Los movimientos sociales están reclamando la sanción de una ley de Emergencia en Adicciones. Nunca como este año le habían dado al tema un lugar tan visible en las marchas, con más remarque en discursos y comunicados. Su objetivo es que el Estado garantice el presupuesto destinado a la asistencia de las personas con consumos problemáticos en los sectores populares. Este miércoles, en otro paso para poner en la agenda política esa preocupación, las organizaciones van a hacer una nueva  protesta frente al Congreso.

Dar una respuesta en adicciones en los barrios no es algo que los movimientos hayan salido a buscar. Fue el tema el que avanzó sobre ellos por el hecho de que están en el territorio: tuvieron que tomarlo. Así, vienen trabajando en articulación con el Estado desde finales del Gobierno anterior, cuando la Sedronar abrió un enfoque diferenciado del modelo de las comunidades terapéuticas –con un perfil que encara el consumo como un asunto de naturaleza individual– para buscar otro abordaje. Pero ahora, la situación social y económica generada por las políticas de Cambiemos hizo saltar la térmica. La exclusión, potenciada por el abandono de las políticas destinadas los sectores populares, tiene consecuencias duras sobre el tejido que sostiene la vida de los barrios. Efectos corrosivos.

“Con la crisis la situación empeoró y para muchos chicos su primer trabajo es vender droga”, asegura Juan Carlos Alderete, de la Corriente Clasista y Combativa, consultado para esta nota. En una crónica de junio sobre una olla popular en la villa 11.14, del Bajo Flores, Fabiana Santillán, encargada de un merendero, cuenta que están viendo a chicos que entran al consumo con sus madres, consumidoras. El titular de la CTEP, Esteban Castro, señala en un reportaje reciente: “en los barrios la gente ya no puede comer en su casa: muchos tienen que ir a un comedor. Se cayeron las changas y se agudiza el narcomenudeo. Cuando más falta el trabajo en blanco menos trabajo no registrado hay, y más difícil se vuelve el contexto social, con más violencia”. Una militante del conurbano sur habla de la cooptación mujeres como carne de cañón de los transas, de hijos que quedan sin sostén cuando son detenidas. Julieta Smulewic, de Barrios de Pie, añade que “lo que se ve es que hay más muertos por la violencia del manejo del negocio que por el consumo. Hay muchas muertes por enfrentamientos entre bandas, por si a una calle de acá para allá la maneja un grupo u otro”.

El trabajo de los movimientos con el consumo problemático de drogas es poco conocido. En esta nota va una visita a una de las Casas de Atención y Acompañamiento Comunitario (CAAC) que sostienen en coordinación con el Estado, la mirada de los referentes y de los pibes.

Rescatate hoy

Para entrar a la casa, ubicada en el barrio del Abasto, hay que subir una escalera que se empina y gira; se llega a un hall rodeado de habitaciones, algunas con ventanas por las que entra el sol. Los techos son altos. En esta casa chorizo –esa construcción que la inmigración europea le regaló a la ciudad, como un lujo incluso de los barrios pobres– la luz vuelve más rojo el rojo de los afiches. La casa está revestida de iconografía piquetera y el Movimiento Popular La Dignidad tiene una imagen fuerte. En las banderas, la palabra DIGNIDAD va en letras mayúsculas, ocupando el ancho de la tela. Usa la estrella guevarista. Todo en este lugar remite a luchas de los desocupados, a los cortes del Puente Pueyrredón, ollas populares, puños cerrados. En las paredes los afiches más recientes tienen  consignas contra el FMI. Y otras que hasta no hace tanto eran ajenas al discurso de los movimientos, como “Rescatate hoy y no mañana” o “Seguí luchando”.

