Tal vez nunca se sabrá por qué  mi amigo el Tolo, a quien las vueltas de la vida lo habían llevado a convertirse en un desocupado, hizo lo que hizo una noche de este verano. Mi curiosidad o no sé qué oculto sentimiento me había llevado en ese viaje a llamar por teléfono a Graciani, con el afán de averiguar algo. El caso es que al día siguiente, cuando aún era muy temprano, yo me encontraba recorriendo el sendero que conducía hacia la escalinata central de ese antiguo edificio llamado el Sanatorio. Fue ante el primer escalón donde me detuve con una sensación de miedo y ansiedad. Contemplé las figuras de los dos leones de mármol y pensé que esas esculturas reproducían a un animal con el que gustaba identificarme. Quizá fue ese sentimiento el que me ayudó a entrar.

En el hall principal pregunté a una enfermera por Graciani y ella me dijo que él estaba en esos momentos ocupado y que debía esperarlo unos minutos. Le contesté que sí, pero apenas se retiró me interné por el pasillo más próximo. En algún momento me acerqué a una ventana y contemplé el parque que rodeaba al edificio. Era una casona muy antigua, de dos pisos con aspecto de haber sido la residencia veraniega de alguna de las familias tradicionales de la ciudad. Sin embargo, en la parte de atrás divisé con sorpresa una construcción moderna, como si fuera un pabellón nuevo. Me asombró que esa zona estuviera rodeada por un cerco bastante alto de alambre tejido. Cuando creí que ya me había extraviado en otro pasillo, apareció una mujer joven, de guardapolvo celeste, que me llamó por mi nombre y me dijo que el doctor me estaba esperando. Caminamos juntos hasta su consultorio; mientras íbamos avanzando pensé que lo de “doctor” me sonaba demasiado extraño, porque, en realidad, iba a conversar con Graciani, con quien habíamos sido amigos, pero al que no frecuentaba desde hacía mucho tiempo. Como dije, yo lo había llamado por teléfono y por eso estaba esa mañana –pocas horas antes de volver a Buenos Aires, donde vivía desde hacía varios años– visitando a Graciani para que me contara lo del Tolo Vélez.

Me recibió detrás de un escritorio de roble, Graciani era el mismo que yo recordaba pero mucho más corpulento, con un aura de madurez que marcaba que también los años lo habían modificado. Sin embargo, su voz parecía inalterable, y eso me alegró porque sentí que conservaba en su entonación grave y pausada un atisbo de lo permanente. Estuvimos un rato mirándonos, como si al hacerlo hubiésemos tratado de recordar algo de cuando nos veíamos muy seguido. 

Luego comenzamos a hablar de lo que sucedió con Alfredo, el Tolo, que era la razón por la cual estaba en ese lugar. En verdad, yo me limité a hacer algunas preguntas y a escucharlo con atención. Sentí que Graciani trató todo el tiempo que estuve de comportarse como un profesional y no como el primo lejano y amigo de la juventud de Alfredo. En un momento, me dijo que para Sandra, la ex mujer del Tolo, lo sucedido había sido un golpe muy fuerte. Enseguida pasó a hablar concretamente de Alfredo, a quien, como ya dije, desde chico lo llamaban el Tolo. Ese apodo se lo habían puesto algunos compañeros de la escuela que no lo querían, porque corriendo carreras era un atolondrado y cuando estaba cerca de ganar abandonaba sin dar ninguna razón. Alfredo Tolo Vélez era, digamos, el nombre completo si incluíamos su mote de la infancia. Mientras Graciani comenzaba a hablar del caso, me dije: Pobre Tolo qué habrá sentido, qué fue lo que le sucedió ese día de febrero, esa noche más exactamente. Pensé que Graciani debía saber muchas cosas, por eso traté de escucharlo con atención.

–Hacía varios años que estaban separados –afirmó Graciani y miró hacia la ventana. La luz intensa inundaba el amplio despacho. Era la oficina del director del Sanatorio y Graciani era ahora el director. 

