En Argentina, no existe crítica literaria por fuera de la política. Pero, a su vez, no hay crítica literaria totalmente política. Es un contrasentido, si nos ponemos a analizarlo a fondo. Parece haber, entre crítica literaria y política –un término que reúne muchas veces referencias a un determinado contexto histórico, avatares biográficos o hasta circunstancias editoriales– una suerte de puente no del todo quemado. Hay partes intactas por las que todavía se puede cruzar, pero ese cruce no es en absoluto cómodo: hay que hacer un esfuerzo. A falta de mejor idea, habría que construir otro puente sobre ese puente maltrecho, que alguna vez, quizás, estuvo intacto. Por eso, muchas veces, ese gesto autorreferencial de la crítica no es tanto una cerrazón con respecto a su contexto sino su verdadera estrategia política. La crítica literaria argentina es política porque, a veces, hace de su repliegue crítico un acto de intervención sobre el contexto. Lleva el mundo de afuera, eso que no tendría que ser su tema de preferencia, hacia adentro, y lo encuentra en el interior de su discurso, en el interior de su operación. La crítica literaria argentina es política porque no hace otra cosa que encontrar lo político en cada curva, en cada oración, en cada obra, en sí misma. Así, la política puede aparecer como tema de preferencia, en el caso de toda la producción de David Viñas; o puede ser un horizonte sobre el cual se busca incidir discursivamente, como lo hacen libros tan importantes para nuestro canon crítico como El género gauchesco: Un tratado sobre la patria (1988) de Josefina Ludmer. Pero, también, puede ser un esfuerzo por poner el acento entre un determinado momento de la crítica y su relación con los medios, en donde la política, más que tema, aparece como pretexto para que el crítico esté, para ser llamado y opinar, para tener, precisamente, un rol crítico. De eso, en algún punto, se tratan los artículos que Jorge Panesi reunió en su último libro, La seducción de los relatos: Crítica literaria y política en la Argentina. Un libro largamente esperado que encuentra el tono justo como para ser el despliegue de un artista entrenado para ir de un lado al otro entre los extremos de ese puente derruido, sin por eso quedarse fijo en ningún extremo. Habría que sumar al crítico en el escueto diccionario kafkiano de artista: alguien que también, a veces, se debate entre el hambre y el trapecio.
El lugar que ocupa Panesi en el mundo intelectual local no le hace justicia. Por un lado, se lo toma como si fuese el nombre clave de toda una tradición crítica que, volcada a la modernización aparecida en la década de los ‘70 (con la recepción del estructuralismo y el posestructuralismo), transforma a la política en un tema banal en comparación con los movimientos del lenguaje. Por el otro, se lo mitifica, como si sus clases en la cátedra de Teoría y Análisis Literario “C”, en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, hubiesen sido o fueran la cita obligada de cualquier alumno o alumna interesada en formar parte de las charlas del momento. Su intervención en la reforma de la carrera con el regreso de la democracia, en 1984, junto con Enrique Pezzoni, amigo y maestro (y primer responsable de la cátedra en la que siguió Jorge hasta su reciente jubilación), su rol como director de la carrera y sus publicaciones anteriores (Felisberto Hernández, de 1993; Críticas, de 2000) muestran a alguien atento a lo que pasa, insidioso en lo que critica y hábil en la manera en que lo pone en la página o lo dice. Panesi hace de la crítica un género ligero, porque nadie que se haya metido a leer alguno de sus textos puede desconocer la manera fascinadora con la que escribe, o la distancia que propone siempre con respecto a su persona y el tema que trata, como si se tratara de una cosa más, irrelevante, para dar, en algún momento, la estocada. La crítica vive de la disidencia, del desacuerdo, de la polémica, y se puede pelear en ese polemos con armas pesadas o con armas rápidas, sutiles, que llaman más la atención, a veces, precisamente por no querer llamarla.
“Henry James supo decir una frase: ‘me enseñaron los maestros’”, replica Panesi a la hora de hablar de su estilo de escritura crítica. “Josefina Ludmer, que fue mi maestra, tiene esa fuerza que me parece tan interesante a la hora de escribir. Enrique Pezzoni, otro de mis maestros, nunca abandonó esa cosa tan particular que él tenía. Quería hacer crítica académica, pero le salía Sur, en el sentido de presentar otra manera de relacionarse con la literatura, con la edición, con los libros. Él veía como algo espantoso un uso de la teoría literaria por la teoría literaria, ese mecanismo de autofagocitación. Ahí, para él, la literatura retrocedía. Era un argumento que la vieja guardia de la facultad esgrimía contra nosotros mismos, los que veníamos a ensuciar la literatura. Recuerdo que en esos tiempos había un cartel que decía ‘no ensucien la literatura con el papel higiénico de la ciencia’. Era ese momento del pasaje a la democracia que tuve la suerte de conocer, de estar. Era todo entusiasmo, después de años de estar con la cabeza gacha, con la nariz para abajo”.
