Un largo y resistente estante en la oficina de Matanza Cine, la casa productora del realizador Pablo Trapero, ofrece al visitante un pequeño museo improvisado de aparatos que hoy pueden parecer antediluvianos pero que, hace apenas unas décadas, marcaban el ritmo de los últimos adelantos tecnológicos en materia audiovisual: una casetera U-matic high-band, una grabadora de cintas DAT, un reproductor profesional de tapes Hi8. Artilugios de una era de transición entre lo analógico y lo digital que, de manera indirecta, acompañan los años de carrera del director nacido en San Justo, desde los tiempos de su cortometraje Negocios (1995) y de un agotador trabajo como editor de publicidades y programas de cable, pasando por los años seminales del Nuevo Cine Argentino (su ópera prima, Mundo grúa, es uno de los títulos esenciales de ese período) hasta la actualidad, en momentos en los cuales se encuentra a punto de estrenar su noveno largometraje. La entrevista tiene lugar bajo la mirada atenta de esas cajas metálicas en desuso que, tiempo atrás, eran poco menos que el centro del universo. Es fines de mayo, a escasos días del comienzo de un periplo de dos meses y pico en Italia, México y Marruecos, un viaje cuyo objetivo será rodar tres capítulos de la serie ZeroZeroZero, nueva producción de Stefano Sollima para Amazon Studios protagonizada por Gabriel Byrne, cuyo lanzamiento será recién el año próximo. Trapero regresará justo antes del estreno local de La quietud, el próximo jueves 30 de agosto, aunque la visita será seguramente muy breve: el film también tiene exhibiciones programadas en los festivales de Venecia y Toronto, casi sin solución de continuidad, entre fines de este mes y mediados de septiembre. Dirigiendo nuevamente a su pareja y socia creativa, Martina Gusman, e incorporando en el reparto a la franco-argentina Bérénice Bejo, el director de El bonaerense y Carancho se corre de los universos (un poco o muy) marginales que una parte de su filmografía se ha empeñado en describir para ascender varios peldaños en la escalera social: “La quietud” es el nombre de una insigne estancia de campo en cuyas habitaciones, pasillos y espacios comunes transcurre el relato. Al mismo tiempo, el naturalismo recurrente de sus últimos largometrajes le cede el lugar, por momentos, a un particular deslizamiento sobre las superficies del melodrama. Una forma del melodrama que (todo queda en familia) sólo puede ser descripto como endogámico.
“Tenía ganas de hablar un poco sobre ese mundo, sobre el cual hay muchas fantasías”, responde Trapero a la primera pregunta. “La visión que suele tenerse de ese universo, digamos, aristocrático, suele ser de determinadas maneras, pero cuando empezás a hurgar encontrás historias que distan mucho de la oficial. Son como el lado B. Lo que más me interesa de La quietud es todo aquello que no está narrado de manera literal, lo que no está presente de manera clara en la trama. Un pasado que está sugerido en la historia de los padres de las protagonistas, las hermanas Mia y Eugenia, pero que imagino podría ir incluso más lejos en el tiempo. Es algo que siempre tuve ganas de explorar, un costado del campo que no suele verse habitualmente. Por eso hay muchas escenas casi mudas, donde está presente el ‘comportamiento’ del campo mientras los personajes hacen sus cosas; un contraste entre esos mundos que conviven, el natural y el humano”. En el comienzo, Mia (Gusman) se prepara para acompañar a su padre a una cita que parece importante. La súbita e inesperada pelea entre Papá Augusto y Mamá Esmeralda (Graciela Borges) no hace más que confirmarlo. La reunión es en un juzgado, en la Capital, y el tema excluyente de la misma es la posesión de las tierras donde fue construida “La quietud” (nombre irónico si los hay: el sosiego no será precisamente el estado predominante de allí en más). El nerviosismo del testigo desencadena un estallido biológico y el pedido desesperado por una ambulancia anticipa el comienzo de una nueva etapa en la vida de Mia. Y la del resto de la familia. Al tiempo que su hermana Eugenia viaja de urgencia desde París –donde vive hace bastante tiempo– luego de ser informada de las malas nuevas, el espectador intuye que los secretos familiares no deben ser pocos. Algunos de ellos pueden tener, incluso, tonalidades oscuras. Tan oscuras que han debido ser prolijamente sellados con varias vueltas de llave. “El encierro”, podría llamarse también la finca. “Hay una cosa claustrofóbica y la película juega con ese contraste entre el encierro de estos tipos y la naturaleza que los rodea”, continúa el realizador. “Cerca de Luján hay una zona muy de campo llamada Carlos Keen y ahí se ve mucho eso de pueblo chico, infierno grande. Ves la imagen y pensás que todo es hermoso, pero cuando observás con atención se revela una usina de dramas. Es como en El dependiente, aunque de maneras muy elípticas. De hecho, en La quietud quise hacer pequeños homenajes silenciosos a películas o directores que transitaron esos mundos. Lo no dicho. Me da mucha curiosidad qué va a pasar con el público, porque creo que la película tiene un humor absurdo, quizás un poco surrealista, ligado a esa idea de descripción de una sociedad que, más allá de lo que se ve a simple vista, es un descalabro. Nunca se sabe cómo el espectador recibe esas cosas. Cuando trataba de explicarle al equipo de rodaje de qué iba la historia, les decía que era un melodrama surreal, porque creo que tiene momentos –a pesar de que no están muy exacerbados– donde directamente el absurdo ocupa el espacio. Y esa endogamia de la cual hablamos se transforma en claustrofobia; los personajes no pueden salir de ese mundo. El final puede parecer feliz, pero en realidad marca un nuevo encierro”.
