A Juan Carlos Cagnoli y su padre Emilio

 

Mi Viejo Emilio tenía un diente de oro. Lo tuvo desde que yo nací, por el ’60, y estamos hablando del ’84. Era un diente de los de antes; mi viejo era de los de antes. Le daba pudor el afecto, murmuraba en el café frente a los amigos, se desinhibía en el patio de una milonga bailando “Taquito militar”, le gustaba Hugo del Carril y casi no se reía. Porque me olvidé de aclarar que el diente de oro sólo se le veía al reírse: era el primer premolar izquierdo y yo, su hijo mayor, como máximo, se lo debo de haber visto cinco veces en toda la vida. Aquel 16 de diciembre de 1984 fue la última vez que vi su diente de oro. Dos veces.

Hacía un par de años que había sufrido un derrame cerebral, y aunque de chapa y pintura estaba bien, le había quedado una tartamudez risueña que no armonizaba con el resto de su carácter, sobre todo en el comienzo de las frases, hasta que “embragaba”, como le decían los amigotes. Él se ponía nervioso y era peor: una especie de cacareo acompañado de gestos, lo que le daba el aire de Jerry Lewis en “El profesor chiflado”. La lucha contra una “de” o una “ese” terminaba con un riego de saliva triunfal sobre su perímetro inmediato. Eso lo hizo más callado todavía, y transformó su dureza, que nos era familiar, en una especie de vacilación suspendida, como si se hubiera olvidado de algo en otro lado y tuviera que volver a buscarlo. Se ve que él no se acostumbraba, porque no tardó en salir de gira para no volver.

-Decg, decg, des, despertate, marmota… -susurró, mirando por sobre el hombro por si aparecía mi Vieja. Yo me había acostado hacía un rato, porque habíamos salido con los muchachos y era domingo, así que me pegué flor de julepe, pensando en que podía estar sintiéndose mal-. Sicg, sicg, si, si tu madre se despierta te mato. ¡Dale, levantate que ya está amaneciendo!

-¿Qué te pasa Viejo? ¿Estás bien? -atiné a decir, escuchando todavía el eco rectangular de las puertas del sueño. Me tapó la boca con la manaza con la que capeaba las caricias.

-Tecg, ¡te dije que te calles! Vamos a la cocina.

Cuando entramos y él terminó de sellar el recinto más familiar de la casa, por la ventana del patio entraba una luz rosada y lustrosa. Cosa rara, ni puso el agua del mate, ni repitió su habitual proceder industrioso, ni se sentó. En ese momento se me pasó por la cabeza que la incertidumbre que acompañaba al cloqueo, venía de un sitio mucho más óseo, más medular que el accidente cerebral.

-Ecg, es, escuchá bien lo que te voy a decir. Hoy es un día con el que sueño desde hace mucho tiempo. La última vez que tuve la oportunidad, no pude estar por razones que no vienen al caso. Pero hoy no me lo pierdo y depende de vos. Te lo firmo, ¡la Mugre se va para la B, hijo! Vos y yo no podemos faltar. Juntos. Locg, locg, locg, los dos -. A medida que se internaba río adentro de la frase, las palabras eran cruzadas por el viejo viento, el del tango, el cafetín y los amigos. No sé por qué, o más bien lo sé ahora, esa certeza confirmó la anterior impresión sobre su titubeo adquirido.

Yo me había olvidado que aquel 16 de diciembre de 1.984, el clásico rival, como se decía entonces, o uno de los protagonistas del derbi ciudadano, como dicen ahora, el “canalla”, jugaba de visitante contra Boca en la cancha Huracán, en Parque Patricios, que era la penúltima fecha del campeonato y que si perdía descendía.

Diez años antes, en mayo de ’74, los colores que nos desvelaban, el rojo y el negro, habían salido campeones en la cancha de ellos, los “primos” habían invadido el campo de juego, y dos días después de la batalla campal habíamos gritado campeones por primera vez en nuestra historia al dar la AFA el partido por terminado. Pero por entonces yo era más chico, Emilio era otro, Ñuls también y cada uno lo disfrutó a su manera.

-Yo, por mí, encantado Viejo, pero no tenemos entradas y Mamá seguro que… -. No alcancé a terminar la frase.

-¡Macg, ma, Mamá nada! Vos hacé lo que yo te diga.  Soy viejo, pero no inválido, nene. Dejá esos detalles que tengo todo cocinado. Tu madre no me va a dejar ir: que el derrame, que el calor … vos sabés que se va a poner insoportable. Pero tengo una idea.

Mi Viejo era una década y media mayor que mi Vieja, y pasar del rol de protector taciturno al de protegido por una cotorra -porque mi Vieja hablaba por varias madres-, no terminaba de sentarle.

