Los personajes inolvidables hablan como si la boca fuera el lugar donde la lengua despliega su destreza, gracia y precisión. Argentino “Chiche” Vespolini, el menor de cinco hermanos nacido en Mar del Plata de una pareja de italianos de Sorrento, hereda la Trattoria Napolitana, el primer restaurante del mundo en servir sorrentinos, una pasta redonda, rellena de jamón y queso, que había inventado Umberto, el hermano mayor. No tenía el borde de masa de los pansotti, ni el relleno de carne de los agnolotti, ni llevaba ricota como los cappelletti. “Un sorrentino es un ente en sí mismo. Un niño o una mujer que se alimenta como un pajarito pueden comer un solo sorrentino con total dignidad. El sorrentino se puede cortar tres o cuatro veces, y el pedacito resultante sería un bocado tan decente como un raviol. ‘Cada pasta tiene su personalidad’, decía el Chiche, que también corregía a quienes confundían agnolotti con tortellini, o tagliatelle con pappardelle”, revela la voz narradora, que se expresa como si estuviera tejiendo las tramas de las historias que cuenta al mismo tiempo que exhuma y recrea una lengua familiar muerta donde titilan palabras como carpi, catrosho, chinaso, mishadura y papocchia. En la excepcional Los sorrentinos (Sigilo), Virginia Higa narra acariciando los detalles y logrando que la atmósfera cotidiana y el universo emocional de un personaje ambiguo como “Chiche”, el protagonista principal de su primera novela, sea un territorio que los lectores, sin saber muy bien cómo, lo convierten en un espacio propio, en una suerte de “extimidad”: lo más próximo, lo más interior, sin dejar de ser exterior.
Hace un año que Higa (Bahía Blanca, 1983) vive en Estocolmo (Suecia), donde da clases de español en el Instituto Cervantes y trabaja como traductora literaria. La escritora sonríe cuando dice que tiene un “árbol genealógico con muchas ramas”. “Chiche”, además de haber sido su padrino, es su tío bisabuelo, hermano de su bisabuela Carmela, por el lado materno. Su padre, hijo de una familia de japoneses, nació en la provincia de Córdoba y habla con acento cordobés. “Nunca se me había ocurrido la idea de escribir algo sobre mi familia hasta que leí Léxico familiar, de Natalia Ginzburg. Ese libro me abrió los ojos, me hizo ver que se podía contar una historia familiar de una manera distinta. No quería contar algo que fuera solemne o que idealizara, porque muchos relatos familiares son un poco así. Ginzburg lo cuenta con tanto humor y haciendo foco en las palabras que se usaban en su casa… Quise dialogar un poco con ese libro y contar la historia de mi familia”, explica Higa en la entrevista con PáginaI12.
–Hay un gran trabajo con el lenguaje. ¿Qué implica ser catrosho?
–Nunca quise explicar demasiado la palabra, creo que se entiende que se usa por lo menos de dos maneras. Una catrosha es una mujer que le gusta salir con muchos hombres. Un catrosho es un hombre al que no le gustan las mujeres y tiene relaciones con hombres; Chiche se considera a sí mismo catrosho, pero en un momento se diferencia de las maricas reventadas que van a Mar del Plata a tomar sol.
–Chiche era el solterón de la familia, un gay discreto…
–Sí, pero esa palabra jamás se usó en la familia. Todos sabían y era aceptado, pero en los términos de esa familia, que era muy católica. Chiche era un catrosho; era la manera que encontró de decirse en una época en que era muy difícil definirse.
–¿La receta del sorrentino sigue siendo la misma que cuando se creó la trattoria?
–Sí, y no se corta con cuchillo. Cuando lo llevé a mi novio por primera vez, le dije: “¡no se te ocurra cortar con cuchillo el sorrentino!” (risas).
–¿Cómo trabajó las historias verdaderas en la escritura de ficción?
–Yo empecé a escribir escenas sueltas que tenían lugar en la trattoria, donde aparecía el Chiche y la vida diaria del restaurante, porque quería contar las particularidades de cómo se debía comer el sorrentino, cómo era el postre “catrosho”, y a partir de ahí se me empezó a armar el resto. Aunque son historias reales, al escribirlas siempre hay un trabajo con la ficción. La novela es corta, pero abarca mucho tiempo. Yo tenía la novela de Ginzburg en la cabeza. Ella empieza a contar de su familia y usa mucho el pretérito imperfecto, “mi mamá era”…, y hace que el tiempo parezca más largo. Aunque la frase sea corta, cuando lo leés te da la sensación de que pasó más tiempo, te hace entender el tiempo elástico. Eso me sirvió para aprovechar ese recurso y estirar el tiempo de esa forma.
–¿Por qué decidió narrar una historia familiar en tercera persona?
–El narrador es como una voz familiar… en un momento lo consideré y me pregunté qué pasa si la historia la narro en primera persona. Pero era la historia de la familia y yo no tenía protagonismo, no tenía sentido que fuera la narradora. Igual estoy narrando la historia a través de ese narrador que es como una voz familiar que sabe todo, está cerca de todos y habla con la lógica de la familia. Me gustaba poder verlos a todos sin tener que decir “este es mi tío abuelo”, para que se reconociera como una novela y no como una crónica familiar.
–¿Cómo sigue la vida después de Los sorrentinos?
–Hace un año que vivo en Estocolmo y apenas llegué empecé a escribir inspirada en la experiencia del viaje y de un mundo nuevo, que es rarísimo. Lo que estoy escribiendo es muy distinto, tiene otro tono y es en primera persona. Yo llegué en mayo del año pasado, la primavera-verano de allá, un hermoso momento para llegar. Había luz todo el día, pero después fue cambiando muy rápido y el invierno me pareció muy duro. La vida se vuelve doméstica; la gente no quiere salir con el frío. Me pasó a mí también, me agarró ganas de estar hibernando. De mediados de diciembre a mediados de enero no trabajé, y no tenía nada que hacer. Salí mucho a caminar para vencer el encierro, para ver que hay vida afuera. Los suecos son silenciosos en todos los sentidos: los perros no ladran en Suecia (risas).