La familia unida
“Hay muchas cosas que pueden dar origen a una película. Por supuesto, la historia en sí misma, pero también cuestiones ligadas al contexto o a los personajes. Tenía muchas ganas de retratar un universo femenino. Algo similar podría decirse de Leonera, pero esta es una historia muy diferente. Al mismo tiempo, con Bérénice nos conocemos desde hace muchos años y siempre le vi un parecido físico con Martina, muy fuerte. Además, ella es la esposa de Michel Hanavicius, el director de El artista y Godard, mon amour, así que también hay ahí puntos en común. La idea de que fueran hermanas en la ficción siempre estuvo dando vueltas, un poco en broma y un poco en serio. Vuelvo a la idea de que puede haber muchos disparadores para una película, a veces insólitos, pero que tienen tanta fuerza como una novela que te gustó y querés adaptar. O un caso real, como en el caso de El clan”.
Resulta difícil escribir sobre La quietud sin echar mano a ese viejo vicio bautizado recientemente como spoiler. La llegada de Eugenia a la casa familiar activa emociones en el resto de los personajes, en particular en Mia, y el recuerdo de anécdotas de la infancia y, sobre todo, de la adolescencia –un viaje de apuro a Francia, los primeros noviecitos, las aventuras amorosas de la juventud– termina derivando en la primera sorpresa de la trama (que no se revelará aquí, desde luego). Aunque, en el fondo, no es tanto una sorpresa como una confirmación de ciertas sospechas. “Para mí ese era el desafío principal, porque si contás toda la historia de principio a fin, más allá de que sí hay algunas sorpresas y giros,no hay nada demasiado sorprendente a nivel trama. Justamente, lo que más me gustaba era ese contraste entre lo que un melodrama convencional suele narrar y lo que la película intenta hacer a partir de esa estructura. En el melodrama clásico el pasado es el motor de una parte importante del vínculo entre los personajes y La quietud no es la excepción. El pasado es lo que permite ir construyendo quién es Mia, quién es Esmeralda, y lo que narra la película, en última instancia, son las consecuencias del pasado en el presente. Y si bien la forma de la película es la del melodrama, la historia de esa familia es una tragedia. Que tiene que ver con otras tragedias que conocemos muy bien”.
Mujeres actrices, hombres cineastas. Realidades y ficciones. Pasados y presentes. Trapero escribió el guion de manera casi solitaria, pensando en términos visuales algunos de los detalles de la historia. Imaginando, por ejemplo, cuáles lugares que conocía personalmente podían transformarse en posibles locaciones de rodaje. Finalmente, luego de varias fincas reales que podrían haber encarnado en “La quietud”, la producción se decidió por “La república” –antes llamada “Las Elviras”–, la estancia de la familia del empresario y banquero Raúl Moneta en Luján. “Por esos azares de la vida hay muchos puntos en común con la historia de la película. En el cuarto donde está la cama del personaje de Augusto estuvo instalada la cama de Moneta padre luego de que sufriera un ACV. Eso fue algo shockeante, para nosotros y para la familia”. Más allá de esos puntos de contacto anecdóticos, una de las cuestiones más importantes para Trapero era la relación personal entre las dos actrices protagónicas: “Una vez que el guion estuvo terminado, fuimos a París a ensayar y a hacer pruebas de cámara, unos meses antes del comienzo del rodaje. Y hubo algo en la naturaleza del vínculo entre ellas que nos ayudó mucho. Para Bérénice era muy importante volver a la Argentina. Ella tiene una hermana acá con la cual se reencontró, y Martina también, así que había otros elementos en común entre estas dos personas que tienen vidas diferentes y que se juntaron azarosamente para este proyecto. Jugamos mucho con las afinidades en la vida real y la ficción. En un momento fuera de la filmación estaban Bérénice, su hermana real y su hermana en la ficción conversando como si se conocieran de toda la vida. Esas cosas son muy lindas cuando filmás, aunque el espectador no lo sepa o no le importe, porque esos vínculos de la realidad terminan entrando en la película. Ayudándola, incluso”.
¿Cómo fue el trabajo con Graciela Borges? Es difícil no ver esta nueva criatura —una suerte de matriarca al mismo tiempo frágil y decidida— como otro alter ego de ciertos personajes que la actriz ha ido moldeando a lo largo de su extensa carrera.