-¿A ver? Contame…

-Mirá, yo ahora me vuelvo a la cama y dentro de una horita, ¡no te me vas a quedar dormido, ¿eh?!, vos hacés un poco de barullo y entrás al dormitorio -la luz milagrera lo había devuelto a su lozanía-. Como quien no quiere la cosa, me proponés la excursión, y como tu madre te malcría, sumado a que yo me voy a hacer el otario, salvamos el primer obstáculo y una hora más tarde estamos en la ruta.

Jamás lo había pescado a mi Viejo en una mentira, y sobre un charco de extrañeza y diversión, frente a un hombre que parecía tener mi misma edad, acepté el convite. Esa fue la primera vez en que, el 16 de diciembre de 1984, vi el premolar dorado, sonriendo con el mismo ritmo que la boca donde se alojaba.

Yo hice mi número en el dormitorio con sobriedad, pero lo de mi Viejo fue magistral. Que no, hijo; que para qué nos vamos a ir hasta allá a ver perder a la Mugre; que va a hacer calor. Y en un giro brillante, con la cabeza apoyada sobre la almohada y mirando por el rabillo del ojo, como hace Alberto Sordi varias veces en “Un americano en Roma”, añadió: “Cgr, cgrrr, cla, claro que… vaya a saber si volvemos a tener una oportunidad así, las dos generaciones. Juntos. Locg, locg, ¡los dos…!”.

Mi Vieja entró como chancho a la batata. “Emilio, vos siempre decís que tu hijo vive en la casa como si fuera en un hotel. Si te animás, a mí me parece que sería un lindo momento entre padre e hijo”.

El Viejo estaba inspirado: “¿No habrás chupado vos anoche?”, me dijo. “Mirá que el viaje es largo y yo no manejo. Si estás sobrio, tomate un café y vamos”. Y empezó a vestirse, con un desgano tan moroso que tuve miedo que mi Vieja sospechara. No hacía falta el vértigo de la perfección, recuerdo que pensé.

Del viaje mucho no hay para contar, porque Emilio tenía la locuacidad de una palta. Cuando llegamos y yo ya rumbeaba para la cancha del Globo, mi Viejo se golpeó los muslos y dijo:

-¡Ucg, ucg, u, uy! Me olvidé de Darío y de las entradas -. Darío era un primo tan fanático como nosotros, que desde hacía unos años vivía en Constitución, y la mujer lo cuidaba más que mi Vieja a mi Viejo. Sin hacer demasiadas preguntas, puse proa hacia su casa.

Ni bien tocamos el timbre, apareció Darío con una expresión de sorpresa que no hubiera pasado el escrutinio de mi madre. Atrás su esposa, con unos grititos: “¡Qué alegría! Emilio y Juanca. ¡Pasan, pasen!”.

Aquí, el bailarín compadrito y cejijunto se transformó como por ensalmo en Laurence Olivier en “Veintiún días”, película en donde actuaba con Vivien Leigh.

-No, te agradezco mucho -dijo, con una pena honda y rotunda-, se nos está muriendo un viejo amigo del papá de tu esposo, también amigo mío, y vine para darle mi despedida. Como es en Luján, pensé que a lo mejor Darío nos guiaba…

-¡Justo el cumple de Dariíto! -dijo la santa. Y mirando a su esposo: “Pero si sentís que tenés que ir con ellos, andá mi amor, el nene todavía ni se da cuenta de que es su cumple”.

Con gestos adustos los tres nos subimos al Chevrolet, y apenas doblamos la esquina empezamos a abrazarnos por el óptimo desempeño. Darío sacó las tres populares, mi Viejo las tres gorritas con los colores azul y amarillo de camuflaje, para que perdiéramos la vida en el festejo herético y hermético, y llegamos con tiempo al Tomás Adolfo Ducó.

El gol de Ivar Gerardo Stafuzza todos lo recibimos con lágrimas, los “primos” de dolor y nosotros de recompensa merecida. ¡Para colmo, el técnico de Boca era Marito Zanabria, el mismo que les había marcado el gol que nos dio el campeonato del ’74! Así como la desgracia viene a batallones, la alegría es muy creativa en el arte de multiplicarse.

Aquella noche cenamos en lo de Darío. Promediando el evento, como al pasar, Emilio dijo: “Parece que descendió Central…”. Yo estaba parado, atrás de él. Giró la cabeza y me sonrió de oreja a oreja, exhibiendo por segunda vez en el día el diente de oro.

De regreso, se quedó dormido. Estábamos en Arroyo Seco cuando se despertó. Miró la hora, se acomodó la ropa, bajó el vidrio de la ventana y se quedó pensando.

Al rato, me miró y dijo:

-Tcg, tcg, tcg -más tartamudo que de costumbre-, tu madre ya debe de estar acostada -.

Con esa vacilación suspendida, como si se hubiese acordado de que había dejado algo en otro lugar. En otro mundo, al que prefería volver. Ese mundo, le quedaba mucho más cerca que el que tenía por delante. Aunque no fuera en el más acá, sino en el más allá.