–Sí, claro –respondí–. Pero tengo entendido que volvieron a vivir juntos.

–En realidad, nunca terminaron de separarse.

Me vinieron algunas imágenes del Tolo. Imágenes de cuando éramos adolescentes. Recuerdo, como si fuera un sueño, especialmente un momento en que el Tolo estaba hablando conmigo en la puerta de mi casa, sentados en el cerco de piedra blanca, en una noche de verano. Hablábamos de Julio Verne y de Julio Cortázar. Alguna vez había dicho que escribía, años después dijo que me iba a mostrar una novela, pero nunca lo hizo.

–Era un depresivo grave –dijo Graciani.

–Sí, no sé, pero lo recuerdo escéptico, crítico. Siempre en una actitud disconforme –contesté.

–Eso fue antes. Fue cambiando pero no para mejorar. En los últimos años se quedó sin trabajo. Estuvo dando vueltas por el Sur y por aquí sin ningún éxito. Hacía algunas changas. Después se unió a un movimiento piquetero, lo convenció Toni Molina, que como abogado estaba metido en una de las primeras agrupaciones. Al principio se entusiasmó, le había vuelto el interés por la política, que también había abandonado. Militando en ese movimiento se sintió solidario, descubrió que había mucha gente más pobre que él, ninguno había tenido sus posibilidades de hacer el secundario completo, de provenir de una clase media que, lamentablemente, había ido desapareciendo. No faltaba a ninguna de las marchas, encabezaba los cortes de puentes, rutas y calles. Esa actividad lo tuvo ocupado durante un año, pero después volvió a aislarse. 

–Qué lástima -dije–. Mi hermano me contó que la última vez que estuvo con él supo que estaba viviendo en la casa de sus padres con los hijos que tuvo con Sandra.

–Así es –respondió Graciani abriendo un cuaderno sobre el escritorio.

Luego se puso los anteojos y pasó una, dos, varias hojas más y, mirándome, dijo:

–Vas a tener que esperarme unos minutos, tengo algo que hacer en el pabellón nuevo.

Yo asentí con un gesto, Graciani tomó una carpeta de arriba del escritorio y salió de la habitación. Me recosté en el sillón de pana azul y entrecerré los ojos. Al Tolo lo había encontrado un fin de año en la peatonal, yo como siempre había viajado para pasar las fiestas con mis padres y hermanos. Estaba irreconocible, flaco, con la barba de varios días, con un saco azul muy usado. Me dio la mano y reconocí su sonrisa irónica en los labios finos. Quiso que tomáramos algo en un bar cercano. Pedí un café, él una ginebra doble y trató con insistencia de que yo hiciera lo mismo. Me excusé, diciéndole que el alcohol me caía mal de mañana, lo cual era cierto. Estuvimos un rato. El Había viajado al Sur del país; me contó que estuvo viviendo en Zapala, en Río Turbio y en Ushuaia. Pero en ese momento, luego de tres años, había regresado a Córdoba. Por los chicos, recuerdo que explicó. Cuando ya nos despedimos, con un tono irónico llegó a decirme “a vos sí que te ha ido bien en Buenos Aires”. Yo no quise responderle y lo abracé. Esa fue la última vez que lo vi.  

Una empleada entró y me ofreció café. Acepté con la idea de que esperar el regreso de Graciani iba a ser más largo de lo que yo pensaba. Mientras fui tomando el café observé ese amplio despacho; en una de las paredes había un cuadro de un paisaje de las sierras. Pasé por alto varios diplomas enmarcados y me detuve en un sector donde se veían varias fotografías. Me levanté de mi asiento y las observé. Eran fotos ya históricas, instantáneas que reunían a varios de los protagonistas de la Reforma Universitaria de 1918.

