Ha llegado la hora de conocer el lado oscuro de Los Muppets. Las emblemáticas marionetas que fueron el alma de la legendaria Plaza Sésamo en los 80 encuentran el revés de su legado en ¿Quién mató a los Puppets?, película dirigida por el hijo del maestro Jim, Brian Henson. Con un espíritu anárquico e iconoclasta, este nuevo Henson sitúa la tensa convivencia entre humanos y títeres en un territorio fronterizo, más heredero del film noir y la decadencia urbana de los bajos fondos que de los interiores coloridos y familiares que fueron refugio acogedor de aquel show inolvidable. Ya no están la rana René ni Miss Piggy sino que los nuevos habitantes de esta Los Ángeles de crimen y lujuria son adictos a las drogas dulces, entusiastas de la pornografía, grotescos vendedores de feria, detectives abatidos en una ciudad donde el poder lo tienen los humanos y el humor es el único territorio para disputárselo.
¿Quién mató a los Puppets? comenzó a filmarse en octubre del año pasado en los estudios de Santa Clarita, en California, pero el guion ya tenía más de 15 años en manos de Henson. Fue cobrando diversas formas bajo una apuesta segura: hacer una película atrevida, que sorteara las acostumbradas censuras del apto para todo público, que se pensara como una sátira negra y escatológica, con un humor subversivo y políticamente incorrecto. La entrada de Melissa McCarthy como protagonista no solo afinó la identidad del universo sino que le dio personalidad al humor, que no se vale solo del ingenio del guion sino de la fuerza de su presencia, con esas camisas de diseños estrafalarios, con su gestualidad sugerente, con ese pulso de una acción que hace de cada gag una creación única. Sin perder el aura artesanal que definió a Los Muppets, pero con una irreverencia radical en el tono, la película de Henson celebra esa condición marginal de sus personajes desde la comedia más salvaje.
Los Ángeles al desnudo
El comienzo de ¿Quién mató a los Puppets? puede recordarnos a cualquiera de las películas inspiradas en la literatura de Raymond Chandler. Una voz en off en primera persona nos introduce a esa Los Ángeles barriobajera, de tensiones y oscuridades, marcada por la decadencia cívica y la ambigüedad moral. Phil Phillips es quien nos habla, una especie de alter ego de Marlowe con su tono cansino y abatido, detective privado de oficina espejada y clientas seductoras, emblema de esa inconfundible iconografía que cimentó el noir desde su inspiración literaria. La única diferencia es que es un títere, el único que llegó a oficial de la Policía de la ciudad y luego cayó en desgracia, tal vez por torpeza o imprevista humanidad. La aparición de una misteriosa clienta lo conduce a un antro de pornografía, y la brutal masacre de una de las estrellas de un show de marionetas de los 80 (¿les suena?) lo pone sobre la pista de ese misterioso asesino de celebridades de felpa. Phil Philips (cuya voz y movimiento son mérito del genial Bill Berretta) condensa el agrietado semblante de esa figura ambigua de los policiales negros, cuya mala fortuna se agiganta por la sátira y por los inesperados encuentros que le tiene reservado el destino.
El más importante será el que cruce su camino con el de Connie Edwards (Melissa McCarthy), antigua compañera de la fuerza hoy convertida en enemiga íntima, como en las mejores buddy movies. Solitaria, imponente y adicta al azúcar, Edwards se mueve en el bajo mundo guiada por intuiciones y equívocas pistas, casi como la compañera ideal de Phillips, contrapunto de su seriedad y unida a él por esa visceral tensión que genera el amor-odio. “Ella era una buena policía –contaba McCarthy al portal Coming Soon durante el rodaje–. Esa era su vida, en lugar de tener una pareja o una familia. Era su trabajo y lo amaba. Era de esas policías duras que estuvo en el oficio demasiado tiempo hasta que pasaron cosas malas, la adicción al jarabe de arce –perdón Canadá– y esa constante ebullición interna”. Las misteriosas muertes de los miembros del programa The Happytime Gang conducen a Phillips y Edwards hacia una búsqueda que combina presente y pasado: los recuerdos de su enemistad, las tensiones con las absurdas fuerzas del orden y los disparatados encuentros con dealers, apostadores, proxenetas y toda esa fauna variopinta del marginal mundo de las marionetas. “Bill Baretta es un sueño hecho realidad como compañero”, agrega McCarthy. “No puedo imaginar a nadie más como Phil. Cuando está enojado, lo cual es muy difícil de trasmitir porque su cara apenas se mueve, todos podemos sentirlo. Es una especie de mago en lo que hace, transmitir el humor y la emoción con la fuerza que consigue, como si siempre estuviera escondiendo algo listo para salir a escena”.
La otra cara del mundo Henson
Para Brian Henson, una forma de afirmar su adulta independencia del mundo de su padre fue iniciar, hace unos años, un show de marionetas que combinara la comedia y cierta improvisación en el lenguaje y experimentación en el tono. Ese programa se llamó Puppet Up!. Con algo del riesgo del vivo y el desafío a ciertas formas del buen gusto en la comedia, ese show le permitió explorar nuevas voces para los personajes, desarrollar ideas de posibles gags y tentarse con un guion más firme que siguiera de cerca ese humor más contemporáneo. “Era un lugar interesante a donde conducir el estilo Henson de las marionetas. Desde hacía un tiempo, tenía un guión de Todd Berger que había desechado por su escatología y decidí reflotarlo. La idea era mostrar en la película todas las cosas que NO hacían los Muppets”, declaró Henson en una entrevista con Collider. “Creo que el universo Henson siempre tuvo algo picante. Pese a que siempre fue considerada una empresa familiar, no somos Disney. La idea era hacer algo para adultos, con un humor sucio, picante, provocador”.
