Siete de cada diez lo hacen en el baño. La mayoría no tiene dónde sentarse. Y según cuatro de cada diez, el lugar es sucio. Tres de cada diez no tienen acceso a una heladera en la que puedan conservar la leche.

Los datos provienen de la primera Encuesta Nacional sobre Lactancia y Trabajo que la Liga de la Leche Argentina (LLLA) realizó junto a la consultora Voices y presentó en el marco de la Semana Mundial de la Lactancia Materna, que entre el 1 y el 7 de agosto se celebra todos los años en más de 170 países. “La lactancia materna es una política de soberanía alimentaria y de autonomía familiar”, indicó Alejandra Galván, líder de LLLA, destacando que de lo que se trata es de que las mujeres que desean amamantar y trabajar puedan hacerlo en condiciones. 

Se señaló durante la presentación de los resultados que las empresas que crean un entorno de apoyo para las mujeres que amamantan ven disminuir sus pérdidas por abandono laboral, por ausentismo de las madres (que se reduciría entre un 30 y un 70 por ciento) y por el hecho de generar en las trabajadoras “una mayor fidelidad y sentido de pertenencia”. “Las cuestiones de género están incorporadas en la agenda de las empresas. Pero la lactancia no está incluida en esa agenda”, apuntó por su parte la directora ejecutiva de Voices, Constanza Cilley. 

Discriminación

La pregunta queda flotando: ¿cómo lograr que la ampliación de licencias por maternidad, la reducción de jornada, el respeto de las pausas y la inclusión de lactarios no opere como un refuerzo de la discriminación por género en el mercado laboral? El problema atraviesa no solo a las madres, sino a todas las mujeres en edad fértil a las que los empleadores suelen indagar acerca de cuánto les falta para tener un hijo. 

“Ni el lactario, ni la reducción de jornada ni la extensión de la licencia pueden plantearse como reivindicaciones aisladas ni exclusivas para la mujer, porque de esa forma se profundiza la división sexual del trabajo”, afirmó Estela Díaz, secretaria de Género de la CTA, en diálogo con Cash. “La propuesta debe ser integral. Que se amplíe la licencia para la madre pero también para su pareja, idealmente como ocurre en los países europeos donde debe obligatoriamente repartirse entre la mujer y su pareja. Que existan espacios de cuidado infantil cerca de los lugares de trabajo de ambos progenitores. Y que los hombres que quieran darle a su hijo una mamadera puedan también disponer del lactario”, señaló la especialista.

En un panel organizado por LLLA, responsables de recursos humanos de diferentes compañías recalcaron que la inclusión de lactarios, si bien necesaria, no es suficiente si no se acompaña con una cultura amigable hacia la mujer que amamanta. “Tal vez ella es la que pone el cuerpo –afirmó Cilley– pero se requiere un esfuerzo en el cual se involucren gobiernos, parejas, familias, líderes empresarios y supervisores para muchos de los cuales, sean hombres o mujeres, la lactancia continúa siendo un tabú”. 

Cambio cultural

Existen dentro del feminismo voces que interpretan este reclamo de apoyo a la lactancia como una presión para amamantar y al propio hecho de amamantar como una esclavitud, y lo cierto es que el feminismo ha tramitado con variantes las cuestiones de maternidad y lactancia. En los 60, “la teta” empezó a tomarse como un obstáculo para la realización profesional y no por nada fue la época de auge de las leches de fórmula en las que muchas mujeres observaban una conquista. 

Con el tiempo, y en especial de la mano del feminismo de la diferencia, fueron apareciendo otras miradas que defendían a la función maternal como una cuestión central para la identidad femenina, y a la lactancia como un derecho al uso del propio cuerpo. Pero las tensiones no han sido del todo saldadas, y en el mientras tanto fue consolidándose un modelo de mujer que en libertad y debidamente informada desea amamantar y continuar trabajando. Y en ese tren consigue un sacaleche, busca apoyos y reclama las condiciones que le permitan adaptarse a estas nuevas realidades sin tener por eso que transformarse en una heroína. 

“En el fondo la discusión me trae a lo mismo que surge cuando hablamos de aborto legal, las leyes y las políticas públicas tienen que ser capaces de generar un marco para que las decisiones puedan, luego, tomarse con la mayor libertad posible”, sentenció Díaz.