No puede decirse que el irlandés John Banville (Wexford, 1945) sea un escritor al que le asusten los desafíos. No conforme –en tiempos donde lo que impera dictatorial y torpemente es la pura y mecánica narrativa– con buscar y encontrar un grand style propio como motor de toda su narrativa, también se ha preocupado por enaltecer la novela histórico/científica (canalizando las voces de Kepler y de Copérnico) así como el género policial bajo la máscara transparente de Benjamin Black. Y fue como Black –esa especie de Mr. Hyde a su Dr. Jekyll– que Banville primero se internó en aguas peligrosas al abducir el fraseo de Raymond Chandler y el tono de su Philip Marlowe para llevar a cabo esa exitosa en todo sentido coda a El largo adiós que fue La rubia de ojos negros.
Pero ahora –dando la cara y con nombre propio– Banville sube la apuesta a alturas de vértigo. Y se propone como el médium de su escritor favorito (el norteamericano Henry James) para “cerrar” el célebre final abierto de su novela favorita entre todas las de El Maestro: El retrato de una dama, una de las primeras y más indiscutibles Great American Novels (no está de más precisar que fue el mismo James quien patentó esa etiqueta desde entonces tan recurrente que es la de la “G.A.N.”) publicada en entregas entre 1880-81 en las revistas The Atlantic Monthly y Macmillan’s, enseguida en formato de libro, y revisada por el propio autor para su edición definitiva en 1908.
Y, sí, claro: resulta más que indispensable leer o releer el libro de James (y hasta se puede ir más lejos explorando su historia y alrededores en el magnífico Portrait of a Novel: Henry James and the Making of an American Masterpiece de Michael Gorra) antes de disfrutar a fondo de La señora Osmond. Porque aquí están casi todos de nuevo: los maquiavélicos Gilbert Osmond (uno de los grandes villanos de la literatura norteamericana y paradigma del maltratador psicológico al que Banville hace suyo y disecciona con genio),Madame Merle, Mrs. Touchett, los pretendientes Lord Warburton y Caspar Oswood, la angelical hijastra Pansy y su enamorado Edward Rosier, la cuñada y condesa Gemini y la vehemente amiga Henrietta Stackpole y –por causa mayor, su fallecimiento– se extraña mucho al primo Ralph Touchett (y es una lástima que Banville no se haya hecho tiempo para traerlo de regreso, no más sea por un momento, como alguno de esos muy elegantes fantasmas jamesianos).
Por encima de todos ellos, claro, la dama ya retratada: la inquieta y adorable y un tanto demasiado ingenua a la hora de juzgar a los demás y a sí misma Isabel Archer. Y recuerden: la habíamos dejado casi en fuga, con todo ese dinero heredado, picoteada por aves de rapiña y sin saber si volver a la Roma de su sufrido presente o, en cambio, partir rumbo hacia un futuro incierto quién sabe dónde y con quién a su lado.
La opción de Banville es que (acompañada por su criada Staines, gran nuevo personaje) Isabel regrese a Roma. Antes, previo paso por Londres, donde cortesía de la feroz solterona y vegetariana Miss Janeway, se internará en las corrientes del flamante feminismo sufragista. Y después, sí, salto a París y volver a Italia para cortar flecos y ajustar cuentas.
Digamos nada más que la metodología de Isabel es mucho más elegante que la de Edmond “Conde de Montecristo” Dantès aunque igual de efectiva.
Y digamos también que lo de Banville –a diferencia de otras aproximaciones recientes más o menos directas a James firmadas por Colm Tóibín, David Lodge o Alan Hollinghurst– no es una revancha como la de Isabel pero sí, a su manera, un admirado desquite ante esa conclusión ambigua de aquel retrato que había, voluntariamente,omitido una última pincelada.
Porque Banville –con esa fiesta de frases serpenteantes tan suyas que conectan sin desentonar con aquellas circunvalaciones de James– se da el lujo de volver a mojar el pincel y aplicar ese color sombra en el sitio justo. Pero, enseguida, se permite una última y perfecta (en el sentido más noble del término) gracia: la de no un final abierto pero sí un final entreabierto. Y –otra vuelta de dama, por favor– Isabel Archer parte una vez más, magistralmente,rumbo hacia lo desconocido.