La calma mágica es el resultado de un encuentro: parte de los históricos del grupo de Timbre 4 son dirigidos por su admirado Ciro Zorzoli, en un intento por salir de la tan mentada zona de confort. La búsqueda del riesgo se percibe, porque este material poco tiene que ver con La omisión de la familia Coleman, El viento en un violín o Tercer cuerpo, clásicos que han dejado huella en el público. Actoralmente nada puede objetarse: el elenco –Tamara Kiper, Inda Lavalle, Claudio Tolcachir y Gerardo Otero– brilla para un texto extravagante del español Alfredo Sanzol.
Un hombre va a una entrevista de trabajo. En la entrevista le ofrecen hongos alucinógenos. Acepta. A partir de ahí, nadie sabe si lo que ocurre es real o es una alucinación de Osvaldo. Y es que van a pasar cosas delirantes. La obra establece un cruce entre lo real y lo onírico, así como también entre lo imposible y lo terrenal. O entre la comedia y el drama: hace poco que Osvaldo perdió a su padre, y la fragilidad, el flamante sentimiento de vulnerabilidad de este personaje dulcemente interpretado por Tolcachir, va a manifestarse durante toda la historia. La historia se va a fugar para cualquier lado –a veces hasta pareciera que arbitrariamente–, pero siempre va a volver a esa zona. A la ausencia que todavía no se acepta; a la verdad de la adultez. Trazará el recorrido del duelo, pero con la compañía de la metáfora.
Hay otro episodio que refuerza la vulnerabilidad del personaje principal. Y es uno que dota de actualidad a la trama. Resulta que a Osvaldo, en su nuevo empleo, lo pescaron durmiendo frente a la computadora. Y un colega inescrupuloso (Otero) viraliza en las redes la vergonzosa secuencia. Siendo en gran parte la lucha de Osvaldo por eliminar este registro, La calma mágica parece alertar sobre todo aquello que no se puede controlar. Y así como Tolcachir pone cuerpo y voz al servicio de transmitir esto –corriéndose de su habitual lugar de director de la compañía–, es mérito del elenco completo el actuar en ese borde entre lo real y lo onírico, en un espectáculo que mezcla hongos alucinógenos, la muerte de un padre, las redes sociales, el amor, un viaje a Kenia, cotos de caza y un elefante rosa. Kiper y Lavalle interpretan a una compañera y a la jefa que hace la entrevista, Olivia y Olga, respectivamente.
De Osvaldo se puede agregar que, en la composición del personaje, Tolcachir parece haber apelado a los modos de ser y expresarse de un niño. Por eso causa ternura. Seguramente sea su criatura la que despierte algún tipo de identificación en el público, al que de tanto en tanto dirige la mirada. También, en ocasiones, está en escena aunque no esté involucrado. Aunque la obra cabalga sobre ciertas convenciones actualmente cuestionadas, como la de personaje, no parece pensada para la identificación. Al contrario, desde el punto de vista emocional, genera cierta distancia. Quizá sea un modo particular de abordar un eje espeso: no evadirlo pero ir y venir al punto de que, por momentos, hasta pueda ser olvidado. Al fin y al cabo, ¿no ríe la gente en los velorios?
Otra particularidad es que el espacio es siempre el mismo. Así se trate de la calle, Kenia, un coto de caza, el departamento de alguno de los personajes, el público ve siempre el mismo espacio. El que al principio recrea una oficina con empapelado sicodélico, en consonancia con la temática de los hongos. Tampoco hay una intención realista con los objetos: por ejemplo, las computadoras y los celulares son unas pequeñas estructuras con el mismo estampado de la oficina. También en este aspecto, La calma… busca establecer entre espectadores y actores un contrato firme. Se trata de creer casi religiosamente y zambullirse en el juego, una palabra que el director de Estado de ira utiliza al aludir al teatro y lo que puede producir: “Que haya un convencimiento es de las cosas más primitivas. Una zona de creencia colectiva que tiene que ver con el juego actoral en el espacio”.
“La vida de muchas vueltas. Es eso. Da muchas vueltas. En fin. Es un tema muy delicado y tenés que saberlo. Los seres humanos son ríos con dos corrientes. Una de superficie, otra subterránea. A veces las dos corrientes van por el mismo sitio. A veces no”, dice, en un momento, uno de los personajes de La calma mágica. Sobre esas dos corrientes parece navegar la energía de esta pieza atractiva, sobre todo, en torno al juego actoral.