En las páginas que había escrito un edil porteño de la Unión Cívica Radical una frase pesaba con tono de sentencia: “El boxeo es un circo cruel y sangriento”. El proyecto de ordenanza hervía en las manos de Héctor Lapadú. Lo había confeccionado con sus asesores durante meses y tenía fe en que el oficialismo que él integraba haría la fuerza necesaria para que se aprobara su trabajo. Prohibir el boxeo en el área metropolitana, a nivel amateur y profesional. Ese era el objetivo, colgar los guantes para siempre. Y para eso, tenía que librar una batalla, que arrancó el 2 de octubre de 1984 en el recinto de la Legislatura porteña. El regreso de la vida democrática estaba fresco luego de los oscuros años de horror militar, y este radical salía a jugar con un culatazo inesperado. Apenas leyó en voz alta su definición de boxeo, desde las bancas empezaron a escucharse todo tipo de cosas. Desde el vamos, ya la “tribuna” peronista anticipó su voto negativo, y los radicales, compañeros de banca, optaron por cambiar de tema y dejaron así la votación para otro día. El recinto se convertía en un ring por culpa de un disparate.
Fueron días de incertidumbre e incredulidad plena en el ámbito político-deportivo por la decisión de un concejal oficialista de embestir contra el boxeo. Pues la paradoja era grande: apenas un año atrás, el presidente de la Nación, Raúl Alfonsín, había tenido su bautismo de oro en el mismísimo estadio de la Federación Argentina de Box (FAB). El 16 de julio de 1983, Alfonsín había lanzado su campaña presidencial en el gimnasio de Castro Barros 75. Y con miles de personas adentro y afuera. Por primera vez en mucho tiempo, en el país había un virtual levantamiento del estado de sitio. Esa imagen aún hoy es imborrable e icónica para los radicales de la vieja guardia, porque creen que el boxeo les trajo buena suerte. “Cuando llegamos a la Federación de Box, a las cuatro o cinco de la tarde, el local nos parecía el estadio Maracaná, imposible de llenar”, recordó el político Jesús Rodríguez en la biografía -no desautorizada- de Alfonsín que escribió Julia Constenla. Casi cinco meses después, el dirigente ganaría las elecciones para calzarse la banda y tomar el bastón de mando. Y sería historia grande del país.
No obstante ello, mientras Alfonsín mantenía contactos con el Papa Juan Pablo II e intentaban acercar partes con el Gobierno de Chile, en pleno conflicto por la delimitación territorial, en la Legislatura porteña uno de sus ediles estaba convencido que uno de los problemas que tenía el país era el boxeo. Se ponía el foco en un deporte que entonces se practicaba en el país hacía más de 150 años y había parido grandes ídolos y fiestas populares. Por entonces, el boxeo le había dado al país nueve campeones mundiales: Pascual Pérez (1954), Horacio Acavallo (1966), Nicolino Locche (1968), Carlos Monzón (1970), Víctor Galíndez (1974), Miguel Ángel Castellani (1976), Miguel Ángel Cuello (1977), Hugo Pastor Corro (1978) y Sergio Víctor Palma (1980). También varios ídolos sin corona: Justo Suárez, Luis Ángel Firpo, Ringo Bonavena, Goyo Peralta, Eduardo Lausse, y tantísimos más. A nivel amateur, Argentina tenía una tradición que la erigía como una histórica potencia, con 23 medallas olímpicas: siete doradas, siete plateadas y nueve de bronce.
La balanza era ampliamente favorable para el boxeo. Aún estaban frescas las 14 defensas de Monzón como rey de los medianos, las hazañas de Víctor Galíndez en los rings del mundo… Pero Lapadú insistía con la idea de que había que prohibir lo que él definió como “pseudo deporte”. En los días posteriores el tema explotó en los medios. Y llegó a los matutinos del mundo, a través de la cablera de la Agencia Upi. “Reacciones negativas por un proyecto para prohibir el boxeo en Argentina”, era el título de la nota del diario El Siglo de Torreón, de México. En dicho artículo, se leen testimonios de los campeones mundiales, que le salieron a la yugular al radicalismo. Porque a muchos les costaba creer que Lapadú se hubiese lanzado al océano solo, así porque sí, sin haber consultado el tema con sus compañeros de banca. Y después de todo, no faltaba quien abonaba a la teoría de que todo esto, en realidad, se trataba un ajuste de cuentas con un deporte que había estado emparentado con la génesis y el esplendor del peronismo, en las décadas del 40 y 50, con estrellas populares como Pascual Pérez, el Mono Gatica y Alfredo Prada, todos ellos amigos del matrimonio del General Juan Domingo Perón y Eva Duarte.
Locche había hecho un arte del deporte de los puños y en los 80 tenía un puesto laboral en la Municipalidad. Eso no le impidió horrorizarse ante la polémica noticia del proyecto de ordenanza: “Esto es una barbaridad, hay muchos ejemplos a favor de la práctica del boxeo y muy pocos en contra”. Por su parte, Monzón apeló a su sinceridad: “No sé qué responderte ante una locura como esta, yo ante todo soy boxeador”. En tanto, Acavallo, quien supo administrar bien su fortuna en el retiro abriendo tiendas de ropa deportiva, no dio rodeos para citar su propio ejemplo de éxito: “La pretensión del concejal radical es absurda y fuera de lugar. Hoy gozo de una buena situación económica gracias al boxeo”. Tito Lectoure, manejador histórico del Luna Park, arremetió con un toque de distinción e ironía: “Si la prohibición se concreta, a mí me va a liberar de tantos agravios, porque me tildan de explotador, monopólico y quién sabe cuántas cosas más. Además, evitaré pagarle impuestos a la Federación de Box, al Estado y a la Municipalidad”. Los ánimos estaban exacerbados.