Para la película, Henson sumó al staff de Puppet Up! más de cuarenta nuevos muñecos, derribó esa máxima que asegura que los títeres solo tienen la gracia del baile y el canto, y construyó sobre el policial una historia de amistades y venganzas, un retrato disparatado de esa desigual convivencia entre humanos y marionetas, y un delirante inframundo de sexo, drogas y asquerosidades. La idea capital de Henson era explorar al límite ese subtexto que incluso estaba presente en The Muppets Show. “Los Muppets se desarrollaron a partir de ese instinto. No era explícito pero podías percibir, como espectador, que existía un doble sentido en el humor de René, o sobre todo en el de Piggy. Recuerdo ver a mi padre trabajar en ese subtexto picante que era tan divertido. Hoy quería recuperar eso y potenciarlo como el centro de la película”. Y todo aquello que no era gráfico en Los Muppets aquí lo es: masturbación, pornografía, sadomasoquismo, adicciones. Henson lleva la sátira al límite y todo aquello que sugería el humor de los Muppets o insinuaba la corrupción en el film noir, aquí explota con la furia de una sonora carcajada.
La llegada de Melissa
“Melissa leyó el guion muy rápido y me dijo que era genial. Hay guiones buenos dando vueltas, pero uno MUY bueno no es tan común. Así que lo leí en apenas media hora y estuve de acuerdo con ella. Era muy claro y muy divertido, así que nos sumamos desde el principio”, revela Brian Falcone a Coming Soon. Falcone es el marido de Melissa McCarthy y junto con ella son productores de la película. También realizó un pequeño cameo como oficial de policía y aportó algunas ideas para ir dando forma al guion. Inicialmente, Edwards era un personaje masculino y la entrada de McCarthy convirtió esa referencia en un gag, tensando los propios arquetipos de género y aportando espontaneidad e improvisación al irredento derrotero de esa policía marginal. Potenciando varios de los recursos de la sátira que ha puesto a prueba en las películas con Paul Feig como Damas en guerra o Spy, McCarthy suma la interacción con el mundo de marionetas a su alrededor de manera notable, ofreciendo disparatados momentos de humor que nacen de esa efectiva sintonía.
Las claves de la comedia de McCarthy, que se amalgama con el universo ideado por Henson, están en esa condición de extranjería que suelen detentar sus personajes. En general marginales por su puesta en tensión de límites y convenciones, las criaturas de MacCarthy no solo desarman la definición clásica por carácter y comportamiento a la hora de pensar un personaje, sino también la propia deformación de la parodia. Así como su agente de la CIA era efectiva pese a su hilarante extravagancia en Spy, aquí su detective no pierde sagacidad aún en lo heterodoxo de sus métodos. Tanto en compañía de Phil como en la escena con la secretaria Bubbles (extraordinaria Maya Rudolph), McCarthy demuestra que en el juego de a dos puede recuperar la química tradicional de los dúos de comedia sin apagar las individualidades construidas. Algo similar ocurre con la femme fatale que interpreta Elizabeth Banks, cruce de la rubia platino del noir clásico con ese giro autoconsciente que deviene de parodias como ¿Quien engañó a Rogger Rabbit? Todo el mundo de los Puppets confluye en esos dobleces de la representación, de la literatura de ‘hard boiled’ al esteticismo del noïr, de las insinuaciones de Henson padre a las explosiones orgiásticas del humor de sus herederos.
Los marginados
“No Sesame. All Street”. El tagline de la película se convirtió, mucho antes del estreno, en el eje de una controversia. Sesame Workshop, organización sin fines de lucro que defiende el “espíritu familiar e infantil” de los personajes de Plaza Sésamo, demandó a STX Productions por utilizar el nombre de Sésamo en una película “explícita, profana, misógina, que muestra de manera cruda el abuso de drogas y la violencia”. Pese a la presencia de Brian Henson como director y alma creativa del proyecto, el reclamo –desestimada una primera orden de restricción pero todavía en curso en la justicia– mostraba preocupación por el atentado a la “mentalidad infantil” y a ese espíritu de armonía que los entusiastas defensores de la moral veían presente en el legendario programa de los 80. En declaraciones con The Wrap, uno de los ejecutivos de STX señaló que lamentaban que Sesame Workshop no compartiera la diversión y que estaban confiados en su posición legal. “Estamos ansiosos de presentarle al público adulto nuestros desvergonzados personajes”.
La idea de transitar no solo Sésamo sino “todas las calles”, cristalizada en la frase de promoción, se hace eco de una clara mirada política que Henson y compañía deslizan sobre los rumbos del mundo actual. “Los títeres son los desposeídos de este mundo. Y lo único que pueden hacer en un mundo concebido para los seres humanos es mostrar de manera explícita su descontento. Todo el tiempo. Eso es lo que quisimos poner en juego”. Y queda claro en la condición de marginalidad que detentan los muñecos, prisioneros de ese territorio oculto bajo la superficie, pero resistentes a ser las blancas figuras del entretenimiento. Que no bailen ni canten, que se enojen cuando los llaman “medias” despectivamente, que exploren su propio deseo de ser partícipes de esa visibilidad que los rechaza, es el gesto de insubordinación que se permite Henson en sus escenas más provocadoras. El humor, el sexo y el exceso no dejan de ser las estrategias de quienes pugnan por traspasar esa línea que parecen haber trazado sobre sus cabezas.