Pero para Panesi, la academia no es una cuestión más, no es la pose negadora que se encuentra, casi siempre, en los hombres que provienen de ella. Sigue: “Siempre está el problema de la academia, de la escritura excesivamente servil con respecto a lo que se espera de alguien que pasó por sus aulas. Creo que uno tiene que tener sus vallas de peligro, sus señales. La universidad es sobre todo jerárquica, tribunalicia. Pero eso no quita que, a la hora de escribir, uno no tenga que dar cuenta de cierta gracia. Yo no sé si la poseo, pero trato de que el discurso universitario no me apalee. Cuando salió Críticas, alguien señaló que era el libro de un académico, pero que notó que no había jerga, que lo podía leer tranquilo. Me parece que eso es una ética de la escritura y también de la lectura. A veces es necesario, pero, ¿por qué voy a utilizar términos que oscurezcan lo que escribo? Creo que la crítica, todavía presa de una pasión iluminista, no tiene por qué renunciar a esa claridad sencillamente por estar dentro de una cápsula. Nadie está libre, igual, yo tampoco, de caer en una fórmula. Por eso hay que tener la guardia en alto”.
En ese sentido, tener la guardia en alto implica, en La seducción de los relatos, estar atentos a la posible llegada de la ficción, del relato de o en la crítica. En el artículo sobre Mario Bellatín, “Cámara de vacío: La escuela del dolor humano de Sechuán”, escribís específicamente que “la ficción acecha”.
–En rigor, después de haber pasado por muchos marcos teóricos, la crítica argentina comenzó a reclinarse sobre sí misma. Ahí aparece lo que algunos llamaron, precisamente no yo, la crítica-ficción, o la ficcionalización de la crítica. Y para una persona victoriana como yo, victoriana en el sentido de que fue educada escolarmente en los ‘60 y los ‘70, la voz del crítico tenía que ser una voz neutra, o lo más neutra posible. Esa es mi educación, y en cierto modo, ahora estamos en un momento en el que la crítica no sólo es ficción, sino también manifestación de los afectos del crítico. Entre la formas de ficcionalización que tiene la crítica, una es el componente autobiográfico que pone el crítico en lo que lee. Para mí, la crítica literaria está amenazada por la ficción.
¿La primera forma de ficción sería la autobiografía, en ese sentido?
–Sí, por un lado. Pero si la crítica literaria se convierte en un recuento de la subjetividad propia del crítico, en una medida absorbente, ahí lo que está en peligro es algo que siempre se le exige al crítico. Un crítico puede tener su opinión a favor o en contra de un cuento, de una novela, de un poema; puede tener una manifiesta opinión política, pero siempre tiene que tener un resguardo de objetividad, porque si no la tiene, se va para cualquier lado. Por ahí es un prejuicio de alguien que salió de la facultad, y lo que estaba, sobre todo, en Francia cuando estudié allí, era el estructuralismo, el psicoanálisis lacaniano. Cuando leía esas críticas con ese corrimiento hacia el yo crítico, me causaban escándalo. Sí, soy victoriano, en algunos aspectos: soy, después de todo, producto de un momento, del momento mío. Hasta que yo me decidí a poner el yo, pasó mucho tiempo. Ahora, lo hago con total impunidad.
Los papeles de la crítica
La seducción de los relatos atraviesa diversos temas, pero hay uno que se impone por encima de todos: la relación del intelectual con respecto a la política. Claro que ese intelectual es, precisamente, alguien que de una u otra manera está vinculado al mundo de la literatura. Así, la figura del crítico literario empieza a perder especificidad para convertirse en una voz calificada que puede opinar acerca del estado de la política, que puede generar aquello que el periodismo, en su búsqueda de “datos” sin marco, o la política, en su afán de tecnificación, han perdido: el relato. “Contar el cuentito” de la política para el periodismo es ese lugar de preferencia que han empezado a ocupar figuras de espectros políticos opuestos, pero tendientes a tener el mismo rol en el panorama actual de los medios de comunicación.
José Ingenieros, Alberto Giordano, David Viñas, Josefina Ludmer, todos son puntos de concentración, nombres propios, que pueden servir para pensar este ir y venir del intelectual entre la academia y la política. ¿Te parece que ese es el gran tema del libro?
