Teatro de guerra
Argentina/Alemania/España, 2018
Dirección y guión: Lola Arias.
Fotografía: Manuel Abramovich.
Música: Ulises Conti.
Montaje: Alejo Hoijman, Anita Remon.
Con: Lou Armour, David Jackson, Rubén Otero, Sukrim Rai, Gabriel Sagastume, Marcelo Vallejo.
Duración: 73 minutos.
Sala: El Cairo.
10 (diez) puntos.
Encontrar imágenes al horror. Allí hay un imposible. De todas maneras, el cine lo ha intentado. Con algunas películas asombrosas y conscientes de que tamaña empresa no puede alcanzarse. Tal vez apenas arañarse. En todo caso, es un empecinamiento constante, consecuente con una angustia “heideggeriana”, según la cual basta con tener la sensación de que se está a punto de tocar algo profundo, para que la misma situación provoque que el sentir se escurra como agua entre las manos. El abismo metafísico se abre y cierra, el vaivén es necesario.
Entre muchas películas, acá se elegirán dos, fundamentales. Una de ellas es Hiroshima mon amour, ya clásica. Allí, la dupla Marguerite Duras y Alain Resnais intentan proximidad con un horror que saben lejano. Y sin embargo, o a propósito, el amor. El inicio del film es ejemplar, dedicado como está a recorrer las diversas posibilidades de imágenes –documental, ficticia, de archivo o museo- que atisben ese mismo fin inalcanzable. A la vez, el film mismo se duplica e incluye un rodaje en su narrativa: el cine despierta al cine, al espectador, ante la evidencia del problema imposible que asume.
Otro caso es la efigie terrible que Claude Lanzmann persigue con Shoah. Entre los numerosos testimonios que acumulan horas de proyección, Lanzmann parece querer capturar algún momento en donde sea la misma película la que elija su límite, como puntos suspensivos que peguen al espectador ante la ausencia de palabras porque, justamente, hay un indecible. Es el caso del peluquero polaco, obligado como estuvo a cortar el cabello a mujeres desnudas, destinadas a la cámara de gas. La cadencia del relato se detiene cuando debe rememorar (el recuerdo está, es evidente, el problema radica en volverlo palabra) sobre el compañero que debió hacer lo mismo con su esposa e hija. Contarlo es un ejercicio violento, al que Lanzmann obliga. Y menos mal que ha sido así, porque el impacto obtenido es tan hondo que queda hecho ovillo en el ánimo de quien ve y escucha.
Es en ese mismo desafío donde hunde su cine Lola Arias con Teatro de guerra. Lo hace al invocar la guerra de Malvinas, a través de seis ex-combatientes, argentinos e ingleses. Si Resnais debía, invariablemente, hacer consciente de sí misma a la imagen para saberse siempre lejano de lo que invoca, Arias propone un procedimiento similar. El teatro del título tendrá que ver con este propósito, a través de técnicas y procedimientos que le permitan a la realizadora una recreación en donde, a la manera neorrealista, actor y personaje se subsumen.
Esta recreación o nueva realidad –porque el cine consiste, precisamente, en este acto de fe, en la puesta en juego de una materialidad alterada- surge pero sin precisar las dotes habituales del cine de ficción. Sino de escenas cercanas a una yuxtaposición, de continuidad aleatoria, que tendrán relación formal a partir de la totalidad del film. La vinculación se transcribirá en el conocimiento tácito de quiénes son los protagonistas, con detalles apenas de sus vidas, profesiones y familias, sin atender al dato de profundidad inútil sino a cómo éste interactúa con el drama por el cual son todos convocados. Las maneras desde las cuales practicarlo serán próximas, sujetas a elementos de decorados cambiantes, que tendrán asilo en el estudio de rodaje, en un bar, o a la vera de una pileta de natación.
Estas elecciones resultan extraordinarias, porque replican una lejanía y cercanía que es íntima y distante. La cámara, en este sentido, observa quieta. Por lo general son planos de conjunto, abiertos, sin invadir los cuerpos retratados. Esos cuerpos están más o menos cuidados, los años les han impreso huellas diferentes, alguno está tatuado. Son cuerpos que simulan peleas y practican técnicas de combate. En esos menesteres surgen interrogantes, vista la versatilidad del soldado inglés en la enseñanza de estas técnicas y el flashback inevitable que se dibuja en el espectador sobre el momento, dada la entonces adolescencia de los argentinos.
Esta comunión de cuerpos, que se tocan y entrelazan así como las palabras –inglés y castellano como idiomas intercambiables-, señala la configuración de una comunicación intensa, situada más allá de cualquier idioma. Como si los partícipes del film estuviesen en un ámbito bien distinto del que hace a la película, mientras ésta intenta perseguirlos y ser parte de aquello que les vincula, de ese hilo invisible que deja entrever, a veces, alguna punta. Algo que está implícito en cualquiera de los momentos de la película, es cierto, pero de manera intensa en la banda de música, en la rítmica acordada para la ejecución de la canción, en los gritos con los cuales se canta y pregunta sobre estar en la guerra, ver amigos morir, matar y ser muertos.
Una de las escenas magistrales –todas lo son- sucede al momento de ver cómo los ejemplares de revista Gente desfilan ante el encuadre de Lola Arias. Lo hacen desde la mirada compartida entre el inglés y el argentino, cuyo padre compraba esas revistas mientras él estaba en batalla, con fotos y titulares repasados junto a quien fuera su enemigo. Desde luego que la sucesión de portadas rememora la manipulación insidiosa, vergonzante, de los medios de comunicación. Pero en el film de Arias no hay retórica burda, sino puesta en escena. La acción dramática le permite –con las tapas de Gente como reencuadres- actualizar el problema.
La instancia que organice, dé pie, nudo y desenlace, tratará de un mismo hecho. Recreado desde diferentes lugares. Hay que prestar atención a estas variaciones, porque es allí cuando, finalmente, la película alcance la pretensión perseguida, cuando se sitúa en el lugar del otro para que éste pueda, finalmente, observarse a sí mismo.