Di unos pasos y sobre el escritorio, en el cuaderno abierto de Graciani, encontré el recorte de diario con la noticia que tanto me había impactado. Como estaba suelto, lo tomé entre mis manos y me fui a instalar nuevamente en el sillón. Miré la fecha del recorte, era de un día de febrero del 2002. Esa mañana recordé que yo había leído esa noticia en la sección policial del diario. Me encontraba en un bar de la Avenida de Mayo, en uno de esos días que uno sale de su casa algo desganado, sin saber bien cómo iba a empezar todo lo que tenía para hacer. Leí los titulares, el copete donde se resumía la tragedia del “desocupado,” como lo llamaban y, recién cuando la crónica mencionaba el barrio y el nombre de Alfredo Vélez, me di cuenta de que se trataba del Tolo. Sabía que él estaba mal, que su vida venía siendo un desastre, pero nunca se me hubiera ocurrido un final así. Había terminado de leer esa noticia que me conmovió en el bar, cuando a los pocos minutos fui viendo que dejaban de pasar los autos y los colectivos por la Avenida de Mayo y que iban siendo reemplazados por motos y patrulleros policiales. Luego fue notorio el sonido retumbante de los bombos. Y enseguida nomás fueron apareciendo. Adelante iban los líderes. Era una marcha piquetera, una marcha larga, varios llevaban palos, que usaban para formar a los costados un cordón protector. Adentro de esos cercos laterales vi desfilar mujeres, algunos adolescentes, chicos, jóvenes y varios hombres maduros, algunos ya ancianos, de rostros sufridos, de miradas tristes. Los cartelones tapaban los cuerpos, el son de los bombos parecían tener vida propia, ellos marchaban con un ritmo invariable, que acentuaba sus semblantes de insatisfacción y sufrimiento. Pensé entonces que al Tolo lo llamaban en la crónica del diario “desocupado” y le había tocado vivir, como a los de esa manifestación, la falta de trabajo y miseria que azotaba al país.

Cuando volví a mirar ese fragmento de papel de diario con la misma noticia tuve una sensación más extraña y se me dio por imaginar cómo llegó a hacer lo que hizo. Entrecerré nuevamente los ojos y lo encontré en el dormitorio, que ocupaba en la casa de sus padres, con las ventanas cerradas, en esa noche terrible de febrero, casi a oscuras, con el torso desnudo, fumando un cigarrillo tras otro. Quizá sin noción exacta del transcurrir de las horas, del calor y el encierro. Pero a lo mejor sí de lo que intentaba hacer, casi como una obsesión, tal vez planeando paso a paso el momento justo. Aunque todavía hoy se me ocurre pensar que no sabía exactamente cuándo lo iba a hacer, que recién a la madrugada tomó la decisión. Dejé el recorte del diario en el cuaderno de Graciani y me acerqué a la ventana. Observé cómo un grupo de hombres y mujeres caminaban con aire resignado y cierta lentitud, escoltados por otros que llevaban guardapolvos blancos, quienes como si fueran enfermeros abrían un portón metálico y obligaban al grupo a traspasar por allí la alambrada de la parte nueva, que yo había descubierto desde otra ventana. La mañana iba quedando atrás y surgía el brillo intenso de la luz del mediodía. No hacía mucho calor, pero quizás afuera, bajo ese sol imponente, uno podría llegar a sentir el peso del verano. Se me ocurrió entonces que el pobre –o el desesperado– Tolo revisó los tres revólveres con suma atención, poniendo mucho cuidado en dónde debía estar cada bala, en el accionar del percutor, en el manejo rápido de destrabar cualquier tipo de seguro. Sin duda esa dimensión me resultaba desconocida, siempre había creído que el Tolo era una persona incapaz de sostener un arma en su mano porque nunca se había mostrado violento. Solía ser tranquilo y cordial. Quizás yo también había caído en el error de muchos –tal vez el de Sandra, y principalmente el de su más íntimos– de pensar que era alguien incapaz de hacer algo así. Pero no, lo sucedido era la prueba que estaba mal, muy mal. Trataba de evocarlo, sentía que me era muy difícil comprenderlo y sólo llegaba a reconstruir cada paso, cada movimiento suyo a lo largo de la noche, en medio del calor de febrero en esa ciudad como un pozo. Y en esa noche –o aquella noche–, poco antes del  amanecer, casi ya con los cantos de los pájaros y en medio de una luz incipiente –y tan suave como la aparición del arco iris después de una oscura tormenta– veía al Tolo, al pobre Alfredo Vélez, al amigo de la infancia, al que se había casado con Sandra muy joven cuando aún aspiraba a ser un escritor, ponerse dos revólveres en la cintura, empuñar el tercero con la mano derecha y salir de ese cuarto cerrado y lleno de humo de cigarrillo para internarse por el pasillo de su casa paterna hasta la habitación contigua donde solían dormir sus dos hijos. Después cómo cerraba sus ojos al disparar contra un espejo, tal vez había visto su propia imagen. Luego, casi sin respirar, como los abría en el momento que descerrajaba con otra arma un segundo disparo sobre una foto familiar, según decía la crónica policial del diario. Como un poseído salía de la habitación y caminaba por el pasillo hacia el baño más cercano de esa casa grande y larga. En el pasillo, despertada por los disparos, aparecía su madre en camisón y al cruzarse con él –que ya no llevaba el arma en su mano pero sí sus revólveres en la cintura– alcanzaba a preguntarle sorprendida qué estaba sucediendo. Y él ya entrando en el baño, antes de trabar la puerta, le gritaba que no se preocupara que lo que estaba haciendo era para que nadie sufriera más. Después, casi en un segundo, la mujer lograba sentir la repercusión en sus entrañas del seco y perfecto sonido de ese estruendo de arma de fuego que le volaba la cabeza al que hasta un instante antes había sido su hijo.