–Es cierto que quizás remite a personajes como el de La ciénaga, de Lucrecia Martel, pero durante la filmación pensaba más en roles que Graciela había interpretado mucho antes. El juego con ella era trabajar su imagen, que a esta altura es icónica, y tratar de encontrar algo que fuera original. Y me parecía que lo mejor era usar esa identificación a favor y no tratar de negarla; es imposible negar a esta altura quién es Graciela Borges. ¿Qué cuerdas no había explorado antes? Creo que logramos exponer un borde un poco más áspero de ella, algo del orden de estar más expuesta, y eso fue también un lindo proceso de trabajo. El personaje es un homenaje a ella misma, aunque al mismo tiempo rompe con el legado, se sale de lo previsible. Que es un poco lo que le ocurre al personaje de Esmeralda. Está esta idea de la villana que se redime. Con el vestuario hacíamos el chiste de que ella era Cruella de Vil, una femme fatale que escucha boleros a la noche mientras toma vino.
El estanciero
Como si se tratara de un ejemplo metafórico del efecto dominó, el regreso de Eugenia arrastra otros regresos. Recuerdos que regresan, personas que regresan. Y, desde luego, el pasado que vuelve con renovadas fuerzas. Esteban (Joaquín Furriel), un abogado y amigo desde siempre de la familia, vuelve a la vida de Eugenia. Vincent (Edgar Ramírez), el marido de Eugenia, vuelve a la vida de Mia. Nuevamente, endogamia. Puertas adentro. Puertas cerradas, aunque el sonido siempre logra atravesarlas. La mesa del comedor como centro de reunión, la cabecera inexorablemente ocupada por Esmeralda, la música de fondo tapando los silencios más incómodos. Eso, desde luego, cuando la corriente eléctrica no parece a punto de cortarse, bajando su intensidad, haciendo que los parlantes emitan sonidos guturales, mermando el nivel de intensidad realista, introduciendo un elemento si no fantástico, al menos misterioso. “Todos en el reparto estaban muy entusiasmados con la idea de ensamble. De otra forma, sin el compromiso total de los actores, hubiera sido muy difícil que la cosa funcionara. Por ejemplo, la escena central alrededor de la mesa –que internamente llamábamos ‘El ángel exterminador’– nos llevó dos días completos de rodaje. Hubo momentos en los que los actores, de la trayectoria de Graciela o Edgar, estaban en el set simplemente para darle el pie al otro. No siempre se logra eso, porque no pueden o porque no quieren. No usamos dobles para los planos de referencia, algo que es bastante común. El laburo fue buenísimo y también hay que tener en cuenta que son actores con formaciones muy distintas”. Los sonidos atraviesan las puertas, recorren los pasillos y lo que llega son conversaciones cortadas, algún reproche, gemidos. Desde la caída de Augusto y el retorno de Eugenia, el deseo sexual parece ser una de las fuerzas que mueven a los personajes. “En alguna versión del guion previa, había una cuestión incestuosa explícita, aunque desconocida por los personajes. Esa idea muy soap opera terminó mutando en otra cosa. Pero la endogamia está, esa idea de aislamiento del resto del mundo, de esta familia que vivió a contramano de casi todo. Es algo que pasa en los pueblos chicos, porque no hay otra gente con la cual poder estar. Y también pasa en esta clase de grupos muy cerrados, donde la novia de uno termina siendo la mujer del otro. Y por ahí son casi primos. A tal punto que uno puede pensar, bueno, ¿no hay otras personas con las cuáles relacionarse?”.
El último de los regresos, el más reprimido –a tal punto que uno de los personajes intuye algo, pero, cuando finalmente se enfrenta a su existencia concreta, su primera reacción es negarlo de plano–, es el de la historia de esa familia y su íntima relación con la historia del país. Nuevamente, la fachada y la realidad que se oculta detrás de ella. “Todos son lindos, exitosos y tienen algo aspiracional, como si se tratara de un estereotipo de revista de personajes: la señora exitosa, el guacho lindo, la mina autosuficiente. Pero más allá de ese mundo Instagram, hay muchas otras cosas. La idea desde la dirección de fotografía era jugar con eso, buscar que las imágenes brillaran, que los colores fueran menos contrastados y algo más saturados que en otras de mis películas. Y lo interesante, quizás, es que se trata de una película de campo, pero de interiores. El campo está incorporado y forma parte esencial de ese universo, pero lo más relevante ocurre dentro de las paredes de la estancia. Todos los interiores fueron rodados allí, en locaciones reales, algo que siempre es difícil de hacer, pero que nos permitió jugar con aquello que se ve a través de las ventanas, de manera que el exterior estuviera siempre presente en el interior. El sonido es también muy importante y jugamos mucho en la mezcla de audio a partir del registro de los sonidos naturales. La idea fue crear una serie de capas e incluir ciertos elementos sonoros que no son necesariamente los que se ven en pantalla. Incluso hay determinados sonidos que parecen más bien de otros géneros, como el terror. La respiración de Augusto por momentos es la de Darth Vader. Todo esto, en general, el espectador no lo nota, pero de alguna manera lo intuye, lo siente. Fue un proceso muy estimulante y, en algún punto, experimental”.