Los casos de pedofilia siguen brotando aquí y allá en la Iglesia Católica Romana. Días pasados el escándalo estalló en Estados Unidos cuando la Corte Suprema Pensilvania difundió una investigación sobre abusos sexuales cometidos por más de 300 sacerdotes católicos a un número superior a mil niños y niñas a lo largo de setenta años. Las descripciones que figuran en el informe judicial son estremecedoras por la crudeza de la mismas, por una parte, y porque dejan en evidencia la complicidad de la jerarquía eclesiástica llegando incluso hasta el Vaticano. Casi 72 horas después de conocerse la noticia, la Santa Sede reaccionó a través de un comunicado difundido por el director de la Oficina de Prensa, Greg Burke, en el que califica de “horribles crímenes” los hechos registrados, expresa “vergüenza y dolor” y condena “inequívocamente” el abuso sexual contra los niños.
Juan José Tamayo, director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría, de la Universidad Carlos III de Madrid, publicó en el diario El País de la capital española que la pederastia, “el mayor escándalo de la Iglesia Católica durante el siglo XX y principios del XXI y el que más la desacredita” no es apenas “una enfermedad pasajera” sino “un cáncer con metástasis que alcanza a todo el cuerpo eclesiástico: cardenales, obispos, sacerdotes, miembros de la curia romana, de congregaciones religiosas, educadores en seminarios, noviciados y colegios religiosos, etc.”.
A lo largo de 1356 páginas el informe de la justicia estadounidense deja en evidencia que durante siete décadas la cúpula eclesiástica católica encubrió y toleró muchos de los abusos perpetrados por más de 300 sacerdotes. A modo de ejemplo se señala que en la diócesis de Erie un cura confesó haber cometido en los años ochenta violaciones anales y orales a por lo menos quince niños, uno de ellos de solo siete años. Después de reunirse con el violador el obispo Donald W. Trautman, titular de la diócesis, lo calificó de una “persona cándida y sincera” y lo elogió por “avances” logrados en controlar su “adicción”. Años después cuando finalmente el cura fue expulsado el obispo se limitó a firmar la resolución sin formular ningún tipo de comentarios ni asumir responsabilidad alguna.
El informe judicial conocido ahora refiere también a la existencia de un suerte de “manual para ocultar la verdad” que incluyó desde eufemismos para referirse a las violaciones (hablar de “contacto inapropiado” en lugar de violaciones), hasta iniciar investigaciones internas formales confiadas a personas no idóneas para hacerlo. Y el mundialmente conocido recurso de trasladar a otro destino a los curas descubiertos como abusadores y denunciados ante la comunidad. En pocos casos la Iglesia y sus autoridades trasladaron la información sobre los delitos a la justicia ordinaria.
Algunos detalles conocidos son aterradores. Un cura obligó a un niño de nueve años a practicarle sexo oral y después le limpió la boca con agua bendita. Otro sacerdote violó a una niña de siete años al visitarla en el hospital donde la habían operado de la garganta.
La investigación judicial no solo pone al descubierto la complicidad institucional de la Iglesia Católica sino también de los fiscales judiciales, algunos de estos últimos argumentando temor frente al poder eclesiástico. Entre sus conclusiones el informe establece que “pese a algunas reformas institucionales, en general los líderes individuales de la Iglesia han evitado una rendición de cuentas pública. Los curas estaban violando a pequeños niños y niñas, y los hombres de Dios que eran responsables de ellos no solo no hicieron nada sino que lo ocultaron todo”. Más allá de lo descubierto es poco probable que las causas avancen judicialmente, porque muchos de los casos caducaron por el paso del tiempo o porque los responsables ya fallecieron.
El presidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, Daniel Di Nardo, calificó esta semana de “catástrofe moral” lo constatado por la justicia norteamericana. Para el obispo las raíces del problema que enfrenta la Iglesia radica en el “fracaso en el liderazgo episcopal” y solicitó públicamente que la institución católica genere mecanismos de mayor transparencia y rapidez para resolver las denuncias sobre estos temas. En julio pasado el Vaticano apartó de todas sus funciones al arzobispo emérito de Washington, Theodore McCarrick, también acusado de atropellos sexuales contra niños en la década de los años setenta, mucho antes de alcanzar encumbradas posiciones en la jerarquía eclesiástica.
Si bien el papa Francisco se ha querido mostrar firme en combatir este tipo de abusos en la Iglesia los pasos dados hasta el momento no han rendido frutos significativos. En junio de 2015 Francisco creó un tribunal especial para juzgar el “abuso de poder” de los obispos que encubrieron a curas acusados de abusos sexuales y le asignó fondos para su funcionamiento. En mayo de este año exigió la renuncia de la totalidad de los obispos chilenos a los que señaló como responsables de ocultar información sobre los abusos cometidos por el obispo Juan Barros, de Osorno. Ahora, a propósito de las revelaciones en Pensilvania, el comunicado vaticano señala que “la Iglesia debe aprender duras lecciones de su pasado y debería haber asunción de responsabilidad tanto por parte de los abusadores como por parte de los que los permitieron”. Y agregó que lo revelado ahora deja en evidencia que los acusados “han traicionado la confianza” y “han robado a las víctimas de su dignidad y su fe”.
En julio de 2014, en una entrevista concedida al periodista italiano Eugenio Scalfari, Jorge Bergoglio calificó de “gravísima” la situación de la pedofilia cometida por clérigos y agregó que se trata de la “lepra de la Iglesia”. Según el periodista el Papa habría admitido entonces que el 2% de los curas son pedófilos.
Según el teólogo Tamayo, el Vaticano conocía con mucha anticipación lo que ahora se reveló en Estados Unidos. Y lejos de actuar “conforme a la gravedad del delito” a los denunciantes se “les imponía silencio y se les amenazaba con penas severas si osaban hablar”, todo lo cual “creó un clima de permisividad, una atmósfera de oscurantismo y un ambiente de complicidad con los pederastas, a quienes se eximía de culpa, mientras que esta se trasladaba a las víctimas”. Propone el titular de la Cátedra de Teología y Ciencias de la Religión, que frente a este “cáncer” la única alternativa es “tolerancia cero, llevar a los presuntos culpables ante los tribunales civiles y, muy importante, que los jueces pierdan el miedo a las personas sagradas y las juzguen conforme a la gravedad del delito”, Y concluye señalando que es necesario “ir a la raíz del tan diabólico comportamiento, que se encuentra en el sistema patriarcal imperante en la Iglesia Católica”.