Desde la Universidad Nacional de Avellaneda dirige la Tecnicatura en Gestión Funeraria y sus estudiantes –gente del rubro, sujetos que buscan una salida laboral y otros que se anotan por plena curiosidad– cursan materias como psicología, antropología, derecho funerario y ceremonial. Ricardo quiere la profesionalización: “Nuestro trabajo debe tener un colegio que regule las actividades de los funebreros y la mala praxis. La gente puede quedar muy marcada si la intervención durante los servicios fúnebres es de- safortunada. Hay que ponerse en el lugar del cliente”, suelta. Y continúa entusiasmado: “En muchos casos obligan a los chicos a darle un beso al abuelo. Enseguida se observan las caras de los pobres pibes y cómo se resisten. El tabú lo tenemos nosotros, no los chicos; aunque si los sometemos pueden recordarlo para el resto de sus vidas”.
Hoy las personas tienen más miedo a ser enterradas vivas que a morirse. Por ello, muchos piden ser enterrados con el celular o con un hilo para hacer sonar una campana en la superficie. “En Chile había un abuelito que estaba postrado. Un día, como no respondía al llamado para desayunar pensaron que había fallecido. Llamaron a la funeraria antes que al médico y nunca constataron la respuesta de los signos vitales. El abuelo, para sorpresa y susto de todos, se despertó en el medio del velorio”, ejemplifica excitado.
En la actualidad, Péculo alquila una casa en San Luis. Dice que no compra porque no quiere atarse a nada mientras viva. Pero, en realidad, tampoco compra porque se la pasa de viaje. Brinda cursos de asesoramiento, participa de debates y dicta conferencias en todo el mundo. Es reconocido internacionalmente por ser uno de los principales promotores y referentes de la profesionalización del servicio funebrero. “Si bien hay gente que tiene más años en el rubro y sabe más que yo, no se siente ni se exhibe como profesional. Y ese es el peor pecado: creerse –todavía– el funebrero del barrio”, indica.
Como es un planificador nato, hace unos años, mandó a diseñar su propio ataúd. No lo guarda en su casa porque su esposa lo quería fuera de su vista. Tampoco lo lleva a las exposiciones porque se estropea y, finalmente, “el día que lo necesite no iba a servir”, concluye en una carcajada repentina que se funde en un catarro crónico.