Aprendimos a callar y no solo las violencias: ¿Cuántas veces callamos porque sentimos que no teníamos nada que aportar? ¿Cuántas porque creímos que seguro un compañero podía decir lo mismo, pero mejor? ¿Y cuántas, de las que finalmente nos animamos a hablar, no nos escucharon? La sistemática desjerarquización de la lucha feminista y la insistencia en el encubrimiento de las más burdas violencias machistas está expulsando e incomodando compañeras a lo largo de todo el arco político. Si bien no nos callamos más, la escucha viene pobre y limitada: cuando hay respuestas suelen ser tardías, tibias y silenciosas, motorizadas únicamente por el miedo al escrache. Esta resistencia que encontramos en nuestras organizaciones a hacer carne el feminismo resulta inversamente proporcional a la facilidad que encuentran para proclamarlo. Pero no es el feminismo lo que está quebrando, dividiendo y debilitando tantas organizaciones, sino el miedo al cuestionamiento profundo de las relaciones de poder que las constituyen. Nos toca vivir una época en la que, gracias al feminismo, volvemos a creer en nuestros sueños. No solo eso, sino que los estamos construyendo ya desde ahora. Formamos parte de una revolución que va desde nuestras vidas cotidianas hasta Intrusos, que copa las calles y el Congreso, que fue capaz de coordinar un Paro Internacional los dos últimos 8M y lograr la histórica media sanción de la legalización del aborto. Mantuvimos esa fuerza en cada lucha, contraponiendo sororidad y comunidad al individualismo meritocrático; unidad y masividad a la fragmentación y al sectarismo.
Gracias a la lucha de nuestras hermanas ganamos lugar en cada vez más espacios, pero llegó la hora de problematizar el camino y el destino. La potencia revolucionaria del feminismo radica en su desafío a toda jerarquía: ya no se trata de llegar a los lugares de poder sino de cuestionarlos. Nos enseñaron que la política tenía que ser fría y calculadora, regida por una lógica falométrica del “cuanto más mejor”, del figurar y del rosqueo. Una política donde la mezquindad es un mal inevitable, más parecida a un juego de conquista que a una herramienta colectiva, donde el único fin parece ser cooptar y acumular porotos.
No va más esta política patriarcal. No solo porque es excluyente, sino porque está fracasando. Si ignoramos al movimiento feminista, nos encontramos con que el neoliberalismo avanza, la fragmentación y el estancamiento no menguan, los proyectos emancipatorios escasean, la resistencia se resquebraja y la esperanza se debilita. Urge derretir esa política de hielo y cálculos, prenderla fuego en aquelarres hasta que sus chispas se vuelvan semillas de libertad. Construir juntes una política sensible, deseante, rebelde, empática, coherente en su praxis y profundamente humana. Se acabó la militancia robot. La queremos viva y llena de brillos. Bien despierta, que escuche los latidos de su tiempo y baile a su ritmo.