Graciani entró en su despacho justo cuando yo había vuelto a hundirme con los ojos cerrados en el sillón de pana azul con esas imágenes de muerte. Lo había imaginado muchas veces y lo sigo imaginando aún hoy como un recuerdo imborrable. Mi amigo se ubicó nuevamente en su escritorio, cerró el cuaderno y me observó en silencio. Nos quedamos así unos minutos. La luz de la ventana le iluminaba la cara y llegaba a borrar sus rasgos. Pensé que podía ser cualquier persona, que yo mismo era otro. Entonces le pregunté:

–¿Hay alguna razón, algún indicio?

–No, nada, solo el misterio que siempre dejan los suicidas. 

Miré la figura de Graciani que llegaba a diluirse bajo la luz que penetraba con más intensidad por la ventana. Una luz que por momentos sentía que me encandilaba amenazadoramente. Y fue en esa circunstancia cuando pregunté a Graciani por Sandra. Él, incorporándose para despedirme, me dijo: ¡Cómo va a estar! Con lo sucedido, peor. Está internada aquí desde hace muchos años. Ahora la trasladamos al Pabellón Nuevo y la recuperación va ser más que lenta.

Sus palabras me hicieron recordar esa imagen, que poco antes yo había visto desde la ventana, del edificio nuevo, del cerco alambrado y el portón metálico por el que entraba un grupo de mujeres y hombres custodiados por otros de blanco. 

–Sí, claro, estaba enterado. 

–En fin, eso es todo –dijo Graciani y me despidió con un abrazo.

Pocos minutos después dejaba atrás la escalinata central, los leones de mármol de la entrada del Sanatorio. Se me ocurrió entonces que pese a lo que me había informado Graciani, me costaba entender ese fin tan trágico de quien había sido mi amigo. Sin embargo, en el taxi de regreso al centro de la ciudad, me fue ganando la impresión de que el Tolo pese a todo lo sucedido seguiría existiendo en mis recuerdos, y también adentro de ese edificio en los de Graciani y en los de la que alguna vez fue su mujer.