¿De dónde había surgido esta intención de prohibir el boxeo, un deporte que se venía practicando en las civilizaciones antiguas desde el el siglo V a. C.? Para los especialistas, la moción tal vez tenía que ver con la relativa crueldad que exhibían los combates. Se disputaban a 15 asaltos. Y resultaban sangrientos y peligrosos. Recién en 1982, un organismo internacional (el Consejo Mundial de Boxeo) se animó a bajar la cantidad de rounds a doce. Pero la otra entidad fuerte, la Asociación Mundial (AMB), aún mantenía sus peleas a la vieja usanza. La salud de los boxeadores, al parecer, podía esperar para la AMB, porque el espectáculo estaba garantizado, con definiciones al límite de la agonía. El pugilismo, además, tenía firmes antecedentes de prohibiciones en países nórdicos, como Noruega y Suecia, en donde estuvo vetado desde 1970 hasta el 2006. En Nueva York, por consignar un dato, en 1979 estuvo prohibido un mes su práctica profesional, por la muerte del puertorriqueño Willie “El Macho” Classen. Su rival, Wylford Scypion, le propinó una paliza irremediable, en el Felt Forum. Y a finales de 1982 Ray Mancini había castigado por demás, en el round 14, al surcoreano Duk Koo Kim, quien fallecería tres días después en un hospital, a raíz de las serias lesiones cerebrales que le provocaron los golpes. Todos estos hechos fueron minaron la imagen del boxeo en la década. Y crecieron los levantamientos en contra del deporte, como cada vez que la muerte aparece arriba del ring.
La intención prohibitiva del radical Lapadú no era nueva. El periodista Julio Ernesto Vila, fallecido hace cuatro años, dedicó su vida al estudio del pugilismo y explicó en su libro El Boxeo y yo (Ediciones Al Arco) que esta práctica deportiva ya había estado vedada en la Capital Federal durante casi 32 años, desde 1892 hasta 1924. “El martes 6 de septiembre de 1892, el Honorable Concejo Deliberante de la Municipalidad de Buenos Aires resolvió prohibir la actividad en la Capital Federal, medida que entró en vigencia al día siguiente. En el lapso posterior hasta la creación de la actual Comisión Municipal de Boxeo, que entró en funciones el 3 de febrero de 1924 tras la pelea Firpo-Dempsey, el boxeo se practicó afiebradamente en clubes, casas particulares, pero a puertas cerradas, y sin cobrar entrada. La provincia de Buenos Aires, cruzando el Puente Pueyrredón, lo recibió con los brazos abiertos. Sólo una orden de allanamiento podía impedir un acontecimiento privado que no violaba el código penal. La veda se refería al boxeo como espectáculo público sólo en la Capital”, documentó el historiador Vila, clasificador del CMB durante más de treinta años.
A pesar de la veda imperante a finales del siglo XIX y principios del siguiente, hubo excepciones que tramitó el gobierno porteño para que se realizaran festivales de boxeo, con entradas a la venta. La más resonante de ellas fue la visita del campeón mundial vigente de los pesos pesados, Jack Johnson. Ocurrió el 10 de enero de 1915, en la Sociedad Argentina de Palermo. En un solo día, el moreno estadounidense hizo tres presentaciones. A José Guiralechea y Enrique Wilkinson los liquidó en 30 segundos. Y luego tumbó en tres asaltos a Jack Murray. Estas historias del pasado, sin embargo, amenazaban con volver por la idea restrictiva de Lapadú. Pero con el descontento popular de manifiesto, los radicales empezaron poco a poco a alejarse de la idea del concejal (fallecido en el 2015) que encabezaba esta cruzada. El radical Enrique López, titular de la Comisión de Deportes, se manifestó en desacuerdo con “prohibir por prohibir”. Y argumentó que no iba a impulsar una medida que tendiese a perjudicar a los trabajadores. El peronismo, en bloque, dio su voto negativo porque el proyecto atentaba contra la libertad de trabajo, según la edil Nélida Carreiro. Al fin y al cabo, toda la operación cerrojo quedó en un gran golpe fallido.
En sus años mozos, Perón organizó peleas en su quinta y hasta practicó el deporte, según reveló Ariel Scher en su libro La Patria Deportista. Alfosín, en cambio, no tiró guantes, pero sí siguió bien de cerca la carrera de Látigo Coggi, su boxeador favorito. Un noqueador que se asumía... ¡peronista! Sea como fuere, para alimentar un poco este circo legislativo, un año después el peronista riojano Eduardo Menem, no quiso ser menos que Lapadú y llegó al extremo de pedir la prohibición del boxeo en la Capital Federal, según documentó Enrique Martín, en su libro Narices Chatas. Lo curioso es que ese ítem no figuraba en la orden del día en Diputados, porque se estaba tratando la Ley del Boxeo. Golpes inesperados de la política criolla.