–Deseché mucho material para este libro en pos de que tuviera algún tipo de unidad. Por otro lado, sentía que hablar de crítica literaria, tal como anuncia el subtítulo, es hablar de un cadáver. No sé qué es eso que hago, es otra cosa, evidentemente. Entre las cosas que le pasó a la crítica literaria –cosa que a la literatura no le sucede, ya que la literatura resiste con mayor identidad respecto de sí misma–, me parece que es internet. Lo que le pasó a la crítica literaria fue la mundialización. Hay cierto núcleo de la literatura que permanece idéntico, no así con la crítica literaria, habría que cambiar de nombre para eso que se hace. Cuando yo era estudiante, pasabas horas consultando material en la biblioteca, armando fichas, inclusive la fotocopia recién se estaba empezando a utilizar. Hoy eso, en la lectura que vos y yo hacemos, caducó. ¿Qué papel? La cuarta parte de lo que leemos está en papel, la otra está en reservorios digitales. Por lo menos a mí me pasa, que soy muy cómodo y me resulta muy agradable trabajar con esos formatos. Productivamente, no hay otra crítica que no sea académica. Me parece que la academia es un refugio de la crítica.
¿La mundialización afectó a la crítica literaria porque ahora el crítico no es más garante de un saber?
–Sí, tal cual. Vos me hacés ver, y lo sugiero en algún momento, que la crítica literaria nació con una lógica mediática, con esa contacto con el ahora, con el presente. El problema cotidiano de la clase burguesa. Es lo que dice Habermas, independientemente de su posicionamiento político, con el cual no coincido para nada. Me parece que en eso tiene razón. La crítica nació con la literatura, y viceversa. Quizás tendríamos que pensar estas transformaciones como parte del contacto con un nuevo público. Pasamos del público aristocrático, que vive en espacios cerrados, y llegamos ahora a un público burgués, que siempre ha sido magníficamente masivo. En una época siempre enseñaba Henry James, el cuento “La figura en el tapiz”, porque me parecía que en ese relato él había entendido perfectamente de qué iba la cosa. La literatura siempre está en una especie de oscilación entre el elitismo, el secreto, la mística, que llevan adelante los propios cultores, y otro aspecto que también la sostiene, que es la masificación, el público. En The Papers, otro texto de James, tenés justamente una historia de amor de dos jóvenes periodistas. Ahí allí algo nuevo, dos personajes que trabajan de lo mismo. Lo que los enamora es el trabajo. El trabajo del periodismo, a fin de cuentas. Henry James es eso: por un lado el secreto, por el otro, lo que amenaza el secreto, que es la crítica. La crítica está hecha para divulgar, como el periodismo, y en el periodismo no hay secreto. Crítica y periodismo son cosas que han aparecido simultáneamente, también. La crítica, la literatura y el periodismo parecen convivir en un estado de tensión permanente.
Invitados al banquete
Parafraseando a las palabras de Panesi, la política es el gran ausente en el banquete de los intelectuales, aquel que no fue invitado pero del que no se para de hablar, de murmurar. La crítica literaria y sus representantes, en algún sentido, conforman el espíritu de polémica abierta y hasta de índice del libro: cada nombre propio resume un modo de pensar, haciendo de la firma, en un gesto muy derridiano que Panesi no deja de invocar, aquello que muestra las tropelías de una vida en particular como lo totalmente ajeno a esa firma. Lo uno y lo otro. La política y la literatura. La crítica y el periodismo. El afuera (del mundo intelectual) y su siempre permeable adentro.
Hablás a lo largo del libro de pujas, tensiones, tironeos. ¿Qué función tiene, en definitiva, el intelectual en ese conflicto entre discursos?