El lugar es un centro de día para personas con consumo problemático de drogas. Abre de 9:30 a 18 horas. Ahora la jornada empieza y los que llegan, casi todos jóvenes, son recibidos por los operadores de la casa, militantes de la organización. Los estaban esperando con un desayuno, que pronto desaparece arrasado por un hambre perra. En torno a esa mesa bien provista, entre tazas de mate cocido o te con leche, arranca la asamblea de apertura,  que básicamente consiste en compartir cómo pasó cada cual la noche. Así empiezan las actividades del día. La casa es un dispositivo convivencial, con rutinas domésticas: limpiar, bañarse, cocinar, almorzar juntos. Los que tienen que hacer trámites o ir al hospital, son acompañados.

El centro trabaja a puertas abiertas, con asistencia voluntaria, sin umbral de admisión. Tiene dos psicólogos, tres trabajadores sociales, hay además un psiquiatra y un abogado compartidos con otras casas de la Red. La idea es que las personas accedan a un circuito de contención y cuidados, con acompañamiento legal si tienen causas judiciales abiertas, ayuda para tramitar un subsidio habitacional si están en situación de calle, terapia psicológica, atención de la salud. Se busca dar una respuesta integral, y en red con otras instituciones como hospitales y paradores. El deporte, la música, la capacitación en oficios son recursos para atraer la llegada a las casas.

“En La Dignidad estamos con el tema desde hace seis años, arrancamos en 2012. Con las políticas del nuevo gobierno las casas se nos llenaron”, cuenta Vanesa Escobar, coordinadora de la Red Puentes. El panorama que registran es que cada vez hay “más pibes que consumen y que utilizan sustancias más nocivas. Para nosotros esto es un emergente de la gran precariedad de la vida, por eso lo pensamos como un problema tanto social como político”. “Tenemos 20 casas en todo el país, donde trabajamos con el consumo en los sectores populares, que no es el mismo que el que se presenta en los sectores medios. El paco, la mezcla de alcohol con pastillas, el poxirán, que está volviendo a aparecer después de muchos años, son hiperdestructivos. No hay modo de consumirlos de manera recreativa. Para nosotros son drogas de exterminio”.

En red

El MP La Dignidad empezó, así, con la Red Puentes, en 2012. Abrieron la primera casa en Barracas, cerca de la Villa 21, como respuesta a las demandas de las vecinas que veían que había cada vez más jóvenes consumiendo pasta base o paco. Desde el Estado las respuestas que se daban eran insuficientes, no alcanzaban, pero además casi todos los jóvenes que se acercaron a esa primera casa ya habían pasado por instituciones que no habían podido contenerlos. No les quedaban lugares donde ir.

La organización hizo planes de lucha para reclamar asistencia al Estado. Cuando durante la gestión de Juan Carlos Molina –un sacerdote designado por Cristina Kirchner al frente de la Sedronar– se crearon las Casas de Atención y Acompañamiento Comunitario (Caac), que continuó su sucesor, Gabriel Lerner. Entonces se sumaron al proyecto. 

Así se fue creando la experiencia de estos espacios. Las casas recibieron recursos del Estado para funcionar y pagar sueldos. La comida, los alquileres, los operadores y profesionales dependen del subsidio que les destina la Sedronar; es claro que una respuesta de este tamaño no puede sostenerse sin la presencia del Estado.

Así como hizo el MP La Dignidad con la Red Puente, la Corriente Clasista y Combativa creó el Movimiento Ni un Pibe menos por la droga, y el Movimiento Evita las Casas Pueblo. Las organizaciones eclesiales llevan con las CAAC aún más tiempo de desarrollo. Espacios como los Hogares de Cristo se asientan en un histórico trabajo con el paco de la Capilla de la virgen de Caacupe, en la Villa 21 de Barracas. La Red de CAAC tiene 160 centros (casas de día, granjas, etc). Las organizaciones de la Pastoral Social  y los movimientos sociales (como las organizaciones de la CTEP, CCC, Barrios de Pie) articulan con la Sedronar una mesa de trabajo para pensar políticas específicas para el sector.

