“de sentirme solo

entre las cosas últimas

y secretas”

J.L.Ortiz

 

- La casa del escritor está abandonada.

La declaración de mi viejo fue al pasar, ordinaria, como la mañana en que me lo dijo. Recién llegaba de la fábrica familiar. Por alguna razón, nostalgia sostengo, había decidido no moverla del lugar en que mi abuelo la había fundado. Un pueblo de la llanura en la que ellos, igual que “el escritor” (así lo llamaba, porque Foer le resultaba difícil de recordar) habían nacido. Pueblo al que debía regresar, engorrosamente, dos o tres veces en la semana a controlar la producción, ya que hacía más de treinta años que vivía en la ciudad.

Nostalgia. ¿No era por eso mismo que, también, el escritor volvía a su poblado, más pequeño y menos mágico que en sus recuerdos, una y otra vez en cada relato? A Foer y a mi padre los igualaba la nostalgia.

- Abandonada -pensé- no puede ser. Si París era por Baudelaire, Buenos Aires por Borges, Villegas por Puig ¡Anodino tenía que ser por Foer! (“Anodino”, no hay mejor nombre para ese pueblo…) Sin embargo, salvo una escuela nocturna, algún pariente lejano y una suerte de presencia fantasmal sobrevolando la llanura, el escritor, en su pueblo estaba ya a medio borrar.

Me acuerdo de haber viajado a ver la casa, como si el acto de observarla fuera a dictarme la forma de salvarla de la ruina y del olvido. Mientras contemplaba la fachada y lagrimeaba, se acercó a anfitrionar mi emoción un vecino, descalzo, con pantalón de jogging y un montón de azúcar impalpable sobre su pecho desnudo. No hacía más que despotricar contra el estado del inmueble, el nosequien famoso que vivió acá, la humedad, las goteras, los ruidos. Yo lo miraba como si hablara en lenguas, como si le hablara a otro, como si hablara de otra cosa. Desde adentro, desde atrás del portón de la ochava (lo que antes fuera el almacén de ramos generales de los Foer) se combinaba el sonido latoso de música de radio, choque de herramientas y algún insulto, proferido entre dientes.

El lugar parecía abandonado, pero no lo estaba. Tampoco se erigía ninguna placa conmemorativa al escritor, ningún cartel indicativo (pensé en Les Luthiers, “En esta baldosa meó Solis”) ni el nombre de la calle, o algún grafiti buscando cierta justicia poética.

Mar, mi amiga, también era de Anodino. Mar también estudió Letras. También pensaba en Foer, en la casa, en qué hacer con ella. Después de algunas reuniones espaciadas en el tiempo con gente del lugar, con asesores y senadores, con la autoridad comunal de turno, me agotó el proceso y me retiré a cuarteles. Mar se quedó sosteniendo.

A pesar del paso del tiempo, me desvelaba pensar en la asimetría. Me resultaba absurdo que tamaño escritor hubiera poblado el universo a partir de su pueblo, en un gesto mítico de seguir mojándose bajo la lluvia de la infancia, pero que el pueblo no pudiera rescatarlo, ni siquiera con un horrendo y típico busto de bronce frente a su espacio natal. Recordé que en la infancia, en la mía: visitábamos a mis abuelos que vivían en la otra cuadra del Club Boca, y a  mis tías a pocos metros de la plaza principal. Pensé que las ruedas de mi bicicleta, entonces, en las recorridas por las calles de tierra, dejaban huellas barrosas sobre las huellas atemporales de los pasos de Foer.

Fueron varios los intentos. Le escribí a un amigo santafesino para ver qué opinaba. Le conté a un profesor de la facultad que se decía foeriano. Quise escribir mi tesis de Licenciatura sobre el tema. Llevé a mis alumnos a una recorrida por la provincia, con el intento de pesquisar los espacios de los relatos (llegando a Santa Fe se rompió el colectivo). Discutí con Mar y dejamos de hablarnos por años. La casa seguía ahí, borroneándose de la esquina y de la memoria. Me resigné a poblar mis clases de sus textos y habitar sólo su mundo literario, no volver a correr el riesgo de pensar que pisaba sus huellas reales.

Con el tiempo, mi amigo santafesino se convirtió en funcionario provincial de Cultura. Mi profesor, en gestor cultural. Ambos se dieron a la tarea del rescate y yo me ilusioné. Porque escuchaba ministros, secretarios, hacedores culturales, y todos se habían vuelto muy foerianos, aunque confesaran que “lo habían descubierto ya de grandes”.

Empecé a sospechar cuando desembarcaron las señoras de corte carré y otros personajes de las galerías académicas. Ese micromundillo se dio a la tarea evangelizadora: entrevistas, publicación de libros por editoriales estatales, documentales, películas, muestras interactivas, mesas redondas y mentes cuadradas, entre algunos etcéteras.

La estrategia era otra vuelta de tuerca, pero en el mismo tornillo. Fulana y Mengana han instituido las formas en las que conviene leer a Foer, desentendidas de lo pedestre: la pregunta por el placer del texto, por sus resonancias, la puerta de ingreso del texto al lector. El mensaje que dejan es claro: a Foer se lo estudia, no se lo lee.

Mientras tanto, la casa, ahí, igual que siempre. Una de las esquinas más tristes del pueblo. El escritor no logra dejar de ser fantasma, no deja de sobrevolar. Las de carré piensan otra cosa, claro. A mi ya no me importa. Yo sigo preguntándome cómo hacer para que los estudiantes puedan sentir la emoción que provoca un cuento escrito en una sola oración, o se consternen con el ahogado isleño. Que caminen las veintiuna cuadras sin moverse del sillón en el que leen mientras devoran la novela. Me desespera la pregunta por el grito del texto: cómo se hace para que se les meta adentro a los lectores. Que se desesperen, que abracen ese universo de papel, que los abrase. Que lo habiten. Que lo amen o que lo odien, pero que les pase algo  cuando lo leen. Algo que podría llamarse Conexión Foer. ¿No?

Regresar es imposible. La vuelta completa también. Dejar que nos atraviese un río, un cuento o un sueño suena conformista y banal. Pero en las esferas de lo íntimo y lo mínimo se anudan los misterios que fabrican literatura de la buena.

Eso bien lo sabía Foer.