–Voy a dar ejemplos que trabajo en el libro. Uno puede tener a Sarlo como una especie de abanderada antikirchnerista. Pero también está Horacio González, de otro signo político, y hay muchos otros. Ahí está el contacto con los medios masivos. Es como un fenómeno de nuestro campo que respetamos o no respetamos. Me parece que de repente se le exige al intelectual, en su rol de experto, de persona que sabe, que hable de política. Pareciera que Sarlo, González, Tomás Abraham, cualquiera con cierta visibilidad, se los ha puesto a hablar sobre política. En ese sentido, la crítica literaria argentina siempre ha sido política, de manera más atenuada o más evidente. Eso es Viñas: la crítica literaria encuentra a la política como una forma de intervención cuasi-directa. Eso también es Sarlo. Me parece que los medios le exigen a estas figuras que le cuenten otra historia. ¿Qué le falta al periodismo que tenga que llamar a estos intelectuales, el supuesto politólogo o periodista? Pareciera que eso no alcanzara, se necesita a otra figura, la del intelectual, para que arme el cuentito, precisamente. Uno ve la cara de arrobo que ponen ciertos periodistas cuando la escuchan hablar a Sarlo, como Nelson Castro, o Van Der Kooy. Todos mirando con admiración a cualquier intelectual invitado, cuando en realidad dicen lo mismo. Pero funciona así. En el caso de Sarlo, esa intervención no quita que no tenga cosas puntuales, muy precisas y valederas para decir. Pero está ahí, de todos modos. Esto es como en Henry James, en The Papers. Hay un personaje que no hace nada, que no se dedica a nada. Su profesión es salir en los periódicos. Entonces, cuando el tipo no está, se preguntan dónde está. Eso lo vio con claridad James, pero es algo que funciona perfectamente hoy. Qué sé yo, pasa en los niveles más elementales del mundo de los medios, cuando aparece tal o cual mediático que no canta, no baila, no sabe hacer nada, sólo estar en el medio. Está ahí, y si no está, algo pasa. Es una ocupación, ¿verdad? Eso, de alguna manera, también se ha dado en la crítica literaria.
Entre los nombres propios que circulan en el libro, cerrás con un trabajo sobre Borges, poco condescendiente, que pienso que reúne tus intereses personales, cierta marca institucional y, también, el hecho de polemizar con la figura intelectual, literaria, más importante de la Argentina.
–Lo he contado al infinito, pero yo fui alumno de Borges en la facultad. Y Borges había descubierto dos cosas: primero, la habilidad para hablar en público, esa anécdota de que él no podía hacerlo hasta que el peronismo lo obligó a hablar en público porque empezó a vivir de las conferencias que daba. Y otra cosa que descubrió es que podía dar clases. Cuando se jubiló, lo tuve como profesor en un seminario de poesía anglosajona, entre finales de los ‘60 y comienzos de los ‘70. Era sobre el final de la carrera, yo hacía cualquier cosa con tal de recibirme. Durante mucho tiempo, me pareció que no podía escribir ni media línea sobre Borges. Cuando él fallece, sale la revista Espacios con varios artículos sobre su obra y yo no podía escribir ni media línea. Escribir sobre Borges: me era muy difícil, porque yo era amigo de Pezzoni, que había escrito tantas cosas sobre él; era amigo de Ana María Barrenechea, que también hizo lo propio; los maestros te cagan, a fin de cuentas. Creo que tuve el suficiente sentido común para darme cuenta de que era una vergüenza eso de no haber escrito hasta ese momento nada de Borges. Ahí me largué. Es la cosa más “viñesca” que tengo, ese artículo sobre Borges. No del todo favorable a él, en comparación con los otros artículos que escribí. Borges destilaba veneno en cualquier momento contra Perón. En otras disputas políticas contemporáneas, puedo comprender ese odio.
¿Te parece que lo que escribiste muestra el trabajo de alguien que está, o que estuvo (no sé cómo lo verás), con un pie adentro y otro afuera de la academia?
–No creo haber estado con un pie afuera de la academia en ningún momento. Uno puede estar adentro de muchas ensaladas convenientes o inconvenientes, pero también uno puede pensar que la existencia no tiene que pasar absolutamente por el mundo académico. Hay muchos colegas que piensan exactamente eso. Que viven como en un microclima. Es como un chiste, parece, a veces, esa idea de microclima. Hasta el punto de que se convierte en una etiqueta. “Es lo que leen en Puán, es lo que se ve en Puán”. Pareciera que Puán es la quintaesencia de algo que podría ser sublime, pero es ridículo. Hay como una queja típica del lector universitario, que desdeña todo el asunto académico. Todas cosas que forman parte del mundo en el que estás. No hay nadie más antiacadémico que el académico. Es parte de la propia retórica de la academia. Nunca me planteé ese tipo de cuestiones en términos de escritura o de lenguaje. Lo ideal es manejarse a través de distintos lenguajes con cierta gracia. Está este vocabulario, este otro, y hay que transitar los vocabularios. La deconstrucción es eficaz en ese sentido, te enseña eso, que hay un mundo retórico que es diferente a otro paralelo, y vos podés ver a un vocabulario con otro y ver cómo se deslizan; criticarlo, en cierto modo. Ya que el lenguaje no da ninguna garantía, bueno, en definitiva, vivamos en esa incertidumbre.