Compromiso

Ahora es cerca de mediodía y desde la cocina llega olor a la cebolla, antesala de un guiso que se prepara para el almuerzo. El que está inclinado sobre la tabla, picando verduras y vigilando el refrito –con ayudas intermitentes de algunos asistentes– es Pablo Nogueira, uno de los operadores del proyecto. Los operadores sostienen el funcionamiento de las rutinas diarias de la casa. 

A Nogueira le quedan unas materias para recibirse de psicólogo. Viene de años de trabajar –lo sigue haciendo– con chicos de la calle en el ámbito del Estado porteño. Joaquín Testoni va en auxilio de uno de los pibes que está por darse un baño ante un súbito problema con el calefón. También operador, es estudiante de Antropología. Antes trabajó en alfabetización para adultos y con jóvenes con VIH. 

Los operadores tienen manejo, cancha en lo suyo, pero sobre todo compromiso. Se percibe en el aire que esta convivencia abierta y no expulsiva está llena de tensiones: las reglas son puestas a prueba, la violencia está ahí nomás, la demanda es absoluta. Esto le quema la cabeza a cualquiera. Es decir que hay todo un perfil de los que están acá inclinado a lo comunitario. Quien quiera ver a un casi psicólogo coordinando la preparación grupal de un guiso, a un antropólogo en plena intervención social, que suba la empinada escalera del Abasto. 

Los pibes sin calma

Dany Lescano tiene 24 años, vive Barracas, hace años que es parte de Puentes. “Yo era muy violento. Era un pibe callado que si le tenía que dar a alguno se la daba. Había empezado a consumir a los diez años; llegué muy mal. Me ayudo la esperanza que me pusieron. Me apoyaron en muchas cosas, dejé la situación de calle, pude alquilar, me consiguieron un trabajo. Me mostraron otra vida. Ahora quedé de nuevo sin trabajo, porque el que me empleaba ya no pudo pagarme. Ayudo en un comedor, haciendo actividades deportivas con los chicos”, cuenta.

Alex “Chino” (25) y Juan Avalos (20) se conocieron en la casa del Abasto.  “Lo que hace un gobierno tiene que ver con si vas a recaer o dejar de consumir. No estás igual si podés alquilar una pieza donde vivir que si te quedás en la calle. Si tenés trabajo o no”.

¿Cuáles son las expectativas de los que están a cargo de la casa? “Para mí lo más interesante de este lugar es que los que vienen pueden sentirse parte de algo más grande. Llegan de todas las exclusiones, y un lugar como éste les abre la puerta a otra cosa. No sólo es la posibilidad de ver otra vida: de pronto estás adentro de un movimiento donde hay gente que armó cooperativas, bachilleratos, que sale a la calle junta a reclamar. Pertenecer a un espacio mayor, con un proyecto de país, es poder dejar de pensarse como los soldados de un tranza, o de ser la piba que trabaja para la policía en un circuito de explotación. Te da el horizonte de que es posible una vida fuera de lo marginal, y eso es lo más interesante del trabajo, inscribirse en una historia con otros”, dice Pablo Nogueira.

Para Vanesa Escobar, el objetivo es la autonomía. “No hablamos de reinserción, porque ¿cómo puedo decirle yo a alguien que está en la calle, que no estudió, que tiene antecedentes penales que va a conseguir trabajo en este marco de país? Pero los proyectos de vida pueden ser múltiples y eso es lo que justamente podemos lograr dentro de los movimientos. El pibe que está en los márgenes no es un descarte. Es un sujeto que se puede organizar, que tiene reivindicaciones propias y que puede construir una vida digna”.

El proyecto de Ley de Emergencia en Adicciones busca asegurar la continuidad de estos trabajos, y actualizar los fondos que perciben, hoy atrasados por la inflación. Hasta ahora la continuidad de las CAAC se estipula por decisión del Poder Ejecutivo. Una ley aprobada por el Congreso les garantizaría desarrollarse en el tiempo y sumar más casas. Como parte de toda política pública, está también en disputa el rol que debe tener la Sedronar, el presupuesto del área destinado a los sectores populares, el grado de participación que se da a los movimientos en la creación de estos espacios.