Es raro escribir recuerdos alrededor de una película que trata de una máquina de borrarlos. 

La primera vez que vi Eterno resplandor yo era más joven que los personajes, acababa de mudarme a una ciudad nueva y hacía apenas unos meses había empezado a estudiar cine. 

Tenía el pelo mal cortado. Una noche había tratado de corregirlo: lo había empeorado. Así quedó, no tenía plata para ir a la peluquería. Tampoco para ir a buscar mi ropa de invierno a la otra ciudad. Alguien me regaló un pantalón de lana color marrón y un pulóver amarillo. También, en esos meses, me había puesto a escribir poesía con mayor dedicación. Era una vida nueva. En esa atmósfera de intensidad y extrañamiento, una tarde de otoño, creo que en la sala Arteplex de la calle Cabildo vi Eterno resplandor. 

La hora y media que duró la película, y todo el rato al salir, me pregunté lo mismo: ¿cómo hacía Michel Gondry, el director para llevarme hacia esa tristeza, ese núcleo crudo que se trasladaba al cuerpo? ¿Dónde estaba la clave? ¿Era algo en la música, la cadencia corporal de los personajes? Esas imágenes sin cara, con caras desdibujándose, la fuerza de Joel por escapar al borramiento, corriendo una y otra vez por los pasillos de su mente, el claroscuro, tratando de salvar la experiencia. Su fracaso en hacerlo. Joel y Clementine en la nieve, frente al mar, odiándose. Clementine tratándolo como un extraño. El desconocimiento, el reconocimiento. El Misterio. “Meet me at Montauk”.

Mientras trataba de entender, los restos de imágenes viajaban por la red nerviosa, y se expandían en eco, como esos brillos de las luces que se difuminan en la pesadez del aire húmedo. De Eterno resplandor me quedó entonces esa punzada, mezclada con la época, joven, que era de angustia, pero también de estar viva.

La segunda vez que la vi no cuenta, no tuvo nada especial. La tercera fue en un mundo muy distinto. Un mundo donde yo era una persona distinta. Ahora iba a la peluquería, tenía una cuenta sueldo, había dejado cine hacía siglos, pero había publicado un par de libros de poemas. Ahora, también, era más vieja que los personajes. Y vivía, de nuevo, en la otra ciudad. En el medio, habían aparecido  las redes y también las había abandonado. Me había suscrito a Netflix y había visto Black Mirror y estaba aburrida del desencanto, de las historias sobre lo ominoso de la tecnología y lo impotente o desagradable que era el animal humano frente a esas circunstancias. No creía en eso. Anhelaba un mundo viejo. Me había convertido en un yo melancólico. 

Eterno resplandor no estaba en Netflix, pero sí atesorada en un dvd, que había resistido con entereza los cambios de formato y su casi condena a la irreproductibilidad. ¿La mente de la tecnología borrándose a sí misma?

Le pregunté a Santiago, mi novio, si la había visto. No. Dimos play. Los colores se veían desvaídos, yo los recordaba vibrantes. La textura de las imágenes, que se abre a la evocación tecnológica, es una de las herramientas más potentes de la nostalgia contemporánea.

Y la nostalgia sobrevino también por esa época de ficciones pop en las que los personajes tenían un grado mayor de libertad frente a las formas más refinadas de la razón tecnológica. En la película, Joel y Clementine pueden borrar las imágenes de los recuerdos gracias al procedimiento novedoso del Dr. Mierzwiak, pero lo que no pueden erradicar es la corriente que recorre sus redes nerviosas, como un remanente, y que los acerca todavía como dos polos imantados. Eso es algo inextirpablemente humano. 

Cuando terminó la película, esta vez lo que me pregunté fue qué había pasado entre esos dos mundos, entre mediados de los dos mil y fines de los dos mil diez, qué había sucedido con nuestra imaginación en relación a la libertad y a la tecnología. No tengo respuesta, claro. Pero les regalo una historia pavloviana sobre nuestra especie y los medios masivos. Una amiga me contó que, cuando fue a ver Eterno resplandor al cine, en los momentos en que Jim Carrey aparecía en la pantalla, la gente se reía a carcajadas.


Eloísa Oliva nació en Buenos Aires en 1978 pero vive desde hace muchos años en Córdoba. Es poeta y periodista, y realizó una breve incursión en la narrativa de ficción. Publicó entre otros libros El tiempo en Ontario (Nudista, 2012) y plaquettes como El año de los psicotrópicos (Neutrinos, 2017). En pocos días aparecerán Un corazón tan pálido (poemas remix, por Ed. Pasto) y Los chicos solos (Ed. Niño caníbal, Prebanda), su primera aventura en lo que llaman literatura infanto juvenil. Actualmente trabaja en un nuevo libro de poemas, que por ahora se llama La nueva infelicidad.