Los cuadernos que desde hace tres semanas zarandean al país, posiblemente escritos en La Nación, o en la AFI, no sólo son dudosos sino que por lo menos ameritarían una prueba caligráfica (con peritos insospechables) del publicitado chofer Sr. Centeno (foto). No se ha hecho ni tenemos constancia de tal solicitud.
De todos modos son sólo fotocopias, lo que debería invalidarlos ante cualquier tribunal, toda vez que la Argentina es un país en el que las fotocopias simples no tienen valor probatorio, y no sirven para absolutamente nada. Pero he aquí que ahora, para la jauría mediático-judicial que se ha montado, resultan “pruebas” (que nadie vio en original) irrefutables.
Las dudas que provoca este caso no resistirían una investigación seria. Lo que conduce a pensar que muy probablemente estamos frente a la maniobra más audaz –y más desesperada– del sistema de manipulación que ha montado el actual gobierno.
No deja de ser una forma de corrupción más, de las muchas a las que nos tienen acostumbrados desde finales de 2015. Y que responde a un modelo –ahora superlativo y nunca antes tan osado– que sin la menor duda puede afirmarse que obedece a una tara endémica de la Argentina desde, por lo menos, Bernardino Rivadavia. Porque ese primer presidente, precursor perfecto del neoliberalismo, estableció un modelo que fue seguido por prácticamente todos sus sucesores.
La corrupción en la Argentina, y en Nuestra América, es seguramente el peor ejemplo y la peor herencia que nos dejaron los conquistadores. De España y Portugal, de Inglaterra y de Francia, y de cada país europeo que vino a medrar en estas tierras ubérrimas durante los últimos 526 años.
Así se entiende –que no justifica– que la última dictadura fue además de criminal y genocida, corrupta, y a lo bestia. Pero también hay que decir –sin que signifique empate alguno– que para dolor de la democracia, antes y después hubo corrupción. Nada justifica inconductas ni latrocinios, jamás, pero es un hecho que después de la dictadura también hubo episodios de corrupción, aunque moderada, en el gobierno de Raúl Alfonsín. Y nuevamente a lo bestia en el menemato. Y luego con diferentes grados con De la Rúa, con Duhalde, con Néstor Kirchner y con Cristina, la inmensa mayoría sin investigaciones serias y sobre todo sin castigos. Al menos hasta el caso del Sr. Ricardo Jaime, condenado y preso por corrupción.
Necio o cretino quien niegue esta sí “pesada herencia” de la democracia, lo que no podrá negarse es que la vista gorda y la “protección” mafiosa fueron práctica común, habitual, naturalizada y consentida durante las últimas cuatro décadas, y también antes, durante la revolución Libertadora-Fusiladora, e incluso durante el peronismo 1945-1955, y ni se diga en la Década Infame, o sea en los gobiernos del segundo Uriburu y de Agustín Justo, y en las transiciones militares que desembocaron en el 17 de octubre del 45.
En materia de corrupción nuestro país jugó siempre en la Súperliga. Y eso involucró no solamente a políticos y funcionarios, sino también (y habría que subrayarlo) a las corporaciones que vampirizaron la sangre popular durante un siglo y medio: de jueces, fiscales, abogados, contadores, economistas, periodistas, banqueros, empresarios, asesores y pinches de todo tipo, que corrompieron hasta la médula a la sociedad enferma de desesperación y desencanto que hoy somos. Corruptores y corruptos se aprovecharon de la administración pública federal y la de cada provincia y cada municipio, y medraron tanto con las industrias extractivas (petrolera, minera, el agro autosantificado) como en la mundialmente corrompida y corruptora industria de la construcción, y algo menos, o mucho menos, en las industrias productivas.
La corrupción es la peor característica de nuestro país, y desdichadamente, de muchos países hermanos. Toda Nuestra América fue corrompida, durante siglos, y por eso la desesperación venerable de nuestros próceres ejemplares: San Martín, Bolívar, Belgrano, Moreno y muchos más que dieron sus vidas, o se retiraron a morir, hartos de los ilícitos que los rodeaban.
En este marco hay que colocar a estos dizque cuadernos fotocopiados (o sea corruptos) de un chofer-escritor-contador-espía-policía-testigo de cargo, al que sólo sus inventores conocen y a quien mantiene como “protegido” una presumible sarta de corruptos.
Aplicar la figura del “arrepentido” a empresarios y ex funcionarios corruptos que “confiesan” para darse baños de lavandina mediante supuestas delaciones no probadas, en realidad tiene un único objetivo: ser parte de la “Gran Lula” argentina, o sea invalidar la candidatura presidencial (aún no definida, ni proclamada, y quizás improbable) de la ex presidenta a quien ningún tribunal de la República ha condenado.
Un arrepentido debería ser ante todo sincero. Pero cuando, como estos empresarios y ex funcionarios, sólo “confiesan” para blanquear las vergonzantes coimas que ellos sí dieron y/o sí recibieron, resulta patético y grotesco que a semejante circo lo llamen periodismo o lo llamen justicia.
Lo más importante que está pasando hoy en la Argentina es que todo lo que hace este Gobierno está podrido desde la base. Porque mienten, desfiguran, engañan a mansalva y de paso se forran de dineros que llaman deuda externa y que pretenden hacernos pagar a millones de compatriotas que no contrajimos ninguna deuda.
Los avances sociales siempre, algún día, se producen por encima de los espectáculos circenses, que cotizan a la baja: hoy tapan la tragedia de Milagro Sala y una veintena de presos políticos, como ayer los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, entre otros. Y también tapan la corrupción bonaerense para proteger a la gobernadora María Eugenia Vidal del escándalo del robo masivo de identidades y lavado de dinero, que salpica incluso al intendente porteño y a una incontenible diputada. Y hasta al propio Presidente, involucrado en gravísimas denuncias de lavado de dinero.
Nada justifica inconductas ni latrocinios, jamás. Por eso muchos pedimos, y exigimos desde El Manifiesto Argentino, que la nueva democracia y una nueva Constitución Nacional establezcan claras, seguras y veloces políticas de transparencia.